Atenuar el presidencialismo

Aleardo Laría.

El gobernador de Salta y precandidato presidencial del peronismo federal, Juan Manuel Urtubey, ha manifestado públicamente que está a favor de una reforma para que el jefe de Gabinete sea electo por la Cámara de Diputados y actúe como una especie de primer ministro europeo. De esta manera considera que, dado que ningún partido tendrá mayoría absoluta en las próximas elecciones, los partidos se verían obligados a formar coaliciones para elegir al Jefe de Gabinete y, como consecuencia, a consensuar políticas públicas que estarían dotadas de mayor estabilidad.
Según declaraciones de Urtubey formuladas en la mesa de Mirtha Legrand, «el hiperpresidencialismo, el personalismo, ese abuso de poder tan sistemático en la Argentina, nos hace mucho daño. Cuando vayamos a un sistema donde el presidente tenga un poco menos de poder y el Congreso sea co-responsable de las políticas públicas a través del acuerdo para el jefe de Gabinete, la Argentina va a tener más estabilidad».
El diagnóstico de Urtubey es correcto y su propuesta no debería ser archivada como una ocurrencia electoralista sino como una idea que merece ser debatida con toda seriedad, en unas circunstancias donde la situación política de Argentina atraviesa por grandes turbulencias. La resistencia conservadora a tratar cualquier innovación institucional es muy fuerte en Argentina, al punto que sorprende que pese a las reiteradas crisis generadas por nuestro régimen presidencialista, existan resistencias a las innovaciones institucionales que puedan mejorarlo.
La reforma constitucional de 1994 introdujo la figura del Jefe de Gabinete al fijar las atribuciones del presidente de la Nación (artículo 99), señalando en su apartado 7 que “por si solo nombra y remueve al jefe de Gabinete de Ministros y a los demás ministros del despacho”. Con esta decisión, los constituyentes de 1994 se inclinaron por una opción conservadora, temerosos de socavar el tradicional sistema presidencialista. Al ser el jefe de Gabinete un ministro más, que puede ser removido en cualquier momento y sin justificación ni explicación de causa por el presidente, la figura carece de fuerza y ha quedado totalmente desnaturalizada. En realidad los constituyentes de 1994 no hicieron más que seguir las recomendaciones del Consejo para la Consolidación de la Democracia y la Reforma Constitucional, creado por el presidente Raúl Alfonsín en diciembre de 1985. En el Dictamen Preliminar de octubre de 1986 se señalaba que el Consejo había considerado y descartado la idea de la sustitución lisa y llana del régimen presidencialista por uno parlamentario, “porque ello hubiera constituido una innovación demasiado sustancial” y manifestaba su preferencia por la adopción de un sistema mixto, “que atenúe las debilidades funcionales del régimen presidencialista mediante la inserción en él de características propias de los regímenes parlamentarios”.
El constitucionalista Daniel Sabsay ha sido consultado por Infobae sobre la propuesta de Urtubey. Ha manifestado que si bien compartía el espíritu de la propuesta de Urtubey, dado que «no hay duda de que en toda Latinoamérica el presidencialismo es un gran problema”, consideraba que la idea no se podía llevar adelante sin una reforma de la Constitución, porque el artículo 99 es clarísimo en que el presidente ‘por sí solo nombra y remueve’ al jefe de Gabinete. Según su visión, no se puede interpretar la Constitución «en sentido extensivo», por lo tanto donde se reglamenta el voto de censura «de ninguna manera se habla de una posible designación». Sin embargo, no compartimos la opinión del eminente constitucionalista. ¿Quién podría impedir que el presidente, mediante un simple decreto, decidiera auto limitar su esfera de autonomía, comprometiéndose a designar Jefe de Gabinete a la persona que le fuera propuesta por una mayoría de Diputados?
Lo que resulta incuestionable es que es necesario abrir un debate sobre nuestro sistema presidencialista. Aunque no existe un solo tipo de presidencialismo y difieren en el grado que alcanza el poder presidencial, Juan J. Linz y Arturo Valenzuela, en “Las crisis del presidencialismo” señalaron hace ya muchos años las características propias de este régimen: 1) la legitimidad dual entre ejecutivo y Parlamento –que es causa de inestabilidad- 2) su extrema rigidez, dado que el período de mandato es un término cerrado y 3) la existencia de un componente plebiscitario. El presidente es elegido en elecciones populares y los integrantes del Congreso también son elegidos popularmente. Existe de esta manera una dualidad de poderes, dado que ambos cuentan con legitimidad popular. En cambio en el sistema parlamentario, el primer ministro actúa como mero delegado del Parlamento que es el depositario de la soberanía popular.
En el sistema presidencialista el presidente tiene un período rígido de mandato establecido por la Constitución y no puede ser cesado por el Congreso (salvo el caso muy excepcional de juicio político). Los parlamentarios también son elegidos por un período fijo de mandato y no pueden ser cesados por el presidente que carece de capacidad para disolver el Parlamento y convocar a nuevas elecciones. En el sistema parlamentario, en cambio, el primer ministro puede ser reemplazado en cualquier momento por el Parlamento siguiendo unos procedimientos preestablecidos (moción de censura). Arend Lijphart añade otra diferencia esencial entre el presidencialismo y el parlamentarismo: el primer ministro forma parte de un cuerpo colegiado mientras que el presidente es un ejecutivo de una sola persona, Esta circunstancia favorece el carácter plebiscitario que adopta el presidencialismo. Mientras que en el presidencialismo los ministros son simples consejeros subordinados al presidente, en el gobierno parlamentario los ministros ocupan una posición de mayor relevancia debido al grado de colegialidad requerido para tomarse las decisiones.
La inestabilidad del sistema presidencialista se agrava cuando estamos ante un sistema multipartidista y el presidente no consigue contar con una mayoría estable y suficiente en el Congreso. Las coaliciones electorales que se conforman para obtener la mayoría en las urnas, o luego de la elección presidencial, en el Congreso, no le dan garantías de estabilidad al Gobierno. Comenta Juan Linz que uno de los motivos que le llevaron al convencimiento de las ventajas del sistema parlamentario fue el análisis comparativo que hizo entre las experiencias italianas y argentina de mediados del siglo XX. En Argentina la presencia del peronismo, que era percibido como una fuerza anti-sistema bajo las presidencias de Frondizi e Illía, impedía el funcionamiento del sistema presidencial si no se conseguía algún tipo de pacto secreto con Perón. En Italia, en cambio, la presencia de un partido anti-sistema como el Partido Comunista, podía ser perfectamente aislado por una coalición democrática que no quería tratos con él, sin poner en peligro el funcionamiento del sistema. En cualquier caso, afirma Linz, en el mundo hay tantas democracias parlamentarias que están funcionando de modo aceptable que ¡algo habrá en el sistema que hace que funcione bien!
En el sistema parlamentario, salvo el caso especial en el que el primer ministro cuente con una mayoría absoluta, la dinámica lleva a la inclusión de las fuerzas políticas que participan en la coalición de gobierno. Por consiguiente, es un sistema que favorece las políticas consensuadas, la cooperación entre los partidos políticos y los acuerdos entre ellos. Es cierto que las coaliciones también pueden darse en el sistema presidencialista, pero son más bien casos excepcionales y muy dependientes de la buena voluntad del titular del ejecutivo, naturalmente proclive a eliminar las restricciones que le impiden el ejercicio pleno del poder. El sistema presidencialista tiende, por su propia naturaleza, a que “el ganador lo obtenga todo”. Los acuerdos previos y las alianzas políticas se viven como obstáculos de los que más vale desembarazarse pronto.
La crisis económica, política y cultural que vive Argentina requiere un esfuerzo compartido por todas las fuerzas políticas dirigidas a diseñar un camino de salida de la actual situación y un modelo de país que sea un objetivo compartido a alcanzar. Es lo que acordaron en España los partidos y sindicatos que signaron los Pactos de la Moncloa. El proceso de modernización acelerado que vivió España durante la transición fue gracias a esos consensos básicos. La estructura de nuestro sistema institucional ha demostrado hasta la saciedad que los presidentes proclaman el deseo de obtener consensos pero llevan a cabo una práctica dirigida a destruirlos. Recordemos una vez más la conocida palabras de Einstein: “si queremos resultados diferentes, no podemos seguir haciendo lo mismo”.