El populismo permea todos los discursos

Aleardo Laría.

Según Loris Zanatta (El populismo, Ed. Katz, pág. 235) se podría decir que “el populismo llama al populismo, en el sentido de que impone una lógica maniquea en la agenda, el lenguaje y el estilo político, una esquematización de los problemas, un control de los tiempos y los procedimiento, que obliga incluso a los otros actores políticos a hacer uso de los mismos métodos”. En general, existe coincidencia en algunos análisis en considerar que Cristina Fernández, en su segundo mandato, pecó en el uso y abuso de dicotomías maniqueas, tal vez siguiendo los lineamientos ideológicos de Ernesto Laclau. Lo que todavía es menos compartido es el modo en que el gobierno de Mauricio Macri se apoderó de la estructura de ese discurso maniqueo, invirtiéndolo, para hacer del populismo peronista el “enemigo” a abatir.

Uno de los rasgos característicos del fenómeno populista es la búsqueda de un “enemigo interior”. De este modo se impone una lógica amigo/enemigo que desgarra el tejido institucional y desencadena batallas políticas e ideológicas que se acometen en nombre de una verdad cuasi religiosa. Se trata de un discurso simplificador, maniqueo, donde se resalta un enfrentamiento ético y moral entre el pueblo noble (¿”republicano”?) y sus “enemigos”, una etiqueta amplia donde puede entrar la “oligarquía”, la “casta” o también “la corrupción”.

Al adoptar un estilo discursivo moral, propio de las guerras de religión, en donde el otro es visto como alguien malvado y amoral, se produce una deslegitimación del adversario político, que puede llevar hasta el intento de reducirlo a silencio en una prisión. El discurso moral-populista, en una sociedad laica que admite como algo natural la pluralidad de discursos, constituye un claro anacronismo. Sin embargo, tampoco debiéramos ignorar que en nuestras modernas democracias no existe intervención política que no esté sazonada con algunas gotas de populismo.

En el reciente debate electoral, Mauricio Macri convocó a un “nosotros” en oposición al “ellos” en los que etiquetó a todo lo que sonara a peronismo o kirchnerismo. Esa veta populista en el discurso de Macri, al igual que el que practicó Silvio Berlusconi en Italia, se ha basado en la aparente intolerancia con la corrupción y la ineficiencia, desorganización y el derroche del sector público proponiendo una verdadera regeneración colectiva. Como señala Zanatta, los líderes populistas “ofrecen una interpretación maniquea de la crisis política, expresándola generalmente en términos de condena moral. De acuerdo con esa interpretación, hay una clase política corrupta que se enfrente a un pueblo virtuoso”. En el caso de Cambiemos, la acusación se formuló al “kirchnerismo corrupto” dado que como era obvio, no podía desacreditar al conjunto de la clase política de la cual su coalición formaba parte.

No debería sorprender que se caracterice al gobierno de Macri como presa también del viejo discurso populista. Siguiendo nuevamente a Zanatta, se observa que “aun conservando su sustrato, el populismo actual presenta ciertas características inéditas. Sobre todo ha cambiado la base social de los nuevos populismos, lo cual indicaría el desplazamiento definitivo del populismo de la izquierda a la derecha”. El populismo de los antiguos, nacido en la izquierda, se basaba en un ideal incluyente, dirigido a integrar y defender a las clases más pobres del poder desmedido de las élites. “El populismo actual, -continúa Zanatta- el más próximo a la derecha, es el modo en que se manifiestan las frustraciones y el miedo de las clases no pobres, en muchos casos acomodadas, que están indignadas por la protección que el sistema social ofrece a ciertas categorías consideradas por ellas inferiores e improductivas, como los inmigrantes, o los empleados públicos (o los desempleados)”.

La contribución de Mauricio Macri a la profundización de la grieta instalada en la sociedad argentina, ha tenido efectos deletéreos que ahora se comienzan a percibir. La exacerbación de la dicotomía en el discurso político ha producido efectos negativos sobre la posibilidad de consolidar acuerdos mínimos sobre valores, prácticas y reglas sin los cuales el consenso democrático fenece. Esto lo ha percibido Ricardo Alfonsín y también Alberto Fernández que ha hecho un claro llamamiento a terminar con la grieta que nos separa, lo que parece un llamado autentico si es fruto de una autocrítica sincera sobre los errores del pasado.