Aleardo Laría.
La palabra “populismo” ha venido siendo usada tradicionalmente por los mass-media de un modo peyorativo, como sinónimo de “demagogia”, para caracterizar a los populismos de izquierda latinoamericanos. La novedad es que ahora ha emergido un populismo de derecha, tanto en Europa como en América, con lo cual se hace bastante difícil, desde la sociología política, obtener una visión más objetiva del populismo. La utilización de las palabras como arma arrojadiza de la política, tiene también otras consecuencias. Oscurece el entendimiento y dificulta la percepción del transformismo político, cuando partidos o coaliciones que predicaban un furioso antipopulismo, van incorporando lentamente los términos y comportamientos de su némesis, una novedad que en Argentina se constata con el notorio tránsito de la coalición Cambiemos desde el liberalismo conservador al desenfadado populismo de derecha.
El populismo ha sido siempre un fenómeno de enorme ambigüedad, dado que al presentar contenidos muy diferentes, en contextos históricos sumamente diversos, se ha resistido a su captura en una síntesis abstracta. No obstante se han hecho algunos esfuerzos para resaltar sus rasgos más característicos, entre los que destacan la presencia de un fuerte liderazgo, en ocasiones dotado de tonos mesiánicos, con un discurso que relata la lucha de los pobres contra las insensibles y poderosas élites, en una colorida composición que se asemeja a la estructura maniquea del discurso religioso, cuando el Bien enfrenta al Mal. La otra peculiaridad viene determinada por el contexto histórico en el que emerge el fenómeno, al punto que algunos autores como Filc, consideran que el pasado colonial explica la notable diferencia entre los populismos de izquierda latinoamericanos y los populismos de derecha europeos. Mientras que en los países colonizados ha predominado un populismo dotado de una mirada inclusiva y democrática, en los países que fueron imperios coloniales prevalece una visión excluyente del diferente y profundamente reaccionaria, nostálgica de un pasado que no puede volver.
En Argentina, el populismo de Perón tuvo un carácter eminentemente democratizador, pero fue acompañado por un culto a la personalidad que resultó sumamente irritativo para las clases medias. De este modo se fueron conformando en Argentina dos discursos que con contenidos opuestos compartían una misma estructura maniquea. El discurso del primer peronismo era un relato basado en la lucha épica del pueblo contra la oligarquía. Luego, con la caída del primer peronismo, se fue conformando otro discurso que atribuía todos los males y fracasos de la Argentina al peronismo. Ese viejo y gastado discurso ha sido recuperado por el gobierno de Macri que ha convertido al kirchnerismo en la versión rediviva del peronismo, como responsable de todos los males que padece nuestro país.
En un ensayo reciente sobre populismo -“¿Porqué funciona el populismo”?- la politóloga María Casullo ha abordado el tema de la singular mutación del discurso original de la coalición liderada por el presidente Macri que de un liberalismo suave de centro derecha se ha ido transformando en un discurso que se acomoda a los lugares comunes del populismo de derecha. Como los lectores recordarán, en sus inicios, el presidente Macri basaba su propuesta en la mejora institucional y en la necesidad política de obtener consensos para acabar con el clima confrontativo que le atribuía al kirchnerismo. Todo esto se veía acompañado de una estética de cercanías a las familias, a las que se visitaba timbrando en sus domicilios con regularidad. Como señala María Casullo, “el modelo de político al que aludían los referentes de Cambiemos era más cercano a Barack Obama y a Nelson Mandela que a Donald Trump; la visita de Obama al país a poco de haber asumido Macri fue festejada como un éxito de Estado y el gobierno expresó públicamente su predilección por Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en 2016”.
El discurso del presidente de Mauricio Macri en la apertura de sesiones de la Asamblea Legislativa en 2015 mantuvo ese tono, mechado con palabras propositivas como «nueva etapa democrática», «ilusiones», «energía», «crecer». Aseguró que «más allá de las diferencias entre los distintos bloques del congreso tenemos grandes coincidencias, queremos una Argentina desarrollada». Luego, el presidente, condolido, habló sobre las falsas grietas que habían dividido a la sociedad: «Llevamos años en los que la brecha entre la Argentina que tenemos y la que debería ser es enorme. Eso nos llevó a enojos, a resentimientos, a la búsqueda permanente de enemigos o responsables internos o externos, culpables de las cosas que nos faltan. Hasta nos llevó a aislarnos del mundo, pensando que nos iban a hacer daño», dijo el presidente para luego agregar que «de nada sirvió esa búsqueda de falsas culpas y causas».
Más adelante, como señala María Casullo, “ese discurso que Mauricio Macri construyó laboriosamente durante los primeros años para un futuro mejor, pleno de consumos gratificantes, realización personal y sin la tensión política constante generada por el antagonismo kirchnerista, fue mutando de forma progresiva hacia un mito del cual desapareció el futuro, reemplazado por diatribas moralizantes que explican a la sociedad que debe consumir menos, usar menos energía y calefacción, trabajar más, no tomarse días feriados, y asumir los sacrificios necesarios. Es decir, el discurso macrista revirtió prácticamente en la matriz conservadora clásica argentina”.
Pero ese no fue el único cambio discursivo. El más profundo y grave tuvo lugar con la conversión del adversario político en “enemigo absoluto”. Por un lado, según Macri, había que evitar a toda costa que Argentina tomara el camino de Venezuela, es decir la marcha hacia el autoritarismo antidemocrático. Por el otro había que impedir el regreso de la corrupción kirchnerista y de los daños causados por el populismo. De este modo el discurso político se transformó en un discurso moral, donde cualquier medio era legítimo para evitar el regreso del un adversario moralmente repugnante. Con lo cual no solo se alejaba del primer discurso sino que se incurría en una flagrante contradicción cognitiva dado que antagonizaba con su adversario, al mismo tiempo que lo acusaba de ser el autor de la división. Esta contradicción la refleja Macri con sus propias palabras en una síntesis impecable: “El futuro no pasa por la confrontación, el rencor, la agresión y la división que plantea el kirchnerismo desde el día cero”.
El discurso moralizante se vio apuntalado por una fenomenal ofensiva judicial y mediática conseguida con el concurso de algunos jueces y fiscales dóciles a las directivas de la Agencia Federal de Inteligencia y periodistas aptos para todo servicio. De este modo, algunos casos singulares de corrupción, que afloraron durante la gestión del matrimonio Kirchner –algo que no puede sorprender en un país que padece un problema estructural de corrupción- fueron ordenados de modo tal que se transmitiera la impresión de que el país había caído en manos de una asociación ilícita a cuyo frente se encontraba Cristina Fernández de Kirchner. La idea que se quería transmitir -y que caló en una parte no menor de la sociedad- era que la corrupción, como un cáncer terminal, se había extendido por todo el cuerpo contaminado del kirchnerismo, de modo que debía trazarse un cordón sanitario que impidiera su regreso a la política, en una versión estilizada del viejo macartismo de las clases conservadoras argentinas. Esto también explica la ironía de que haya ciudadanos que en nombre de la defensa de los valores republicanos acudan convocados a protestar a la Plaza de Mayo contra el resultado de una elección democrática cuya legitimidad no ha sido objetada.
Todo este laborioso trabajo artesanal de fiscales en rebeldía, periodistas “empotrados” y espías de la AFI se ha venido abajo luego del “referéndum revocatorio” que tuvo lugar el pasado 11 de agosto. El discurso populista de derecha no caló en una gran mayoría del electorado argentino, y la situación política ha dado un giro inesperado. El presidente Macri, grogui por el resultado, no pudo evitar que afloraran libremente sus pulsiones absolutistas al imaginar, al igual que Luis XIV, su ausencia como un diluvio: “es tremendo lo que puede pasar, porque el mundo ve el fin de la Argentina”. Cuando se asiente el polvo levantado por la explosión política producida, habrá tiempo para analizar con más detalle que queda de un discurso basado en la manipulación de las emociones más básicas de los seres humanos: el miedo y el horror a lo sucio y abyecto. Populismo de derecha en estado puro.