Contra el gobierno de los jueces

Aleardo Laría.

Uno de los argumentos más utilizados contra la iniciativa legislativa que promueve el juicio político contra los integrantes de la Corte Suprema es que no se puede juzgar a los jueces por el contenido de sus sentencias. Según la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), integrada por juristas como Ricardo Gil Lavedra y Alejandro Carrió, resulta inadmisible “que se intente remover de sus cargos a los magistrados de la Corte Suprema con argumentos que, principalmente, se basan en el contenido de sus sentencias”.  Este criterio puede tener cierta validez cuando se trata de las sentencias dictadas por los tribunales ordinarios, donde existe siempre una doble instancia que permite la corrección de los errores cometidos en la instancia anterior. Pero en el caso de los jueces de la Corte Suprema, sus resoluciones son definitivas, sin posibilidad de recurso alguno, de modo que no existe otro procedimiento que el juicio político cuando sus decisiones son consideradas arbitrarias o invaden claramente las competencias reservadas a los otros poderes del Estado. La fórmula del artículo 53 de la Constitución Nacional es tan amplia que dentro de la figura del “mal desempeño” entra todo tipo de admoniciones. A modo de compensación, la mayoría especial de dos tercios de los miembros presentes de la Cámara de Diputados para dar lugar a la formación de causa que contempla la norma, ofrece ciertas garantías de que solo cuestiones de gravedad institucional pueden superar ese listón. No obstante cometeríamos un error si nos limitáramos a simples consideraciones de forma. Estamos ante un juicio político, y son el peso de las consideraciones políticas las que determinan tanto la legitimidad del proceso abierto como las que tendrán relevancia en el resultado.

Consideraciones previas   

Antes de ir al análisis de los fundamentos políticos de la iniciativa que estamos analizando, conviene precisar algunas cuestiones previas. El control de constitucionalidad de las leyes que ejerce la Corte Suprema es una creación pretoriana, es decir consecuencia de una decisión adoptada por la propia Corte pero que no está regulada en ninguna ley. Como señala Ricardo  Haro en El control de constitucionalidad (Ed. Zavalía) “toda declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica es un acto de suma gravedad institucional, a través del cual se manifiesta una de las formas más eminentes de la dimensión política del Poder Judicial, que en el sistema de control difuso realizan todos los jueces que lo integran, cualquiera su jerarquía y fuero, con la Corte Suprema de Justicia de la Nación como intérprete final”. Este sistema de control constitucional por la Corte Suprema ha sido tomado de la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos que, ante las graves consecuencias del control encomendado, dispuso, en un famoso fallo del juez Frankfurter, que la declaración de inconstitucionalidad requiere como condición sine qua non la previa existencia de caso o controversia judicial y  que ese requisito sea observado rigurosamente para la preservación del principio de la división de los poderes. Esa autolimitación jurisprudencial fue adoptada también por la Corte argentina, lo que le impide realizar  declaraciones generales y directas de inconstitucionalidad de las normas o actos de los otros poderes en tanto su aplicación no haya dado lugar a un litigio contencioso. Este es justamente el criterio que la Corte vulneró cuando declaró la inconstitucionalidad de a ley que regulaba el Consejo de la Magistratura, efectuada a partir de un pedido abstracto del Colegio de Abogados  de la Ciudad de Buenos Aires.

Un segundo problema que se presenta con el control de constitucionalidad ejercido por la Corte Suprema es que sus integrantes tienen un mandato vitalicio (art. 110 de la CN). Es evidente que cuando un funcionario público es inamovible y tiene un mandato vitalicio aumenta su sensación de invulnerabilidad. Una legitimidad ilimitada en el tiempo no es democrática  y  existe el riesgo de que quede desvinculada del sentir de la ciudadanía. Es por este motivo que en algunas constituciones europeas, siguiendo los lineamientos de Hans Kelsen, se ha establecido que el control de constitucionalidad sea ejercido por un Tribunal Constitucional  integrado por jueces que duran un tiempo prefijado de tiempo y luego deben ser reemplazados. Estos tribunales constitucionales no integran el Poder Judicial y se consideran tribunales políticos por antonomasia. A modo de ejemplo, la Constitución Española establece en su artículo 159.3 que “los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un período de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres”. El Tribunal Constitucional en España está compuesto por doce miembros que son nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso de Diputados por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. Cabe añadir  aquí, para completar el panorama jurídico español, que el Tribunal Supremo de España está integrado por 81 magistrados que se dividen en  cinco salas. Circunstancia que permite poner de relieve la absurda situación en Argentina donde cuatro jueces atienden los asuntos que en España están en manos de dos tribunales que en total suman 93 magistrados. Como es sabido, dado que esos cuatro jueces no pueden abordar todos los asuntos que se le presentan, utilizan  “colaboradores” que son los que redactan la mayoría de las sentencias. De modo que en la práctica la decisión de decidir está siendo ejercida por personas que carecen de toda legitimidad.  Lo paradójico es que una ley del Gobierno que aumenta el número de jueces de la Corte a 15 está paralizada porque la oposición, en una actitud recalcitrante,  se niega a tratarla. 

El control de constitucionalidad

El control de constitucionalidad sobre las leyes dictadas por el Congreso puede ser leído de muchas maneras. Para algunos puede ser la defensa de las minorías frente a la “tiranía de la mayoría”. Pero también puede ser contemplado como una rémora democrática cuando un reducido número de jueces, que no han sido elegidos en forma democrática, se amparan en interpretaciones sesgadas del texto constitucional para alterar, modificar o anular   la voluntad soberana adoptada en sede parlamentaria. El filósofo del derecho que más ha profundizado esta cuestión, adoptando una posición radicalmente crítica contra el control judicial de constitucionalidad, es Jeremy Waldron, un profesor neozelandés que enseña en la Universidad de Nueva York en los Estados Unidos. En el ensayo Contra el gobierno de los jueces (Ed. Siglo XXI), con prólogo de Roberto Gargarella, Waldron opina que el control de constitucionalidad “es políticamente ilegítimo en lo que concierne a los valores democráticos (dado que) al privilegiar el voto mayoritario de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuentas, el control judicial priva de sus derechos a los ciudadanos comunes y deja de lado preciados principios de representación e igualdad política en la resolución final de cuestiones sobre derechos”. Añade que los jueces, en cuestiones que dividen a la sociedad como el aborto o la eutanasia, se aferran a los textos constitucionales que en ocasiones tienen más de un siglo de antigüedad, utilizando interpretaciones alambicadas para no aventurarse a discutir las razones morales de forma directa. “Si los jueces se atribuyen un poder de veto amplio y fundamental sobre las políticas generales del Gobierno y sobre los términos de la Constitución, entonces los costos no pueden entenderse sólo como una pérdida concreta para la democracia. Es una pérdida en términos del proyecto más amplio de autogobierno; de la posibilidad de que el Estado de derecho rija también en la esfera más alta de la sociedad (que hoy se entiende que ocupan los jueces); y de la soberanía popular, que debe ser el locus de la responsabilidad última por la Constitución”.

Waldron ridiculiza la expresión tantas veces utilizada de “tiranía de la mayoría” y considera que este argumento es meramente retórico puesto que “la tiranía estará presente en casi cualquier desacuerdo sobre derechos; la parte que esté a favor de un entendimiento más amplio de un determinado derecho (o la que afirme reconocer un derecho que la otra parte niega) pensará que la postura de la parte opuesta es potencialmente tiránica. Las instituciones democráticas a veces toman e imponen decisiones incorrectas sobre los derechos, lo cual significa que ocasionalmente actúan de forma tiránica. Pero lo mismo vale para cualquier proceso de toma de decisiones. Los tribunales también actúan a veces de manera tiránica”.

El activismo político de la Corte

El activismo político de la Corte argentina queda reflejado en una serie de resoluciones de carácter político, en las ha hecho prevalecer su criterio sobre el de otras instituciones que tienen igual o mayor legitimidad.  Frente  a la decisión del Consejo de la Magistratura que intentó corregir las irregularidades cometidas por el gobierno de Macri que había trasladado a los magistrados Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli   por decreto, la Corte intervino por considerarlo una cuestión de “gravedad institucional”  y ofrecer una solución distinta a las del Consejo  que en la práctica se ha traducido en que estos jueces siguen tan campantes en sus puestos, firmando sentencias, como si nada hubiere pasado. Es un hecho notorio que la Corte Suprema nunca aceptó de buen grado la existencia de un órgano como el Consejo de la Magistratura que le hurtaba competencias que tradicionalmente venía utilizando por medio de acordadas. La Ley 48 que le otorgaba a la Corte la facultad de dictar las acordadas necesarias para la ordenada tramitación de los pleitos quedó tácitamente derogada con la sanción de la Constitución de 1994 y la Corte solo conserva la facultad de dictar su reglamento interior y nombrar a sus empleados (art 113 CN). De modo que la Corte Suprema ya no tiene ninguna competencia para inmiscuirse a través de acordadas en cuestiones vinculadas con la designación, traslado o cese de magistrados y menos para darle instrucciones al Consejo de la Magistratura. Estamos asistiendo a la abducción más abyecta del Consejo de la Magistratura por parte de la Corte, lo que supone un grosero alzamiento  contra el esquema institucional creado por la Constitución de 1994.

En la reciente resolución en virtud de la cual se hace lugar a la medida cautelar solicitada por la CABA, se reconoce a la Ciudad de Buenos Aires el estatus de ciudad constitucional federada. Es una denominación que no aparece en el texto de la Constitución de 1994, de modo que estamos nuevamente frente al derecho creativo reformando nada menos que un texto constitucional por la vía espuria de la interpretación pretoriana.  El art. 75.2 de la Constitución estableció que una ley convenio, sobre la base de acuerdo entre la Nación y las provincias, instituirá el nuevo régimen de coparticipación de los impuestos directos e indirectos. Esa ley no se ha dictado aún, pero el presidente Macri, mediante un simple decreto, le asignó una coparticipación mayor a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires  elevándola del 1,4 % fijado en la ley anterior al 3,75 % con el pretexto de cubrir los gastos de transferencia de la Policía de la ciudad. Luego el presidente Alberto Fernández enmendó esa decisión, también por decreto, y finalmente el Congreso Nacional sancionó la Ley 27.606 mediante la cual restableció el 1,4 % de la masa de impuestos recaudados más “el monto equivalente al costo de funcionamiento de la policía de la Ciudad de Buenos Aires que se le transfirió en el año 2016”. El Gobierno de la CABA presentó ante la Corte Suprema una demanda por inconstitucionalidad de la norma alegando que “genera una disminución en los fondos coparticipados que le corresponden” y la Corte, haciendo lugar a una medida cautelar, ordenaron que hasta tanto se dicte el fallo definitivo, el Estado nacional debe entregar a la Ciudad el 2,95 % de los fondos coparticipables. La cuestión política subyacente es la siguiente: si la propia Constitución estable que una ley convenio, basada en un acuerdo entre la Nación y las provincias, fijará los porcentajes de la coparticipación ¿en base a que criterio cuatro jueces se arrogan el derecho a establecer ese porcentaje de coparticipación dejando sin efecto la ley que lo regulaba?

Otro caso escandaloso de  intervención política de la Corte Suprema se ha producido con el fallo que declaró la inconstitucionalidad de la ley  26.080 que regulaba el Consejo de la Magistratura. Se trata de una resolución claramente arbitraria puesto que la Corte  ya había declarado la constitucionalidad de la norma en el caso Monner Sans. El argumento utilizado para apartarse del principio de cosa juzgada es francamente ridículo. Según los jueces, en el caso Monner Sans  se había cuestionado la constitucionalidad porque se alegaba que la ley 26.080 no consagraba una representación “igualitaria” de los estamentos, mientras que en el caso actual se habría cuestionado la “falta de equilibrio”. Se trata de un argumento farisaico que contradice la propia jurisprudencia del tribunal, dado que la Corte tiene decidido que cuando entra a juzgar un caso lo hace de un modo amplio, sin que quede condicionada por las alegaciones de las partes o el contenido de las sentencias recurridas.  Por otra parte, como hemos señalado, la Corte también tiene declarado que no le corresponde efectuar declaraciones de inconstitucionalidad en abstracto, es decir fuera de una causa concreta en la que debe aplicarse la norma supuestamente en pugna con la Constitución como ha acontecido en este caso. Por último, la decisión de dar vigencia a una ley que había sido derogada por el Congreso, constituye una decisión inédita, que no registra precedente  alguno en el mundo. De modo que estamos claramente ante decisiones políticas, donde cuatro jueces (o en este caso tres) hacen prevalecer sus opiniones invalidando decisiones que habían sido adoptadas por el Congreso Nacional.

Como bien señala el profesor Jeremy Waldron, en un Estado de derecho no es admisible que la opinión de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuanta ante nadie, prevalezca sobre las decisiones adoptadas por el Congreso Nacional, sede de la soberanía popular. Son decisiones gravísimas, que dañan la estructura básica del sistema de división de poderes, dejando de lado el principio democrático de representación. Nunca han sido más oportunas las palabras de Abraham Lincoln citadas por el profesor Waldron: …”el ciudadano sincero debe reconocer que, si la política del gobierno sobre cuestiones vitales que afectan a toda la población ha de ser irrevocablemente determinada por las decisiones de la Corte Suprema, [ … ] el pueblo habrá dejado de ser su propio gobernante, habrá renunciado en la práctica a su  gobierno y lo habrá dejado en manos de ese ilustre tribunal”.

(Esta nota salió publicada en el portal digital El Cohete a la Luna)