Aleardo Laría.
Cuando las personas afrontan conflictos aparentemente irresolubles los expertos aconsejan observar los acontecimientos desde la altura, “subidos a un helicóptero”. La metáfora del helicóptero se puede aplicar también al estudio de los problemas de una comunidad política, enriqueciéndolo con el análisis comparativo de otros países que afrontan problemas similares. La observación a distancia y la comparación constituyen el método más recomendable para comprender adecuadamente los problemas políticos e históricos de una sociedad, dado que en sociología no se puede utilizar la técnica experimental, propia de las ciencias físicas y naturales. El análisis comparativo es el procedimiento que han usado los profesores norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt para investigar los problemas actuales de la democracia vigente en Estados Unidos. En su ensayo titulado “Cómo mueren las democracias” (Editorial Ariel) analizan básicamente las dificultades de la democracia norteamericana, pero sus valoraciones son perfectamente trasladables a otros países y en especial a la frágil democracia argentina.
Antes de abordar los problemas de nuestra democracia, conviene hacer un breve recorrido por las tesis defendidas por los profesores Levitsky y Ziblatt. Señalan que en el siglo pasado, durante el período de la Guerra Fría, las democracias solían caer víctimas de los golpes militares. El caso paradigmático ha sido el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 que derrocó al presidente chileno Salvador Allende e impuso la dictadura del general Augusto Pinochet. Sin embargo, en la actualidad, existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un modo menos dramático pero igualmente destructivo. Como relatan Levistsky y Ziblatt, “las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder”. Esta es la novedad: desde el final de la Guerra Fría la mayoría de las quiebras democráticas no han sido provocadas por generales y soldados, sino por los propios gobiernos electos que una vez instalados en el poder, han cambiado las reglas de juego.
¿Cómo se subvierte la democracia? Existen muchos y variados procedimientos pero en general, se pueden sintetizar en la forma que lo hacen Levistsky y Ziblatt:”Los autócratas electos subvierten la democracia llenando de personas afines las instituciones; “instrumentalizando” los tribunales y otros organismos neutrales; sobornando a los medios de comunicación y al sector privado (u hostigándolos a guardar silencio) y reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario. La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla.”
Otra estrategia a la que acuden los líderes autoritarios consiste en intensificar el conflicto político para deslegitimar al adversario político acudiendo al uso de argumentos morales que sirven para demonizar al “enemigo” y obstaculizar la alternancia electoral. Como ha señalado Chantal Mouffe -reflexionando sobre el atractivo que en Europa han obtenido ciertos populismos de extrema derecha- el maniqueísmo ideológico busca un “chivo expiatorio” a quien endilgarle la responsabilidad por los problemas que arrastra la sociedad. De esta manera los gobiernos resignifican la oposición “nosotros/ellos”, propia de la política, para caer en categorías morales donde el bien enfrenta al mal. Esta forma de presentación permite asegurar la propia bondad mediante la condena del mal en los otros. Afirma Mouffe que cuando los oponentes son definidos en términos morales, no pueden ser concebidos como adversarios políticos sino como enemigos absolutos.
Si se nos ha seguido hasta aquí, resulta sencillo entender por qué el gobierno de Mauricio Macri se ha valido de las estrategias reseñadas por Levistsky y Ziblatt para deslegitimar moralmente a la oposición política, con el gastado argumento de que no se debían repetir los errores del pasado. Bajo ese sencillo subterfugio se ha venido a hacer justamente lo que se anunciaba combatir: 1) se ha llenado al Estado de personas afines, colocando en los organismos de control -como la Oficina Anticorrupción y la Fiscalía de Investigaciones Administrativas- a militantes incondicionales del partido gubernamental; 2) se ha utilizada la Agencia Federal de Inteligencia de un modo que no registra antecedentes en la historia del país para el armado de causas judiciales contra los políticos de la oposición; 3) se han escuchado sus conversaciones privadas para entregarlas a los medios de difusión; 4) se han urdido operaciones contra los jueces que investigaban los casos de corrupción que afectan al propio gobierno (caso Ramos Padilla); 5) de igual modo se han instrumentalizado los tribunales federales –apartando a algunos camaristas y colocando a otros más afines- para conseguir validar la apertura de investigaciones penales por actos discrecionales de gobierno (ejemplos el Memorándum con Irán o los contratos de futuro del Banco Central); 6) asimismo se han manipulado investigaciones sobre episodios de corrupción para segmentar las causas judiciales de modo arbitrario (Hotesur, Los Sauces, Cuadernos, etc.) y difundir una imagen distorsionada de la realidad; 7) en esa labor se ha contado con la colaboración de los grandes medios que han conseguido implantar la idea de que la corrupción, que es un viejo problema estructural que arrastra la Argentina, es un fenómeno limitado estrictamente al período kichnerista.
Sería necio negar la existencia de evidentes casos de corrupción en Argentina y de la conveniencia de poner remedio a esos males. Pero la atribución de responsabilidad en un proceso penal debe ser siempre individual y fruto de la valoración imparcial de la prueba. Las investigaciones penales manipuladas por jueces federales inescrupulosos como Bonadío han permitido alimentar una polarización que es inevitable cuando un partido político, aprovechando los recursos del Estado, lanza una cruzada moral contra sus adversarios. Una estrategia que en cierto modo recuerda las campañas bélicas contra “el eje del mal” que cada tanto emprenden los republicanos en los Estados Unidos o que en la actualidad encabeza Jair Bolsonaro en Brasil. Esta política exaltada nunca podría haber convencido a parte de la opinión pública en Argentina si no fuera gracias al concurso de una mayoría de los intelectuales y periodistas que se han apuntado a la indigna tarea de ensanchar la grieta, devorados por la fuerza de ese agujero negro que se basa en la tradicional desconfianza hacia la democracia popular y que en Argentina se manifiesta como remanentes de un inerradicable inconsciente antiperonista.
En opinión de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la creación de normas institucionales es una labor colectiva que sólo es posible cuando una masa crítica de políticos acepta las nuevas reglas –tanto las escritas como las implícitas- y las acata en sus actuaciones. En algunos países, como Chile y España –que sufrieron el trauma de dictaduras violentas-, esta disposición ha acontecido cuando dirigentes de todo el espectro se han asomado al abismo y han constatado que si no intentaban dar con un modo de superar la polarización, la democracia fracasaría irremediablemente. Por otra parte, se debe tener en cuenta que los grandes consensos no tienen lugar entre amigos, sino entre adversarios políticos. Según los profesores norteamericanos, los dirigentes políticos tienen dos opciones frente a la polarización extrema. Pueden tomar las divisiones sociales como algo consumado e inevitable o intentar contrarrestarlas mediante la colaboración y los acuerdos alrededor de políticas de Estado, que deben quedar fuera de la lucha partisana.
Una última recomendación de los profesores Levitsky y Ziblatt, dirigida en este caso a los sectores más extremos del partido Demócrata, debiera ser también tenida en cuenta en el futuro por quienes se preparan confiados en que las urnas depararán la sustitución del presidente Macri: nunca es buena la estrategia de la intensificación de los conflictos. Si los auténticos demócratas no se esfuerzan por restaurar las normas de la tolerancia mutua y la contención institucional, es probable que el ciclo de polarización extrema se perpetúe. Hay que ser tolerantes, sino por convicción, al menos por simple conveniencia, porque las coaliciones más eficaces son aquellas que congregan a grupos con concepciones distintas sobre múltiples asuntos culturales, sociales o políticos. Es hora de probar que a pesar de los graves condicionantes que impone nuestro sistema de presidencialismo reforzado, es posible conseguir algo diferente en Argentina.