La categoría «detenciones arbitrarias»

Aleardo Laría.

En filosofía, el concepto de “categoría” ha sido objeto de enorme disputa desde que lo utilizó Aristóteles por primera vez hace ya más de 2300 años. Aquí lo vamos a emplear en el sentido de “categoría semántica”, es decir que utilizamos un concepto o una expresión para referirnos a un conjunto similar de rasgos. Por ejemplo, la categoría “perro” es diferente a la categoría “lobo”, aunque sus diferencias físicas no siempre sean tan visibles. En temas vinculados al mundo del derecho, tenemos categorías jurídicas, que permiten diferencias unos hechos jurídicos de otros, aunque guarden similitudes de familia.

En nuestra tradición política surgió la categoría de “preso político” para diferenciarla del “preso común”. Eran los detenidos que quedaban a disposición del Poder Ejecutivo en los casos de declaración del estado de sitio. El presidente solo podía arrestarlos o trasladarlos de un punto a otro de la Nación si ellos no prefiriesen salir fuera del territorio argentino (art. 23 CN). Durante la dictadura militar, aplicando la doctrina de la seguridad nacional de un modo cínico y brutal, se detuvo a sospechosos de actividades “subversivas” y luego de torturarlos salvajemente para obtener información, se dispuso su ejecución sumaria y la desaparición de los cuerpos. Como es obvio, a esas personas no se les podía aplicar la simple categoría de “presos políticos” y surgió así la categoría de “detenido-desaparecido” que pronto fue acogida por el Derecho Internacional en la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas de 1994 y la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas de la Asamblea General de Naciones Unidas.

En Argentina, durante el gobierno de Mauricio Macri, se ha producido un nuevo fenómeno jurídico-político que no puede ser asociado a las categorías anteriores por lo que el presidente Alberto Fernández ha sugerido el uso de la categoría de “detenciones arbitrarias” señalando que son el resultado de la aplicación de las tácticas de persecución del lawfare o guerra jurídica. Estas prácticas han consistido en el encarcelamiento de opositores políticos mediante la interpretación abusiva de la prisión preventiva (doctrina Irurzun) o el procesamiento o condena basados en el uso abusivo de la figura del arrepentido para extorsionar y obtener falsos testimonios.

Este modo de violar el derecho a la presunción de inocencia de ciertas personas ha revestido formas muy peculiares dado que se ha intentado dar una apariencia de legalidad a procesos penales que encubrían una manipulación con intencionalidad política. Esta característica genera una dificultad puesto que en el Estado de derecho, las arbitrariedades cometidas por ciertos jueces en el ejercicio de sus competencias, deben ser corregidas por los tribunales de alzada. El problema se presenta cuando esos tribunales de alzada han sido previamente raleados mediante el desplazamiento forzado de los jueces anteriores para cubrirlos con nuevos jueces vinculados políticamente con el gobierno de turno. Decisiones tan arbitrarias como las ejecutadas por el juez Claudio Bonadío nunca podrían haber sido convalidadas por los tribunales de alzada si no se hubieran producido esos desplazamientos y si no hubiera existido una presión mediática y gubernamental ejercida sobre estos jueces.

Es evidente que estamos ante una situación bastante diferente al caso de los “presos políticos” que estaban a disposición del PE. Los “presos políticos” podían ser liberados mediante el dictado de un simple decreto del PE, mientras que aquí son los propios jueces de alzada los llamados a corregir las anomalías en que han incurrido sus colegas de categorías inferiores. Aunque es evidente que alguna Cámara Federal ha sido cooptada por jueces afines al lawfare, los procesos no han acabado y existen instancias abiertas ante la Corte Suprema. Por otra parte, tampoco debemos olvidar que no todas las causas por corrupción pueden atribuirse al lawfare y que ha habido casos -como los de José López y de Daniel Muñoz- que han dado lugar a procesos justificados. Por lo tanto hace falta una fina labor de análisis para determinar las personas que han sido objeto del lawfare de otros procesados que han podido cometer, al menos indiciariamente, verdaderos actos de corrupción. Y esa labor, inevitablemente, en un Estado de derecho, corresponde a los propios jueces.

Existe otro condicionante político. El presidente Alberto Fernández, en su discurso de investidura, ha manifestado que “los argentinos hemos aprendido así, que las debilidades y las insuficiencias de la democracia solo se resuelven con más democracia”. De allí que asumiera el compromiso solemne de que “Nunca Más a una justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos. Nunca más a una justicia que decide y persigue según los vientos políticos del poder de turno. Nunca más a una justicia que es utilizada para saldar discusiones políticas, ni a una política que judicializa los disensos para eliminar al adversario de turno. Lo digo con la firmeza de una decisión profunda: Nunca más es nunca más”.

Este compromiso solemne de restaurar el Estado de derecho le obliga al presidente a ser muy cuidadoso para no repetir arbitrariedades del pasado e intentar que sea el mismo Poder Judicial o el Consejo de la Magistratura el que depure a los jueces y fiscales que han sido operados por los servicios de información para acomodar sus resoluciones a los deseos del poder de turno. Esa politización de un número poco significativo de jueces ha ido en desmedro del conjunto de los integrantes del resto del Poder Judicial, que en su gran mayoría se ajustan a criterios deontológicos y no comulgan con estos criterios. De modo que no es desacertado esperar que, al menos en una primera etapa, sean los propios tribunales los que corrijan sus graves anomalías. Desde luego. se echa en falta una intervención más activa de la Corte Suprema, que debería entender que está en sus manos declarar sin demoras la inconstitucionalidad de alguna de las armas y procedimientos que permitieron el lawfare.

Por otro lado, el gobierno afronta una tremenda presión mediática por parte de los grandes medios de difusión que han acompañado la guerra jurídica del gobierno de Macri con información sesgada y parcial, muchas veces filtrada por los servicios de información del Estado. Estos medios quieren incorporar en el sentido común ciudadano la idea de que el gobierno de Alberto Fernández trabaja por la “impunidad” de los acusados de corrupción, negando la existencia del lawfare. Si el Poder Ejecutivo aplicara medidas que pusieran fin a los procesos abiertos utilizando de un modo irregular el indulto o elevando al Parlamento una ley de amnistía, confirmaría las sospechas lanzadas por los grandes medios y cerraría el tema de un modo inadecuado porque entonces no quedaría acreditada la existencia del lawfare.

Resta señalar que en esta batalla cultural por el sentido común, flaco favor le hace al gobierno de Alberto Fernández alguna iniciativa legislativa desatinada, como la impulsada por un grupo reducido de senadoras, que han diseñado un proyecto legislativo para regular la prisión preventiva que carece del mínimo encaje jurídico. El gobierno de Alberto Fernández está muy bien preparado jurídicamente para implementar cualquier iniciativa en materia de legislación procesal penal dado que el presidente es catedrático de Derecho Penal y la ministra de Justicia es una abogada muy prestigiosa. De modo que no necesita estas ayudas que, por otra parte, lo único que han conseguido es un titular en la tapa de Clarín en el que se denuncia un intento de violar la libertad de expresión y unas declaraciones de Jorge Fernández Díaz en La Nación en el que afirma que “no exagerábamos con el gen chavista del kirchnerismo”.

Trabajar respetando escrupulosamente las instituciones jurídicas es una estrategia difícil, lenta y penosa pero acertada para cerrar la grieta alentada por la guerra judicial del macrismo y conseguir reducir ese 40 % de adhesión que ha conseguido la derecha conservadora en Argentina. Pero hay que evitar caer en los errores propios por ingenuidad, simple precipitación, nerviosismo o ansiedad. Recuperar el Estado de derecho no es ni debe ser sólo una consigna. Es también resultado de un esfuerzo persistente, inteligente y prudente por enderezar el rumbo de un pesado barco todavía a la deriva.