Un cisne negro en América Latina

Aleardo Laría.

En las elecciones realizadas el pasado domingo 3 de febrero en la República de El Salvador, se ha impuesto Nayib Bukele, un joven publicista de 37 años, exalcalde de San Salvador, la capital salvadoreña. El triunfo con casi el 54 % de los votos ha sido completamente inesperado, puesto que ha derrotado al candidato derechista del partido conservador ARENA, que obtuvo el 31 % de los votos, y al candidato del partido de izquierda en el gobierno, el Frente Farabundo Martí (FMLN), cuyo candidato consiguió reunir apenas un 14 % de apoyos. De esta manera se rompe el duopolio que durante las tres últimas décadas ejercieron las dos formaciones políticas que emergieron luego de la sangrienta guerra civil que asoló a la nación centroamericana. El triunfo de esta suerte de “cisne negro” que ha emergido en la grieta histórica abierta por la lucha insurgente y la brutal respuesta militar, tiene un enorme significado para Argentina, porque señala que una opción progresista, de corte socialdemócrata, es posible en América Latina.

Bukele ha ofrecido un modelo alternativo a los partidos tradicionales realizando una activa campaña en las redes sociales, lo que le ha permitido obtener el apoyo masivo del electorado más joven. Su programa se ha basado en dos ejes: modernización de la gestión pública y lucha contra la corrupción. A su victoria ha contribuido el fracaso del FMLN en el poder, desgastado por una práctica corrupta e incapaz de ofrecer una salida progresista a las demandas sociales de las jóvenes generaciones. Si bien Bukele comenzó su carrera política en el FMLN, bajo cuyas siglas llegó a obtener la alcaldía de San Salvador durante el período 2015-2018, demostró su capacidad de gestión al frente del municipio y luego se enfrentó a su partido para tomar distancia de los casos de corrupción que lo desprestigiaban.

En el plano regional, el triunfo de Bukele supone una pérdida de apoyos para el acosado presidente de Venezuela Nicolás Maduro, quien contaba con el respaldo del hasta ahora presidente de El Salvador por el Frente Farabundo Martí, Salvador Sánchez Cerén, ex comandante de la guerrilla salvadoreña. En otra frecuencia, Bukele ha manifestado su simpatía con el gobierno del nuevo presidente de México Andrés López Obrador, lo que significa un fortalecimiento de una línea de izquierda pragmática, reformista, alejada de los dogmatismos que signaron la confrontación que operó en América Latina durante la guerra fría.

El triunfo de un candidato joven, de centro izquierda, preocupado por la calidad de la gestión pública, y que ha sabido tomar distancias del fenómeno de la corrupción que como una plaga ha conseguido penetrar en tantos gobiernos de América Latina, con independencia de su adscripción ideológica, marcan el camino idóneo para salir del atolladero en que se encuentra la región. El fenómeno de la corrupción ha venido a sumarse a la crónica incapacidad de gestión de los populismos latinoamericanos de derecha y de izquierda, de modo que hasta ahora estábamos en el peor de los mundos. El ejemplo de Bukele señala la posibilidad de una salida por izquierdas de este pantano que nos tiene sumidos en el atraso y la pobreza.

La nueva izquierda latinoamericana tiene que aprender de los viejos errores para no volver a cometerlos. En primer lugar, debe asumir que la democracia supone tomar distancias de toda visión maniquea basada en una supuesta lucha sempiterna entre el bien y el mal, entre el “pueblo” y la “oligarquía”. Nadie puede arrogarse la representación perpetua del “pueblo” y a continuación creerse con derecho a conservar el poder a cualquier precio. La democracia supone alternancia, y si un gobierno se equivoca y comete gruesos errores, sea de izquierda o de derecha, tiene que pasar a la oposición para purificarse y corregir sus yerros.

En segundo lugar, la izquierda progresista debe entender que la gestión pública exige contar con los mejores gestores profesionales, evitando caer en el patrimonialismo de repartir los puestos públicos entre los “amigos”, convirtiendo así al Estado en un coto de caza para los trepadores sociales. En este sentido, la lucha contra la corrupción exige un control de calidad riguroso, basado en el respeto a las instituciones creadas para ejercer el contralor de los actos de gobierno. Es absolutamente inaceptable que alguien justifique la corrupción basándose en las necesidades de la política. Es un pretexto completamente falso y en la práctica significa conceder a la derecha conservadora una oportunidad de oro para ganar apoyos frente a la opinión pública.

América Latina sigue siendo una de las regiones más desiguales del planeta. Los sistemas fiscales diseñados para mantener y conservar esa situación de desigualdad no han sido desarmados por supuestos gobiernos de izquierda. Tampoco es posible pensar que los gobiernos conservadores de derecha vayan a producir un cambio en la dirección adecuada. Por consiguiente, la aparición de un gobierno de centro izquierda progresista, preocupado por la eficacia de la gestión pública y la preservación de las formas democráticas, marca la única ruta que permitirá a la región un proceso de modernización adecuado a los tiempos que corren. La derecha conservadora y cínica, como ha quedado demostrado en Argentina, es incapaz de asumir ese rol.