Aleardo Laría.
Si hubiera que clasificar al discurso de asunción del nuevo presidente Alberto Fernández dentro de las coordinadas ideológicas tradicionales, sin duda debería ser situado dentro del amplio espacio de la socialdemocracia. Los ejes centrales de su disertación abarcaron todos los temas que resultan sensibles para el pensamiento progresista de izquierda: la toma de distancia del neoliberalismo económico; la atención especial al mundo de los pobres y desintegrados; el mayor respeto a los derechos humanos y a las formas democráticas; y la necesidad de superar las falsas antinomias que propician el desencuentro entre los argentinos. Con justificada razón, un periodista tituló “un discurso alfonsinista” para resumir esta misma caracterización.
Si tomamos la definición del Diccionario de Política de Norberto Bobbio, debemos aceptar que el término socialdemocracia “en la práctica se usa para designar a los movimientos socialistas que intentan moverse rigurosa y exclusivamente en el ámbito de las instituciones liberal-democráticas y aceptan dentro de ciertos límites la función positiva del mercado y de la propiedad privada”. En definitiva, el único camino que le resta a la izquierda moderna luego del colapso del comunismo, y por el que actualmente transitan las fuerzas progresistas del mundo que aspiran a la superación del capitalismo por una senda reformista que evite el atajo inconducente del voluntarismo revolucionario.
Si bien el nacionalismo popular en Argentina miró con alguna reserva a los movimientos socialdemócratas europeos, coincidió con ellos en la crítica a las estrategias de desarrollo propiciadas por el Fondo Monetario Internacional basadas en el fundamentalismo de mercado. Por consiguiente era comprensible que ante el sonoro fracaso económico del gobierno de Mauricio Macri, que contó siempre con el apoyo incondicional del FMI, Alberto Fernández ofreciera una alternativa radicalmente diferente, basada en la expansión de las fuerzas productivas, reservando para el Estado el rol de regulador del sistema capitalista. La designación de Martín Guzmán al frente del Ministerio de Economía, un discípulo del premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz -tal vez el crítico más agudo del neoliberalismo en la actualidad- marca la clara opción por un modelo radicalmente diferente al que encandiló al macrismo.
La preocupación por el escandaloso aumento de la pobreza y la pérdida de empleos productivos en la última etapa del gobierno de Macri, ha sido otro de los ejes de un discurso sensible a los padecimientos de los que menos tienen. Alberto Fernandez hizo un claro llamamiento a la solidaridad “porque en esta emergencia social, es tiempo de comenzar por los últimos para después poder llegar a todos”. También a superar “el muro del hambre que deja a millones de hombres y mujeres afuera de la mesa que nos es común”. Lejos del tono retórico habitual, estas menciones dejan traslucir un compromiso ético que no puede ni debería quedar vacío de contenido.
Desde los párrafos iniciales, el nuevo presidente reivindicó el modelo democrático desplegado por Raul Alfonsín a partir del 10 de diciembre de 1983 y señaló que “las debilidades y las insuficiencias de la democracia solo se resuelven con más democracia”. Por ese motivo reivindicó su total compromiso con una democracia “que garantice entre todos los argentinos, más allá de sus ideologías, la convivencia en el respeto a los disensos”. La decidida opción por una democracia auténtica, sin aditamentos, alcanzó su mayor despliegue cuando anunció que en los próximos días enviará al Poder Legislativo un conjunto de leyes para reformar el sistema federal de Justicia que termine con el deterioro producido en los últimos años, “porque una democracia sin justicia realmente independiente no es democracia, y cuando la política ingresa a los Tribunales, la justicia escapa por la ventana.”
El solemne compromiso asumido frente al pueblo argentino del “nunca más” con una justicia “contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos” o “utilizada para saldar discusiones políticas y que judicializa los disenso para eliminar al adversario de turno” fue el punto más celebrado de la intervención presidencial. Con estas definiciones Alberto Fernández ha querido denunciar al republicanismo retórico que ha tolerado con hipócrita impasibilidad las detenciones arbitrarias inducidas por el gobierno anterior con inocultable complacencia mediática.
Finalmente, el llamado a superar los muros “del despilfarro de nuestras energías”; del “hambre que deja a millones de hombres y mujeres afuera de la mesa que nos es común”; y “del rencor y del odio entre los argentinos” marcan la voluntad de acabar con las falsas antinomias del pasado. Como ha señalado el nuevo presidente, “superar los muros emocionales significa que seamos capaces de convivir en la diferencia que reconozcamos que nadie sobre en nuestra Nación”. El anuncio de institucionalizar un Consejo Económico y Social para el Desarrollo, como órgano permanente para diseñar, consensuar y consagrar un conjunto de políticas de Estado para la próxima década, es la manera más inteligente de cerrar una grieta alimentada largo tiempo por los instintos más bajos de la política. Con su discurso, Alberto Fernández ha evidenciado su clara voluntad de ocupar el espacio vacante de la centro-izquierda en Argentina.