El pingüe negocio del arrepentimiento

Aleardo Laría.

La aplicación de la ley del arrepentido que está haciendo el juez Claudio Bonadío en el caso de los “cuadernos Gloria” demuestra el peligro que supone dejar en manos de jueces designados por la política herramientas procesales de esta naturaleza. Acontece algo similar al uso arbitrario de la prisión preventiva como medio para obtener la confesión de los acusados. La ley del arrepentido, junto con la prisión preventiva, han duplicado el poder del juez y pueden llevar a convertir al proceso penal en un procedimiento inquisitivo, una suerte de adaptación a la modernidad de los procedimiento medioevales. Como agudamente ha intuido la periodista Emilia Delfino, el “olor a tumba” de los calabozos se ha convertido en una moderna forma de presión, ejerciendo sobre los detenidos el mismo efecto que tenía en la Edad Media el olor de la carne chamuscada por el hierro candente.

Las leyes que en distinto países contemplan la figura del arrepentido -una práctica tomada del modelo norteamericano- han dado lugar a numerosos reparos de los juristas garantistas que han advertido los riesgos de poner en manos de los fiscales y jueces semejante poder de fuego. Según Luigi Ferrajoli (“Derecho y razón”, Ed. Trotta) en el interrogatorio del imputado es donde se pone de manifiesto la diferencia profunda entre el proceso inquisitivo premoderno y el moderno sistema acusatorio. En el modelo garantista del proceso acusatorio, basado en la presunción de inocencia, el interrogatorio es el principal medio de defensa y tiene el solo propósito de facilitar el inicio del proceso contradictorio. “En el modelo garantista se invierte la idea de que el fin de la verdad justifica cualquier medio (…) y se excluye cualquier colaboración del imputado con la acusación que sea el fruto de sugerencias o negociaciones, tanto más si se hubieran desarrollado en la sombra”. Según Ferrajoli, lamentablemente, la práctica del trade-off entre confesión, delaciones e impunidad o reducciones de pena ha sido siempre una tentación recurrente en la historia del derecho penal y el resultado “es inevitablemente la corrupción de la jurisdicción, la contaminación policial de los procedimientos y la consiguiente pérdida de legitimación política o externa del poder judicial”. Solo cabe añadir a lo expresado por el jurista italiano que en países como Argentina, donde el poder judicial está mechado con jueces designados no por méritos sino por su adscripción política, el riesgo es mucho mayor.

La existencia de un poder judicial imparcial e independiente es un valioso bien público que es la garantía de aplicación imparcial del Derecho. Desde una perspectiva institucionalista, la existencia de una verdadera división de poderes está estrechamente vinculada a la estabilidad jurídica, un bien que es básico para favorecer el desarrollo económico de los países. Como se ha podido comprobar en Argentina, cuando la inversión no encuentra garantías de estabilidad jurídica, los capitales huyen y el ahorro nacional se fuga hacia otras plazas que ofrecen mayor estabilidad. Por otra parte, desde una perspectiva pragmática, quienes en la actualidad utilizan “operadores judiciales” para intervenir en la labor del poder judicial, mañana podrán ser las eventuales víctimas de esos manejos. El problema en Argentina es que su clase política parece no aprender de las consecuencias que se devienen de los usos desviados del poder.

Si la investigación que se ha abierto en “el caso de los cuadernos Gloria” fuera fruto de la actuación imparcial e independiente de un juez, respetando las garantías procesales de los investigados para evitar futuras nulidades procesales y esto diera como resultado la desarticulación de redes de corrupción, no habría nada que objetar. Por el contrario, todos deberíamos celebrar la erradicación de prácticas de cartelización que encarecen la obra pública y enriquecen indebidamente a los asociados. Sin embargo, el tratamiento de favor recibido en el juzgado federal de Bonadío por el empresario Ángelo Calcaterra, primo entrañable del presidente Mauricio Macri, más otras innumerables irregularidades, despiertan muchas suspicacias. La sospecha recae no solo sobre la existencia de “declaraciones guionadas de los defensores”, como ha reconocido el ministro de Justicia Germán Garavano, sino sobre posibles “negociaciones en la sombra” como la reunión que, según se ha denunciado, ha tenido lugar entre el operador judicial Daniel Angelici, el imputado Calcaterra y el presidente Macri.

En lo que se relaciona con “el caso de los cuadernos Gloria”, a diferencia de lo que acontece en otros escenarios, “el tamaño importa”. Es decir que no es lo mismo sostener defensivamente, como ha hecho el “primo” Calcaterra, que su empresa abonó “entre 100.000 y 200.000 dólares” en concepto de contribuciones para la campaña política, que conceder veracidad al contenido de los cuadernos y considerar que lo realmente entregado asciende a 11.300.000 dólares que es la cuenta que sale de las anotaciones del ex sargento Oscar Centeno. Como lo señala el simple sentido común, es posible otorgar a la cifra de la que se hace cargo Calcaterra la calidad de un aporte de campaña, pero eso ya no sería predicable de un monto de casi 12 millones de dólares que parece responder a otros motivos. Lo que obviamente no puede hacer un juez que actúa imparcialmente es considerar que un indicio, como el que arrojan los cuadernos, es fiable para mantener en prisión preventiva a unos investigados y merece ser desechado por inverosímil para facilitar la exención de prisión de otros. Aquí cabe añadir que según la ley del arrepentido, “la información que se aporte deberá referirse únicamente a los hechos ilícitos de los que haya sido partícipe”, es decir que si Ángelo Calcaterra fue víctima de una extorsión, como ha declarado, no puede ser considerado “arrepentido” dado que no estaría reconociendo su participación en ningún ilícito. Y si se comprueba que participó en el “club de la obra pública” no habría dicho toda la verdad y por consiguiente deberían ser anulados los privilegios procesales concedidos.

A medida que los empresarios “arrepentidos” salen de prisión y los políticos investigados esperan en la cárcel que el juez se digne interrogarlos, las sospechas de parcialidad se hacen más evidentes. La ley del arrepentido no está concebida para que el juez y el fiscal negocien con los abogados de los detenidos la versión del “relato” que interesa al juez. La ley está pensada para que resplandezca la verdad y castiga con prisión de 4 a 10 años y con la pérdida del beneficio concedido “al que proporcione maliciosamente información falsa o datos inexactos». Hasta ahora, aparentemente, casi todos los empresarios “arrepentidos” han obtenido los beneficios de la ley del arrepentido suscribiendo simples declaraciones exculpatorias, sin atribuirse responsabilidad por ningún delito y asumiendo el rol de simple víctimas de unas exacciones ilegales. Excepcionalmente, si se confirma la información adelantada por la prensa, el único empresario que habría aportado verdadera información relevante es Carlos Wagner al reconocer la cartelización de la obra pública y el pago a funcionarios del anterior Gobierno de un “peaje” que oscilaría entre el 10 y el 20 % de la obra contratada.

Como acertadamente ha señalado el sociólogo Eduardo Fidanza, el caso de los cuadernos Gloria “es una gran oportunidad para regenerar conductas, modificar la legislación y trasparentar al menos el financiamiento de la política y el acceso privado a la obra pública”. Sin embargo, si el caso se utilizara solo para desgastar al adversario político, “puede constituir un espectacular simulacro que favorezca coyunturalmente los intereses de unos sobre otros, para llegar a poco o nada, culpabilizando solo a individuos y no al sistema, sus estructuras y complicidades”. En este sentido, sería mejor para la suerte final de este proceso, que la Cámara Federal de Apelaciones no convalidara el “fórum shoping” y pusiera la investigación en manos de otro juez. Una investigación de tanta relevancia institucional debe quedar bajo la responsabilidad un juez que ofrezca garantías de imparcialidad, trate a todos los investigados por igual y evite la contaminación política del proceso. De ese modo se neutralizarían las suspicacias y se ganará en legitimidad frente a una sociedad tradicionalmente escéptica.