El enemigo tiene menos derechos

Aleardo Laría.

            Según una frase que se atribuye a Immanuel  Kant, “la inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de procesar”. Aplicada la frase al mundo de la política, la inteligencia se manifiesta en la capacidad de abordar la complejidad y utilizar estrategias diferentes frente a situaciones que justifican un tratamiento diferente. Por lo tanto, en un escenario tan complejo como el que ofrece la política argentina, es conveniente afinar las observaciones y evitar responder al “pensamiento único” con una “respuesta única”. Se ha incorporado al lenguaje de la política la palabra lawfare para describir un fenómeno relativamente novedoso en las democracias, consistente en la fuerte intervención de un Gobierno en el Poder Judicial para forzar la imputación penal de los adversarios políticos. Pero acompañando a esta anomalía, en forma paralela aunque desplegándose de modo diferente, opera otra grave distorsión democrática provocada por la politización extrema de la Justicia debido al accionar de algunos jueces que abandonan la neutralidad política que les viene exigida por el rol institucional que ejercen. Contribuye a esta politización de la judicatura la introducción en el discurso penal, de un modo aún difuso, de una concepción de política criminal que pone  en tela de juicio los principios liberales tradicionales del Estado de derecho. Nos referimos al “derecho penal del enemigo”, concepción introducida por el jurista alemán Günther Jakobs y sostenida por un sector de la doctrina penal que sigue sus postulados. En las consideraciones que se formulan a continuación, luego de una breve reseña de los presupuestos teóricos de esta doctrina del derecho penal, intentaremos demostrar que sus postulados se hacen presentes en recientes sentencias dictadas en varios procedimientos penales que tienen fuerte impacto en la esfera mediática de la política argentina.

El derecho penal del enemigo

            En opinión de Jakobs el derecho penal en las sociedades occidentales cambió rotundamente luego de los graves  atentados del 11 de septiembre de 2001 que destruyeron las torres gemelas en Nueva York.  Este cambio en los ordenamientos jurídicos apunta a sancionar la conducta de un sujeto considerado peligroso en una etapa anterior al acto delictivo, sin esperar a que se produzca una lesión posterior tardía. Es decir que se sanciona la conducta y peligrosidad del sujeto antes de que se manifieste en actos concretos. El cambio de perspectiva del “hecho producido” al “hecho por producir”, supone un adelantamiento de la punibilidad, en una forma similar a lo que acontece en el terreno militar con la estrategia de “guerra preventiva”. En opinión del jurista alemán, su doctrina no hace más que recoger una realidad que se ha ido incorporando en los ordenamientos democráticos, consistente en la proliferación de tipos delictivos que apuntan a proteger a la sociedad de la criminalidad organizada. Un ejemplo notorio de esta despersonalización que sufren los individuos considerados enemigos en la sociedad lo ofrece el tratamiento de los prisioneros que Estados Unidos todavía alojados en la base militar de Guantánamo, 19 años después de su detención, sin haber sido sometidos todavía a juicio.

            Jakobs distingue un “derecho penal del enemigo” que contrapone al “derecho penal del ciudadano”. A diferencia de los ciudadanos que han cometido un hecho delictivo, los enemigos son individuos que se han apartado del derecho de un modo duradero mediante su incorporación a una organización criminal. Serían los que rechazan  por principio la legitimidad del ordenamiento jurídico y persiguen la destrucción de ese orden. Aquí debe tenerse presente que el concepto de «enemigo» puede llegar a ser muy amplio, abarcando no solo a los enemigos políticos sino también a los «enemigos sociales», como pobres, inmigrantes o descartables. Por consiguiente, en opinión del jurista alemán, no pueden gozar de las garantías materiales y procesales del derecho penal de los ciudadanos. Las consecuencias de aplicar la nueva doctrina se manifiestan en una doble dirección. Por un lado en la aplicación de tipos penales que anticipan la punibilidad por la sola pertenencia a una organización que opera fuera del Derecho, como acontece con la figura de la asociación ilícita. Por el otro, en el agravamiento de los tipos penales haciendo una aplicación desproporcionada de las penas correspondientes a los hechos delictivos que se atribuyen a los enemigos. Aquí cabe advertir que una cosa son las circunstancias objetivas agravantes -como la habitualidad- que en el derecho penal tradicional justifican una cierta graduación de las penas, y otra diferente es la consideración subjetiva de alguien como enemigo, es decir no-persona, dado que según Jakobs, “un individuo que no admite entrar en un estado de ciudadanía no puede participar de los beneficios del concepto de persona”. Estamos por consiguiente ante una doctrina que desborda la concepción liberal tradicional del derecho de acuerdo con la cual deben quedar excluidos de la responsabilidad jurídico-penal los meros pensamientos.

            Esta nueva concepción del derecho penal se han ido introduciendo en algunos países de América latina a través de algunos programas de asistencia legal financiados por  la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID según las siglas en inglés), en principio dirigidos a modernizar y mejorar la calidad de las instituciones jurídicas. También cabe añadir el aporte desde los Estados Unidos de diversas fundaciones que ofrecen financiación a  ONG’s locales que se suman a estas iniciativas. El modelo punitivo norteamericano se basa en principios utilitaristas propios de la cultura anglosajona, lo que ha dado lugar a numerosos reparos de los juristas garantistas que siguen la tradición del derecho penal europeo y consideran que el fin de la verdad no justifica el uso cualquier medio. Un ejemplo notorio de esta penetración jurídico-cultural la ofrece la  incorporación de los denominados “acuerdos de delación premiada” que permiten reducir la escala penal aplicable a los “arrepentidos”.  Pensada originariamente para los casos de narcotráfico o lavado de dinero, se adoptó posteriormente para los delitos denominados de corrupción, en los que generalmente se ven implicados funcionarios públicos, lo que se presta al uso selectivo según se trate de “amigos” o “enemigos” políticos. La figura del delator premiado en causas de corrupción fue incorporada al Código Penal argentino por  una iniciativa de la coalición Cambiemos sancionada por el Congreso de la Nación en octubre de 2016. Como se ha podido comprobar ahora, luego de las extrañas vicisitudes de la causa “Cuadernos”, la combinación de esta figura con el uso arbitrario de la prisión preventiva solo ha servido para obtener confesiones guionadas por el fiscal, arrancadas en un regateo vergonzante, realizado en la penumbra de los despachos.  

            En el plano local, otra figura penal que obedece a esta concepción del derecho penal del enemigo es la prevista en el artículo 210 del Código Penal que establece una pena descomunal (de tres a diez años) para el que tomare parte en una asociación o banda de tres o más personas destinadas a cometer delitos por el solo hecho de ser miembro de la asociación. La figura no es de lesión o resultado porque no exige que se produzca un perjuicio determinado sino que basta para su aplicación la idea abstracta del simple peligro que supone la pertenencia de alguien a la organización. Es justamente la aplicación forzada de esta figura la que permitió al creativo juez Claudio Bonadío implicar a Cristina Fernández en cinco asociaciones ilícitas por la sola circunstancia de ostentar el cargo de Jefe del Estado, asimilando al Gobierno a una organización criminal.  Otra manifestación de esta concepción del derecho penal se ha colado con la denominada “doctrina Irurzún”, en virtud de la cual un imaginativo camarista, devenido en diletante  legislador, amplió las causas que justifican la prisión preventiva, disponiendo que cabía aplicarla a ciertos políticos por la peligrosidad que representaba la circunstancia de haber ostentando un cargo público.

La recepción en sociedades polarizadas

            Analicemos ahora los riesgos que supone la aplicación del derecho penal del enemigo en sociedades fuertemente polarizadas como la sociedad argentina, donde todo aparece mediatizado por visiones ideológicas convertidas en cruzadas morales. Asistimos a una serie de fenómenos convergentes que ejercen enorme presión sobre la Justicia. Por un lado nos encontramos con los “juicios mediáticos paralelos”,  que se celebran al margen del poder jurisdiccional del Estado haciendo un uso abusivo de la libertad de expresión. En estos procesos paralelos la prensa acusa, aportando pruebas documentales, pericias, declaraciones de testigos y arrepentidos, sin que la defensa tenga derecho al control de ese material probatorio. Es decir que es una información condicionada por los prejuicios ideológicos o políticos del medio. De este modo se produce un enjuiciamiento que vulnera los derechos y garantías que rodean la celebración de un juicio bajo el Estado de Derecho. Estos juicios mediáticos vulneran la presunción de inocencia porque  su objetivo político es imponer la idea de culpabilidad. Como señala Ana María Ovejero Puente, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad Europea de Madrid, “los juicios paralelos pretende imponer una determinada versión de lo sucedido, ejerciendo presión sobre el Poder Judicial con ánimo de condicionar la sentencia para que se produzca el castigo en el sentido deseado por el medio de comunicación”. Junto con el populismo mediático de los medios opera luego el de las redes sociales que elaboran mensajes simplificados, que persiguen la demonización de los adversarios políticos convirtiéndolos en enemigos declarados y atizando los sentimientos de odio.  Aquí es donde se produce una conexión de enorme relevancia entre el clima que ha ido preparando el “periodismo de guerra” con la concepción del derecho penal del enemigo. Como señala el catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Cancio Meliá, el derecho penal del enemigo no es un derecho penal del hecho sino de autor, que demoniza (excluye) a determinados grupos de infractores al considerarlos representantes humanos del mal; algo más grave que el ser simplemente culpables.

            Este clima de demonización, propiciado por los medios, unidos a la incorporación consciente o inconsciente por algunos jueces de la teoría penal del enemigo, puede brindar la clave explicativa de algunas notas peculiares que arrojan las sentencias que se han dictado en este último tiempo en casos de indudable repercusión mediática y social. Esas notas de rareza son los elevados montos de las penas por los delitos presuntamente cometidos y la existencia de una división de opiniones entre jueces rigoristas y jueces garantistas que dejan expuestas la fuerte resistencia a avalar ciertas interpretaciones autoritarias del derecho.  De modo que se verifica que la polarización extrema de la sociedad ha arrojado como resultado una polarización espejada en el seno del Poder Judicial, lo que no es una buena noticia para la democracia que garantiza el derecho a ser juzgado por un tribunal independiente e imparcial. Ejemplos ilustrativos de la penetración de las nuevas ideas rigoristas, se verifican en el análisis de dos sentencias recientes donde se enfrentan claramente dos modos diferentes  de abordar y resolver los casos, lo que  acarrea graves consecuencias en la escala penal aplicada. Un análisis completo de estas sentencias, haciendo consideraciones sobre la culpabilidad o inocencia,  queda fuera de nuestros propósitos dado que esa misión corresponde a los abogados defensores. Al centrarnos exclusivamente en el tema de la valoración de la pena que hicieron los jueces queremos dejar al descubierto ese inusual rigorismo punitivo que solo puede ser entendido incorporando los presupuestos políticos y doctrinarios que analizamos  en esta nota.

El caso “Ciccone I”

            En el denominado caso “Ciccone I” ex vicepresidente Amado Bodou  fue condenado a 5 años y 10 meses de prisión por la comisión de dos delitos: uno de cohecho pasivo y  otro de negociaciones incompatibles con la función pública. La  sentencia original fue ratificada en Casación y luego llegó a la Corte con un recurso de queja que el máximo tribunal se limitó a denegar invocando el polémico artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial, que –según la rebuscada interpretación de la Corte- habilita al máximo tribunal a denegar un recurso sin fundamentar las razones del rechazo. La sentencia del Tribunal Oral N° 4, confirmada en casación, es una sentencia muy extensa, de 992 folios, en la que se analizan temas jurídicamente muy controvertidos por la doctrina como el alcance del delito de cohecho pasivo en sus diversas variantes (propio o impropio).  En su voto,  la jueza María Gabriela López Iñiguez, postula la aplicación de una pena menor  argumentando que, si bien se puede atribuir a Bodou el rol de haber intervenido en las negociaciones por la venta de Ciccone a través de su amigo Núñez Carmona,  el delito de cohecho pasivo propio es más difícil de aceptar porque nunca poseyó acciones de la sociedad “The Old Fund” ni figuró como miembros de su directorio ni actuó como representante o apoderado ni suscribió ningún documento en nombre o representación de esa sociedad que pertenecía, en principio, al coimputado Alejandro Vanderbroele. Añade que para confirmar la versión de Vanderbroele –quien manifestó que seguramente había un acuerdo entre el banquero Jorge Brito y Amado Bodou- haría falta conocer los resultados de la investigación que se llevaba en otro procedimiento (Ciccone II) para levantar el velo de las sociedades que fueron usadas para canalizar la inversión y que están controladas por la sociedad uruguaya Dusbel SA de acciones al portador. En síntesis, resulta muy llamativo que como consecuencia de un incomprensible desgajamiento de  las causas (Ciccone I y Ciccone II) la primera no se pueda resolver correctamente sin conocer los resultados de la investigación que se lleva a cabo en la otra.  A esta notable incoherencia se suman dos hechos conocidos con posterioridad que arrojan dudas sobre el tratamiento imparcial del caso. Según se ha sabido luego del fallo, la confesión de Alejandro Vanderbroele fue premiada aprovechando su calidad de testigo protegido en el otro procedimiento, con 4 millones de pesos para instalar un hotel boutique en Mendoza. El otro dato llamativo es que a la “delación premiada” de Vanderbroele se ha sumado el “ascenso premiado” del camarista Pablo Bertuzzi que intervino en este caso y fue ascendido irregularmente a Casación por decreto del presidente Mauricio Macri. Circunstancias que tornan incomprensible que la Corte Suprema se haya apresurado a librarse de tan enojoso asunto, acudiendo al mágico recurso de invocar el  280 del Código Procesal Civil. 

El caso Lázaro Báez

            En la sentencia dictada en el proceso incoado contra Lázaro Báez y sus hijos, si bien no se han dado a conocer todavía los fundamentos del fallo, existe general coincidencia en apreciar la notable desproporción de las penas. Antes de avanzar  en el tema  conviene tener presente ciertas peculiaridades de esta figura penal. La conducta de lavar bienes provenientes de un ilícito penal fue incorporado en el año 2000 al Código Penal como forma agravada de encubrimiento y en el 2011 se reconfiguró como un delito autónomo atentatorio del orden económico y financiero. Según la literalidad del artículo 303 del CP, se reprime con prisión de tres a diez años y multa de dos a diez veces del monto de la operación, al que de cualquier modo pusiere en circulación en el mercado bienes provenientes de un ilícito penal. La pena se agrava si el hecho es realizado como miembro de una asociación formada para la comisión continuada de hechos de esta naturaleza o con inhabilitación de tres a diez años cuando el autor fuese funcionario público. En la nueva redacción se menciona a los «bienes provenientes de un ilícito penal», en lugar de provenientes de un “delito»,  contenidas en la anterior redacción, con lo cual ni siquiera hace falta probar la existencia del delito precedente y basta la mera sospecha que ligue los bienes lavados con aquellos que fueron obtenidos merced a la comisión del ilícito previo. El resultado práctico de esta reforma es que ahora, cualquiera que sea el ilícito precedente, si se detecta que se ha intentado introducirlo en el mercado un bien, se admite  la posibilidad de una doble imputación. El calado de esta reforma debe medirse teniendo en cuenta que se calcula que son 400.000 millones de dólares lo que permanecen en cuentas de argentinos en paraísos fiscales y que han sido 254.000 personas las que se acogieron a la amnistía fiscal del gobierno de Macri. Es decir que la mayoría de estas personas utilizaron “cuevas”, al igual que hizo Báez, para sacar el dinero al exterior lo que supone que han estado o están potencialmente expuestas a recibir condenas penales por lavado de la envergadura de las que recayeron sobre Báez y sus hijos. Consideración que formulamos sin ánimo de excusar la reprobable práctica de la fuga de capitales sino para que intuitivamente se tenga consciencia de la evidente desproporción punitiva que llevan implícitas estas figuras de peligro. Por este motivo, Luigi Ferrajoli en “Derecho y razón” sostiene  que la doctrina garantista del derecho penal es reacia a la incorporación de “figuras delictivas que están sujetas a valoraciones, impresiones y opciones discrecionales,  y que tales espacios son tanto mayores cuanto más indirecta es la relación de causalidad entre acción y resultado, como ocurre en los casos de concurrencia de sujetos, cooperación,  y conspiración, definidos a veces por la ley con fórmulas genéricas y elásticas”.   

            Según lo expresado por la jueza María Gabriela López Iñíguez en un texto aclaratorio de su voto,  en el caso de Lázaro Báez habría quedado probado que el empresario amasó una fortuna de dinero proveniente en su mayoría de actividades legales pero que canalizó en “negro” incurriendo en un eventual ilícito fiscal. Se supone también que pudo haber hecho uso de facturas falsas, hecho que está siendo objeto de investigación en otro procedimiento en los tribunales de Bahía Blanca. Añade la jueza que a su entender la prueba no demostró “la otra hipótesis que acompañó desde su inicio mediáticamente a esta causa, pero que jurídicamente se incorporó a ella recién en abril de 2016, sugestivamente luego de un cambio de gobierno, y a través del polémico arrepentido Leonardo Fariña, cuyos aportes concretos y verosímiles al esclarecimiento de algunos hechos deben ser analizados detalladamente y con sumo cuidado”. Con estas palabras se refiere a los reiterados intentos de vincular a Cristina Fernández con esta causa a pesar de que el juez instructor del caso, Sebastián Casanello, consideró que no había razones para ello. Explica luego la jueza que su voto, propiciando una condena inferior frente a los 12 de la condena mayoritaria, obedece al hecho de que “las acusaciones no se hicieron cargo correctamente de un problema relevante que traía este caso: la sucesión de leyes penales en el tiempo ocurrido durante el desarrollo de los hechos aquí juzgados, que introdujo “ex post facto” en el Código Penal Argentino una conducta que antes no era delito y que luego sí lo fue (el “autolavado”), desconociendo el principio general del derecho de la ley más benigna”. Por lo tanto, es evidente que estamos ante fuertes discrepancias entre los jueces sobre la escala penal aplicable, lo que resulta llamativo, sin perjuicio de que habrá que esperar la redacción de los fundamentos de la sentencia para hacer un análisis más profundo. No obstante, como recurso para reforzar el hilo argumental de esta nota, es inevitable hacer referencia a una serie de graves irregularidades que acompañaron a esta causa y que brevemente expuestas son las siguientes: 1) existieron presiones, recogidas en un audio,  del fiscal Guillermo Marijuan sobre Báez para que implicara a Cristina a cambio de la libertad de sus hijos; 2) hubo intentos de desplazar al juez natural de la causa Sebastián Casanello fraguando un supuesto encuentro con CFK en la residencia de Olivos, que ha dado lugar al procesamiento y condena de dos testigos falsos puestos por la AFI; 3) se produjeron reiteradas e insólitas peticiones del camarista Martín Irurzún para que Casanello se apartara de su línea de investigación; 4) se han acreditado escuchas ilegales de la AFI a los abogados de Báez cuando se reunían con su cliente en el penal de Ezeiza; 5) se registró un encuentro  entre el ministro de Justicia Germán Garavano y Leonardo Fariñas en el despacho ministerial  para  conseguir su declaración como “testigo protegido” en esta causa; 6) se probó la participación de abogadas contratadas por la AFI en la preparación de la declaración guionada de Fariñas; 7) existe una denuncia penal formulada por el ex juez federal Carlos Rozanski en la que asegura que debido a que no excarcelaba a Fariñas fue extorsionado por el ex ministro Garavano para forzar su jubilación bajo amenaza que de lo contrario se le armaría  un proceso ante el Consejo de la Magistratura; 8) se produjo la detención preventiva de Báez en el Aeropuerto de San Fernando en base a un dato falso suministrado por la AFI consistente en afirmar que la aeronave no tenía “plan de vuelo”; 9) se verificó la prórroga ilegal de la prisión preventiva que según la ley en ningún caso puede superar los tres años y aquí sobrepasó los cinco años.

Los sesgos cognitivos

            A la vista de lo expuesto, cabe ahora regresar a la teoría penal del enemigo y valorar si de algún modo podría explicar el rigorismo penal de los jueces que conformaron estas mayorías generadoras del punitivismo más extremo en las sentencias que hemos comentado. Existe un amplio consenso en la literatura jurídica, en especial en la norteamericana, sobre la existencia e influencia de los sesgos cognitivos en las decisiones jurisdiccionales. Una prueba elocuente de estos sesgos la ofrece la lectura de los whatsapps intercambiados entre el juez Sergio Moro y los fiscales que acusaron a Lula Da Silva en Brasil.  Se trata de un tema tan amplio que escapa a las posibilidades de esta nota y siempre resultará muy difícil establecer el peso que han tenido en el sesgo cognitivo de un juez factores tan diversos como la polarización ideológica, los juicios mediáticos paralelos o la doctrina penal del enemigo. Pero si queremos librar una batalla por el sentido en nuestra sociedad para que se imponga la buena doctrina jurídica penal que rechaza tratar a los imputados como pertenecientes al bando de los enemigos, la teoría de Jakobs ofrece un buen flanco para la crítica. Debemos pensar que la tesis del lawfare,  arrastra un inevitable tono conspirativo, acorde con el uso de las franquicias otorgadas a los servicios de inteligencia del Estado, lo que las hace poco aptas para interpelar a jueces que no se sienten formando parte de ninguna trama. Por consiguiente, si estamos ante un problema de sesgo ideológico,  la manera de combatirlo es convocando a los jueces probos para que las sentencias sean resoluciones justas, bien argumentadas y desprovistas de connotaciones políticas o mediáticas. Las decisiones judiciales dirigidas a contentar a un sector de la tribuna no solo dañan el prestigio del Poder Judicial sino que perturban gravemente el devenir democrático de nuestra sociedad. La imparcialidad exigida a los jueces no debe ser solo funcionalmente presumida. Debe ser reconocida por el equilibrio y la proporcionalidad, que son los modos de manifestación práctica.  Como advierte Luigi Ferrajoli, “una sentencia es válida y justa no porque es querida o compartida por una mayoría política, sino porque está fundada en una correcta comprobación de sus presupuestos de hecho y derecho”.

(Esta nota ha salido publicada en el portal online “El cohete a la luna”)