
Aleardo Laría.
La Comisión de Disciplina y Acusación del Consejo de la Magistratura, gracias a una mayoría oficialista, ha citado al juez Daniel Rafecas para formular su descargo por “presunto mal desempeño en sus funciones” imputándole haber dictado una resolución por la que desestimaba la denuncia del fiscal Alberto Nisman contra Cristina Kirchner por inexistencia de delito. Sorprende la decisión de la Comisión de Disciplina del Consejo de la Magistratura. Hasta ahora, la acusación de mal desempeño se ha venido sustentando en la desidia del juez en la atención de los asuntos que le han sido encomendados. Es difícil encontrar algún antecedente donde esa imputación se haga extensible a un juez por la celeridad en el tratamiento de un caso o por el contenido de una sentencia que fuera confirmada en segunda instancia.
Se acusa a Rafecas de una “insuficiente actividad procesal” ya que según el escrito “no hubo producción de pruebas”. También se le recrimina haber incurrido en un “faltante o insuficiente fundamentación” de su decisión, además de una “argumentación falsa y manifestaciones políticas improcedentes” y conjuntamente una “inusual premura en la resolución del caso”. La denuncia inicial contra el juez Daniel Rafecas la habían presentado Elisa Carrió y Waldo Wolf, en 2015, planteando que fue un lapso de tiempo muy breve el que se tomó el magistrado para desestimar la denuncia de Nisman. Como se explicará a continuación, esas acusaciones carecen de toda fuerza argumental.
En relación con la celeridad en proceder al archivo de la denuncia de Nisman, es la misma ley procesal la que le concede al juez un plazo breve, de tres días, para abrir una causa o desestimarla por falta de delito. No todas las denuncias que se presentan dan lugar a una investigación penal y el juez está obligado a hacer una primera evaluación para saber si el relato de hechos de la denuncia se ajusta a algún tipo penal. Como señala el juez Jorge Ballesteros en el fallo que confirmó la resolución de Rafecas, “debe reconocerse que los tribunales penales no son las tablas de un teatro ni sus expediente el celuloide de una película, o que una persona deba quedar sometida a los influjos de un proceso criminal sin otra razón más que la publicidad de su figura”.
No debe olvidarse que la instrucción compromete la reputación, el honor y la tranquilidad de una persona legalmente inocente, de modo que es lógico que antes de abrir un sumario el juez confirme la existencia de indicios racionales que prueben la existencia de una infracción penal. Por otro lado, como se dice en otra sentencia “sería sumamente peligroso instruir sumarios en base a denuncias fundadas en hechos puramente imaginarios o simplemente supuestos, porque con ello, además del perjuicio injustamente producido a las personas implicadas, podría darse lugar a que la denuncia se transformara en medio eficaz de persecución para satisfacer bajos sentimientos de venganza o lucro como consecuencia de la intolerancia que tanto ofusca y perturba a los espíritus”.
Por otra parte debe tenerse en cuenta que la denuncia de Nisman tenía unos rasgos muy particulares que la alejaban de una denuncia normal. Se formulaba contra la presidenta de la Nación y el ministro de Relaciones Exteriores, por haber supuestamente urdido un plan delictivo destinado a dotar de impunidad a los imputados de nacionalidad iraní acusado en la causa AMIA, para que eludan la investigación y se sustraigan a la acción de la justicia argentina. Según Nisman “el medio escogido para canalizar dicha voluntad espuria habría sido el Memorándum de Entendimiento entre el Gobierno de la República Argentina y el Gobierno de la República Islámica de Irán sobre los temas vinculados al ataque terrorista a la sede de la AMIA en Buenos Aires el 18 de Julio de 1994 suscripto en la ciudad etíope de Adís Abeba el 27 de enero de 2013”. Para el denunciante, el tratado era el instrumento propicio para que la única restricción que al momento afectaba la libertad de los acusados de la causa AMIA- las circulares rojas de Interpol- fuera removida.
En relación con esta acusación debe formularse dos matizaciones importantes. Por un lado, cabe tener en cuenta que la firma de un Tratado con una potencia extranjera es un acto político, una de las facultades que nuestra Constitución Nacional reconoce al Poder Ejecutivo y que tal conducta, per se, no puede ser considerada constitutiva de un delito penal, salvo que existan serios indicios que autoricen a sospechar razonablemente lo contrario. No es función de los jueces referirse al mérito, a la conveniencia o a la oportunidad en la que se desarrollan los actos de gobierno de otro poder del Estado, sino determinar la existencia de conductas con significación jurídica y, en su caso, deslindar las responsabilidades penales que, en virtud de ello, puedan corresponder a sus autores. Como señala el juez Ballesteros en el fallo de Cámara, “el Memorándum de Entendimiento pudo ser un fracaso para la diplomacia argentina, un error para los anales legislativos, una desilusión para quienes creyeron ver en su texto el avance de la investigación por el atentado, pero de allí a ver forjado en él un maquiavélico plan por encubrir a los responsables de las cientos de víctimas de la voladura de la AMIA existe un abismo”.
Por otra parte, todas las cuestiones vinculadas al Memorándum fueron oportunamente evaluadas por los tribunales argentinos y son las que condujeron a que la ley 26.843 -que aprobó los términos de aquel Memorándum- fuera declarada inconstitucional por la Corte. Pero ni en el tribunal de alzada, ni las querellas, ni aun el fiscal del caso, ni la Corte Suprema apreciaron en la letra del pacto un atisbo del supuesto delito de encubrimiento que recién aflora con la denuncia de Nisman. Ni una sola sospecha, ni un solo interrogante fueron siquiera deslizados en ocasión de debatirse la adecuación de la norma a la luz de nuestra Carta Magna. Todas las críticas danzaron en torno a su propio texto y a la imposibilidad de admitir sus disposiciones, pero nadie habló de delito, tan sólo de incorrecciones. De modo que como aprecia la Cámara en su fallo, “ninguna imputación que procure cimentarse sobre la sola expresión objetiva del Tratado puede aspirar seriamente a instituirse en base de una investigación penal”.
En cuanto al argumento de que el juez Rafecas no habilitó la producción de pruebas es radicalmente falso. Las pruebas las había ya recogido el fiscal Nisman en un trabajo que le insumió más de seis meses de labor con la asistencia de su equipo. Nisman hizo esa investigación en secreto, sin conocimiento de ningún juez, con el apoyo del espía de la SIDE, Jaime Stiuso. Por otra parte se trataban de una denuncia que se apoyaba en hechos institucionales que habían tenido amplia publicidad y cuyas resoluciones habían sido publicadas en el Boletín Oficial, de modo que tampoco hacía falta escudriñar mucho más. Las declaraciones de personajes menores que habían sido objeto de escuchas carecían de mayor relevancia según lo reconocía el propio Nisman en su escrito cuando afirmaba que “las conversaciones registradas…pueden tener…una entidad indiciaria de utilidad para valorar con mayores elementos la hipótesis de la denuncia”.
Finalmente, la clave de bóveda de la denuncia de Nisman, residía en atribuir al Memorándum el propósito encubierto de levantar las “circulares rojas” de Interpol. Esta acusación había quedado absolutamente desmentida por los comunicados de Interpol y de su director Roland Noble, quien había asegurado en nota oficial que de acuerdo a las regulaciones vigentes, solo el juez de la causa podía ordenar el levantamiento de esas órdenes y que, por otra parte, en las conversaciones mantenidas con el canciller argentino, se le había confirmado personalmente que no era intención del gobierno argentino facilitar el levantamiento de esas restricciones. Por consiguiente, la evaluación de todos los elementos reunidos llevaron al juez Rafecas a la conclusión de que “los elementos de convicción incorporados al legajo…no solo dejan huérfano de cualquier sustento típico al hecho descripto como una supuesta maniobra de encubrimiento y/o entorpecimiento de la investigación del atentado a la AMIA…sino que por el contrario, tal evidencia se contraponen de modo categórico al supuesto “plan criminal” denunciado”.
Ahora bien, con independencia de la incuestionable solidez que ofrece la resolución de Rafecas, lo insólitamente grave es que se busque remover a un juez por el contenido de sus fallos. Las sentencias de los jueces pueden contener errores y por ese motivo se someten a una segunda y hasta tercera instancia de revisión. En el Estado de derecho, los únicos que están habilitados para revisar el contenido de las sentencias son los propios jueces. Si se admite que otro poder pueda adoptar decisiones de separar a un juez por el contenido de sus sentencias, se vulnera el principio constitucional de independencia del Poder Judicial. Justamente, en eso consiste la independencia del Poder Judicial, en la capacidad para dictar resoluciones desde su más absoluta y total autonomía.
El artículo 110 de la Constitución Argentina establece que los jueces “conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta”. El principio de inmovilidad de los jueces es la base de la independencia del Poder Judicial y la exigencia de “buena conducta” es inversamente equivalente a la causal de “mal desempeño” que permite removerlos por un procedimiento que erróneamente algunos denominan “juicio político”. El Consejo de la Magistratura tiene como misión principal garantizarla independencia judicial por lo que sus iniciativas deberían ser lo más despolitizadas posibles, todo lo contrario a lo que está sucediendo actualmente. La destitución de un juez nunca puede ser “política” bajo riesgo de fracturar el sistema de división de poderes.
Como señala en un trabajo académico del año 2006 la Asociación de Abogados del Noroeste Argentino, “no debe ser incluida entre las causal genérica de mal desempeño, la interpretación normativa hecha por los jueces en sus sentencias, ni el contenido de las mismas. Los criterios y opiniones vertidos en las resoluciones y sentencias judiciales están directamente relacionados con la independencia e imparcialidad en la función. Debe resguardarse a los magistrados de eventuales presiones ante el riesgo de ser enjuiciados por las interpretaciones que efectúen, siempre que las consideraciones vertidas en sus sentencias no constituyan delitos o traduzcan ineptitud moral o intelectual que los inhabilite para el desempeño del cargo. La plena libertad de deliberación y de decisión con que deben contar los jueces resultaría afectada, si estuvieran expuestos al riesgo de ser removidos por el solo hecho de que las consideraciones expuestas en sus sentencias sean objetables”(Principios rectores en la remoción de jueces).
Es desconcertante que una nueva coalición política, que anunciaba que venía a “cambiar” viejos hábitos para renovar la República, sea la responsable de las graves violaciones al sistema de garantías del Estado de derecho que se están produciendo. Como señala el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, «toda sociedad en la cual, la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes determinada, carece de Constitución».
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