La impunidad de la clase política

Aleardo Laría.

En los últimos días los medios se han hecho eco de dos procedimientos judiciales que, aunque afectan a  diferentes personas, presentan una cierta conexión. Por un lado, el pedido de desafuero y detención del diputado Julio de Vido solicitado al juez de la causa por el fiscal Carlos Stornelli. Por el otro, la decisión de un juez de autorizar la candidatura a senador del ex presidente Carlos Menem a pesar de que sobre sus espaldas recae una condena a siete años de prisión y a catorce de inhabilitación para ocupar cargos públicos. En ambos casos se pone de manifiesto la dificultad de juzgar en Argentina a los integrantes de la clase política.

La inmunidad de arresto de los legisladores está consagrada en la Constitución Nacional. El artículo 68 garantiza la libertad de expresión, señalando que ninguno de los miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente ni molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato de legislador. El artículo 69 señala que no pueden ser arrestados desde el día de su elección hasta el de su cese, excepto el caso de ser sorprendido in fraganti en la ejecución de algún crimen que merezca pena aflictiva. Finalmente el artículo 70 contempla el caso de que se forme querella por escrito ante la justicia ordinaria contra cualquier diputado o senador. Según el texto constitucional, “examinado el mérito del sumario en juicio público, podrá cada Cámara, con dos tercios de los votos, suspender en sus funciones al acusado y ponerlo a disposición del juez competente para su juzgamiento”.

Resta señalar que el principio de inmunidad de los parlamentarios está consagrado en la mayoría de las constituciones. Por ejemplo, la Constitución Española también establece en su artículo 71 el principio de inmunidad de diputados y senadores. Señala que “no podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva” y añade que la competencia en estas causas corresponde a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Pero, a diferencia de la Constitución argentina, basta la simple mayoría de una Cámara para aprobar el desafuero.

En el año 2000, como consecuencia del escándalo de los sobornos en el Senado, se aprobó la Ley 25.320 para delimitar el texto constitucional, estableciendo el principio de que la inmunidad parlamentaria no impide la prosecución del procedimiento judicial hasta su total conclusión. Sin embargo la ley tiene una trampa. Señala que “el llamado a indagatoria no se considera medida restrictiva de la libertad pero en el caso de que el legislador, funcionario o magistrado no concurriera a prestarla el tribunal deberá solicitar su desafuero, remoción o juicio político”. Como en la práctica es imposible continuar un procedimiento penal sin haber tomado la indagatoria del imputado, la ley deja en manos del propio acusado la posibilidad de optar por bajar la barrera del farragoso trámite del desafuero.

Los diputados Massa y Stolbizer han tratado de obtener cierto rédito político del tema del desafuero, al renunciar, frente a un escribano, a este derecho. Sin embargo, la doctrina considera que no se puede renunciar a un derecho constitucional. En el año 1991 un juez solicitó el desafuero del diputado Aníbal Reinaldo, quien había manifestado su voluntad de someterse al procedimiento judicial. La Comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara de Diputados  emitió un dictamen no haciendo lugar al pedido de desafuero sosteniendo que no correspondía mientras no se hubiera ordenado en juicio la detención del legislador. Era un dictamen propio de abogados marrulleros, puesto que el juez solicitaba el desafuero para poder indagarlo y la detención nunca se podía producir sin esa indagatoria. El dictamen añadía que la inmunidad de arresto era un derecho irrenunciable,  y que siempre era necesario que se produjera el desafuero  para que el legislador aclarase su situación ante la Justicia.

La Constitución, al establecer la inmunidad de arresto persigue el propósito de brindar una cierta protección a los legisladores. Los fueros aseguran que los miembros del Congreso puedan llevar adelante su trabajo sin impedimentos y evita que jueces afines al Poder Ejecutivo puedan ordenar el arresto de diputados de la oposición. Es una forma de resguardar el principio de división de poderes y tiene cierta legitimidad si se limita a impedir medidas provisionales como el arresto o la prisión preventiva. Pero no debiera ir más allá al punto de impedir la prosecución y finalización de un proceso judicial. La Ley 25.320 debiera ser reformada y establecer que es obligación del legislador acudir a la indagatoria dispuesta por un juez, como cualquier otro ciudadano.

En el caso del senador Carlos Menem, operan otras circunstancias para favorecer la impunidad. Es insólito que una condena llegue 20 años después de haberse cometido el hecho. Más insólito aún es que una persona con una condena a prisión e inhabilitación, confirmada en segunda instancia, pueda presentarse nuevamente como candidato a senador por el hecho de haber formulado un recurso ante la Corte Suprema. Dado el carácter extraordinario de estos recursos, bastaría que la ley procesal estableciera que los recursos ante la Corte no tienen efecto suspensivo sobre las sentencias confirmadas en una segunda instancia para evitar tamaño despropósito.  

Desde tiempos inmemoriales, los responsables de adoptar las decisiones políticas han buscado alguna forma de impunidad. Algunas fórmulas han sido incorporadas a la legislación con cierto fundamento. Otras, que permanecen como hábitus o costumbres, han sido más opacas pero muy eficaces para proteger a la corporación política. Desde una perspectiva republicana, debieran ser identificadas y eliminadas para preservar el principio básico de todo sistema democrático: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.