Aleardo Laría.
La película “Relatos Salvajes” (2014) del director Damián Szifrón, fue considerada por alguna crítica como una mirada impiadosa sobre una sociedad argentina siempre crispada y atenazada por la corrupción, la desigualdad social y la anomia. Si bien era una obra de ficción, la similitud con hechos de la vida diaria de los argentinos la asimilaban a un testimonio documental. No pasa una semana sin que surja alguna noticia que merece ser incorporada a la saga del filme.
El diario “Clarín” se ha hecho eco de una “historia increíble”. Un remisero fue acusado de violación y terminó siendo vejado en la cárcel. Luego se descubrió que era inocente y un comisario y un oficial ayudante de la Policía Bonaerense fueron condenados por “armarle” una causa, aunque ninguno de los policías irá preso. El Tribunal en lo Criminal N° 2 de San Martín halló a los policías autores de un delito de “falso testimonio calificado” por haber usado a tres víctimas de abuso sexual para “armar” la causa contra el chofer “Carlos D” pero la condena a dos años es condicional y no supone la entrada en prisión de los policías condenados.
El caso se abrió cuando en Malvinas Argentinas la policía registró la denuncia de tres víctimas de violación entre octubre y diciembre de 2012, supuestamente cometido por un remisero que, según las denunciantes, conducía un Fiat Duna blanco. El oficial encargado de la investigación, sin reunir demasiadas evidencias, le atribuyó la responsabilidad a “Carlos D” y ordenó su detención. Cuando lo metieron con los presos comunes en la seccional de Tortuguitas, estos le aplicaron la vieja costumbre carcelaria de “violar a los violadores” y fue sometido a innumerables vejámenes. Fue liberado algunos meses después, cuando los estudios de ADN determinaron que no era el autor.
Lo que se pudo determinar posteriormente es que uno de los oficiales de policía les mostró a las mujeres violadas la foto del detenido y les dio precisas instrucciones para que lo señalaran en la rueda de reconocimiento. Como manifestaron luego los jueces en su pronunciamiento “si no hubiera habido ADN, el daño provocado por las mentiras, falsedad y tergiversaciones sin duda se hubiese agravado para la persona preventivamente detenida”. El abogado del defendido, Walter Reinoso, se mostró satisfecho con el fallo porque “se decidió condenar a un comisario, cuando habitualmente se corta el hilo por lo más delgado”. La fiscal, Verónica Pérez, había solicitado la absolución del comisario y solo dos años de prisión para el oficial ayudante “por incumplimiento de los deberes de funcionario público”.
Este sintético relato del dramático caso nos permite formular algunas observaciones que se sitúan en el plano más sociológico que jurídico. En primer lugar, no es una novedad que la policía en Argentina “arma” causas contra personas inocentes para obtener ascensos, premios u otros beneficios económicos. Estamos ante una primera anomalía reveladora del grado de corrupción moral en unas instituciones que juegan con la vida y la libertad de los ciudadanos.
La segunda anomalía es la relativa lenidad con la que actúa el Poder Judicial a la hora de juzgar estos comportamientos. Una fiscal solicitó la absolución del comisario comprometido y los jueces terminaron aplicando una pena que conlleva la condena condicional para un delito de la gravedad como el que reconocen que se ha cometido. Si las penas no son acordes con la envergadura del hecho, el riesgo que se corre es que no se ponga fin a este tipo de prácticas.
Fue Carlos Nino quien utilizó el concepto de “anomia boba” para caracterizar el comportamiento de los argentinos. Si por anomia se entiende la ausencia o inaplicación de las normas que regulan la sociedad, al añadirle el adjetivo de “boba” Nino quiso enfatizar que, en el fondo, se trataba de comportamientos estúpidos, puesto que todos salíamos perjudicados. La proverbial “viveza criolla” no es más que otra denominación del mismo fenómeno.
Se suele poner el acento en la corrupción –que es una de las manifestaciones de la anomia- pero ésta es una mirada parcial, que coloca en el disparadero a la clase política, pero exime de responsabilidad a la sociedad en su conjunto. Se trata de un error, puesto que los comportamientos anómicos comprenden una serie más amplia de conductas que corroen al conjunto de la sociedad. Participan en ese juego mefistofélico tanto policías como abogados, jueces, empresarios, dirigentes sindicales, políticos, funcionarios públicos, “espías”, escribanos y un largo etcétera que engloba a todos aquellos que por obtener una ventaja económica no dudan en infringir la ley.
Eduardo Fidanza describió hace tiempo el “decálogo de la anomia argentina”. Colocó allí una lista muy amplia de comportamientos sociales: la recíproca negación de legitimidad de las fuerzas políticas que se enfrentan en el terreno de la política; el ciego egoísmo de los grupos corporativos; el ejercicio de la violencia de hecho por parte de piquetes, barras bravas y patotas; la utilización del Estado para fines partidarios y la inevitable consecuencia de lo anterior, es decir la deserción del Estado de sus funciones básicas; la pérdida de identidad de los partidos políticos que se entretienen en librar batallas alrededor de una agenda de coyuntura; la falta de consensos básicos acerca del perfil institucional y de una agenda compartida de desarrollo; el autismo de las élites –“una extravagancia que el mundo no está en condiciones de tolerar”-; la elevada desigualdad y la irresponsabilidad en la gestión macroeconómica, cuando se oculta que las necesidades se atienden según los recursos disponibles.
Las sociedades anómicas no progresan al ritmo de las sociedades mejor organizadas porque el progreso es fruto de la capacidad de conectar entre sí a muchos seres humanos alrededor de objetivos compartidos. Si bien todos los sectores sociales contribuyen en Argentina a instalar un clima de anomia generalizado, la responsabilidad principal le cabe a la clase dirigente, puesto que su conducta se transmite, en cascada, a todos los grupos sociales. Son los llamados a liderar, con el ejemplo, los cambios en los comportamientos anómicos. De allí la importancia que tiene que no convaliden con su accionar lo que debe ser erradicado.