Un nuevo escenario político

Aleardo Laría.

Para un importante sector de la opinión pública, Argentina enfrenta una opción de hierro que obliga a los ciudadanos a elegir entre “populismo” o “República”. Este sector de opinión piensa que si se repiten los resultados de las PASO, “es el fin de Argentina”, como lo dijo sin eufemismos el presidente Macri al día siguiente de conocerse el resultado electoral. Sin embargo esa presentación de la realidad no es más que una construcción política interesada, que por muchas razones ha perdido actualidad. Sin que todavía muchos puedan percibirlo, lo cierto es que nos encaminamos hacia un escenario político diferente, donde es altamente probable que los campos en disputa se aproximen al perfil de las sociedades europeas, donde la polarización se da entre un espacio de izquierda y otro de derecha.

Se acusa al populismo, en la versión defendida por Ernesto Laclau, de la pretensión de dividir a la sociedad en dos campos, reivindicando la dicotomía amigo-enemigo. Este fenómeno de polarización de la sociedad ha sido justamente la estrategia electoral elegida por el gobierno de Mauricio Macri, al crear la ficción de que los argentinos deben votar a los probos republicanos para evitar caer en Argenzuela. En el establecimiento de ese marco (frame) de sentido han jugado un importante rol las investigaciones abiertas en causas de corrupción como poderoso argumento destinado a minar el prestigio del rival político. En esta labor el gobierno se ha visto acompañado por una poderosa coalición mediática y judicial que ha prestado invalorables servicios para reconvertir unas causas que están en proceso de investigación –algunas muy cuestionadas- en verdaderas sentencias condenatorias.

No es objeto de esta nota abrir juicios sobre el fenómeno de corrupción estructural que afecta desde décadas a la Argentina ni establecer comparaciones. Lo que simplemente queremos señalar es el salto argumental que supone la conversión de la lucha política en una cruzada puritana; en hacer de la corrupción una causa general contra otro partido y utilizarlo como único tema de campaña; en la propaganda dirigida a la demonización del rival político, con el inocultable propósito de impedir o dificultar toda posibilidad de alternancia democrática. Esta elevación a los infiernos de la oposición política, tal como ha hecho el macrismo, es sumamente dañina, no solo porque lanza una cortina de humo sobre los problemas reales del país sino porque convierte a la emoción en el único articulador de las opiniones políticas.

No es un fenómeno nuevo en Argentina, ya que se vivió un proceso no idéntico pero similar después del golpe militar que derrocó al general Perón en el año 1955. También se abrieron numerosas causas judiciales contra el “tirano depuesto” con el inocultable propósito de erradicar el “hecho maldito del país burgués” según la conocida expresión de John W. Cooke. Existía el convencimiento, por parte de los autores de la gesta libertadora, que todos los problemas de Argentina eran consecuencia de una perversión que anidaba en el ADN del peronismo, de modo que se pensaba que con la muerte del perro se acabaría con la rabia. Una pretensión que finalmente se demostró vana, dado que una sociedad tan desigual como la sociedad argentina era muy difícil erradicar el componente plebeyo, que con mayor o menor acierto, se sentía representado por el peronismo.

Luego, este ensimismamiento político, es la causa de los errores de percepción que no permiten apreciar los cambios que de pronto, en una realidad muy volátil, se producen en el escenario político. Por una parte, la designación de Alberto Fernández como candidato del Frente de Todos no significa solo un enroque de personas. Representa la voluntad política de constituir un espacio de centroizquierda, transversal a los partidos políticos, similar al intento que protagonizó Néstor Kirchner en los primeros años de su mandato, y que pronto abandonó cuando optó por una mayor centralización del poder presidencial. Por otra parte, el paso del senador Miguel Angel Pichetto a la coalición opositora, tiene el enorme valor simbólico que marca el desprendimiento del sector conservador y de derechas que siempre anidó en el peronismo.

Fue Torcuato Di Tella quien en un breve ensayo del año 2004 (“Coaliciones políticas”) hizo la predicción de que “en Argentina se irá imponiendo una convergencia hacia un nuevo modelo bipolar. Es decir, ya no el radical-peronista tradicional, sino el de derecha-izquierda”. En el fondo, señalaba Di Tella, “si se toman en cuenta las fuerzas sociales no sólo los electorados, esta última confrontación es la que siempre ha dominado en Argentina, como en el resto del mundo. Porque el conflicto entre radicales y peronistas, o incluso entre civiles y militares, ha sido más superficial que profundo, pues la contradicción real se establece siempre entre una derecha económica y un sector popular, bien o mal dirigido”.

Lo que en opinión de Di Tella impedía que los partidos políticos argentinos se acomodaran al modelo europeo eran tres circunstancias: 1) La falta de una derecha electoralmente fuerte; 2) La continuada fortaleza de un partido de centro (la Unión Cívica Radical); 3) La ausencia de una expresión socialdemócrata de las clases populares lo que determinaba que esa ausencia fuera suplida por una relación entre una masa no muy organizada y un líder que suplía, con su carisma, las fallas asociativas del movimiento. Con la crisis de Cambiemos y la desarticulación de la UCR; la incorporación de Pichetto a la coalición conservadora y la designación de Alberto Fernández en el Frente de Todos, todas esas circunstancias se han reconfigurado, abriendo la posibilidad de nuevos escenarios.
La más que probable investidura de Alberto Fernández como futuro presidente de la Nación Argentina, impulsada por un frente amplio que excede al peronismo, deja abierta la posibilidad de que su gestión se aleje de todo voluntarismo desproporcionado para virar a las más tranquilas aguas de la centro-izquierda, espacio propio de la socialdemocracia. Es justamente la característica de los sistemas presidencialistas, que dotan de enorme poder el presidente, lo que hacen poco verosímil la hipótesis de que el futuro presidente vea sus facultades menguadas por la forma peculiar que tuvo su nominación. De allí que la designación de Alberto Fernández, tiene también un ingrediente menos visible dado que el nuevo presidente, si consigue alcanzar la primera magistratura, lo hará como líder de una coalición más amplia que la que reunía Cristina Fernández, con lo cual tendrá compromisos y aliados que le obligarán a políticas de mayor consenso.

Por otra parte, si Alberto Fernández es consagrado presidente, deberá hacer frente a la grave crisis económica y social en que ha sumido a Argentina las erróneas políticas económicas y sociales del gobierno de Macri. Deberá transitar por un estrecho desfiladero, sin demasiadas opciones a su alcance, para buscar el máximo apoyo a través del diálogo y el consenso, obligado a respetar las instituciones y las reglas de juego de la democracia. Esta convergencia de circunstancias producirá un reacomodamiento de fuerzas políticas que disolverá uno de los mayores obstáculos que han impedido la reconversión de un partido personalista como el peronista, en un partido de perfil socialdemócrata, basado en una dirección colegiada. Estamos señalando solo tendencias. La realidad deberá luego confirmar que estas hipótesis se verifiquen.