La desigualdad en el capitalismo

Aleardo Laría.

Alexis de Tocqueville, en una obra escrita en 1856, desarrolló la idea de que un interés demasiado grande en el enriquecimiento personal entraña un peligro para la democracia. “Solo el amor a la libertad es capaz de arrancar de la mente de los hombres el culto a las riquezas y a las mezquinas preocupaciones de los asuntos particulares y hacerles percibir y sentir en todo momento que pertenecen a una entidad que está por encima de ellos, su patria”. Una sobrina nieta de Walt Disney acaba de actualizar ese diagnóstico al tachar de “locura” que el CEO de una empresa capitalista pueda ganar 1.400 veces más que el empleado medio de esa misma compañía.

Durante una conferencia sobre “capitalismo humano”, Abigail Disney, de 59 años, dijo a los asistentes que el sueldo de 65,6 millones de dólares de Bob Iger, el CEO de The Walt Disney Company, le parecía “una locura”. Añadió que semejantes compensaciones a los altos ejecutivos tienen “un efecto corrosivo en la sociedad”. Según un estudio de la consultora Equilar, el sueldo de Iger es 1.424 veces el sueldo de un empleado medio de la compañía. Abigail Disney trabaja como documentalista de cine y se ha labrado un nombre como activista y filántropa. Es miembro del grupo “Millonarios Patriotas”, que abogan por una subida de impuestos a los ricos en Estados Unidos y la reducción de las diferencias salariales extremas.

La extrema desigualdad en nuestras sociedades capitalistas no se limita al fenómeno de los siderales ingresos recibidos por los altos ejecutivos. El problema es más amplio porque el capitalismo establece una escala jerárquica de ingresos con diferencias notables entre sectores sociales más favorecidos y otros que están en la pobreza más absoluta. Argentina, con enormes recursos naturales y con un tercio de su población sumida en la pobreza, es un caso notoria de desigualdad que asombra a propios y extraños.

La desigualdad afecta también a las distancias del ingreso per cápita entre los países del mundo. Según Angus Deaton, Premio Nobel de Economía 2015, el tema de la desigualdad entre los países es complejo pero puede ensayarse una primera respuesta: «Los países pobres carecen de instituciones apropiadas, de burocracia capaz, de una justicia que funcione, de un sistema tributario eficiente, de protección efectiva de los derechos de propiedad y de una tradición de confianza mutua».

Acemeglu y Robinson (“Porqué fracasan los países”) ensayan una respuesta más política. En los países pobres “el poder político se ha concentrado en pocas manos y se ha utilizado para crear una gran riqueza para quienes lo ostentan, como la fortuna valorada, según parece, en setenta mil millones de dólares acumulada por el ex presidente Mubarak”. Otros países, en cambio, como Gran Bretaña y Estados Unidos, “se hicieron ricos porque sus ciudadanos derrocaron a las élites que controlaban el poder y crearon una sociedad en la que los derechos políticos estaban mucho más repartidos, en la que el gobierno debía rendir cuentas y responder a los ciudadanos y en la que la gran mayoría de la población podía aprovechar las oportunidades económicas”.

En lo que se refiere a la desigualdad en el interior de los Estados-nación, el problema debe abordarse en el marco del capitalismo, sin que por el momento se pueda pensar en modelos alternativos. Los intentos de una mayor igualdad de los países llamados socialistas terminaron en un sonoro fracaso. En la actualidad, tanto China como Rusia y el resto de países comunistas se han sumado a las economías de mercado rechazando al mismo tiempo las formas políticas de las democracias occidentales. Es evidente que los buenos propósitos de sus ideologías socialistas no fueron suficientes para crear suficiente bienestar en sus sociedades. Tampoco en garantizar la igualdad, puesto que bajo el pretexto de la razón de Estado, crearon nomenklaturas de burócratas económicamente privilegiados.

En el modelo de capitalismo occidental, que funciona en el marco de regímenes políticos liberales donde hay elecciones periódicas, el único medio previsto para restablecer cierta igualdad es la expansión del Estado de bienestar financiado a través de impuestos. Sin embargo, la globalización ha recortado la autonomía de los Estados-nación que impiden  aplicar una más exigente política fiscal. El escurridizo capital financiero utiliza numerosos recursos para fugar de los países con presión impositiva demasiado elevada. Opera el fenómeno que el profesor de economía de Harvard, Dani Rodrik, denominara el “trilema de la globalización»: en un triángulo cuyos vértices son la globalización económica, la soberanía nacional y la democracia solo se pueden escoger dos opciones. La elección de la opción por la globalización tiene efectos sobre la desigualdad y son numerosos los grupos sociales afectados en forma negativa.

En opinión de Rodrik “esto significa que hay que crear reglas para la globalización basadas en la idea de que las diferentes naciones deben perseguir sus propias prioridades económicas y sociales. Hay que forjar un espacio político más grande para las regulaciones nacionales, normas de inversión, prácticas de propiedad intelectual, políticas industriales, políticas de los mercados financieros o los subsidios”. Los modelos neoliberales, como se puede apreciar en Argentina, basados en la idea medioeval de que las sangrías curan, fracasan en los países que van más retrasados en la carrera por el desarrollo. La visión ideológica es tan fuerte que se renuncia a una acción pragmática que vincule política con resultados. La consecuencia más dolorosa es el crecimiento doloroso de la desigualdad.