Aleardo Laría.
La grieta política e intelectual que divide a los argentinos ha encontrado otro motivo de disputa en el uso del término lawfare. Al igual que la polémica referida a la expresión “presos políticos” estamos ante una discusión semántica sobre si corresponde crear una nueva categoría para referirse a un fenómeno político novedoso. El uso de determinadas categorías o etiquetas es una forma habitual de evitar largas explicaciones cada vez que nos referimos a un hecho político que reúne ciertos rasgos que le dan un sello particular. Naturalmente, como veremos a continuación, quienes niegan la existencia del fenómeno se sienten particularmente irritados por el uso de la nueva categoría. Lo que late en el fondo de este debate no es tanto si el término es adecuado sino más bien si existe una realidad política que respalde el uso del término.
Curiosamente, el origen del vocablo no ampara el uso que viene recibiendo en Argentina. Fue introducido por el general de división del Ejército de EEUU Charles Dunlap para referirse a una estrategia de actores no estatales que usan la guerra jurídica como modo de restringir el uso de la fuerza por los países que, como Estados Unidos, cuentan con capacidad militar de alta tecnología. Según Dunlap, se trataría de “explotar los informes, tanto reales como falsos, de víctimas civiles con la esperanza de que el miedo de causar más muertes resultará en un uso restringido de ciertas tecnologías militares (por ejemplo el poderío aéreo) por parte de países que respetan el Estado de derecho como Estados Unidos”. Dentro de esta categoría entrarían por tanto las denuncias que se formulan ante la Corte Penal Internacional por graves violaciones a los derechos humanos en los bombardeos indiscriminados que estados considerados democráticos, como EEUU e Israel, causan sobre poblaciones civiles que son meros actores pasivos en los conflictos bélicos.
Por consiguiente, más que defender el uso de una categoría semántica, debemos poner el acento en establecer si existen indicios suficientes para pensar que durante el gobierno de Mauricio Macri se ha dado un fenómeno de persecución político-judicial de los opositores utilizando de un modo irregular los mecanismos jurídicos que en el Estado del derecho han sido diseñados para la persecución y castigo de los delitos comunes. El fenómeno de la politización deliberada de la justicia no debiera sorprender a nadie, puesto que ha sido denunciado como un rasgo común de los gobiernos autoritarios, sean de derecha o de izquierda. Tampoco la manipulación de investigaciones judiciales es una novedad en Argentina si recordamos la falsa imputación a policías bonaerenses en la causa AMIA durante la época de Menem. De modo que estaríamos nuevamente ante una desviación de poder que se verifica cuando el Ejecutivo, utilizando distintas estrategias de presión sobre el Poder Judicial, consigue que determinados jueces se presten al armado artificial de causas judiciales contra dirigentes de la oposición con pruebas falsas, en algunos casos suministradas o preparadas por los organismos de inteligencia del Estado.
Lo primero que debemos evitar es la confusión creada por actores políticos interesados en lanzar cortinas de humo sobre el fenómeno, vinculándolo a una estrategia dirigida a lograr impunidad en los procesos de corrupción. Existe un cierto consenso de que en nuestro país existe un problema estructural de corrupción de larga data vinculado a las características de nuestro crony capitalismo o capitalismo de amigos de modo que sería estúpido negarlo. Numerosos ensayos sociológicos describen cómo el fenómeno de la corrupción se ha ido expandiendo hasta alcanzar diversos estamentos empresariales, sindicales, políticos, policiales e incluso judiciales, al punto que hay jueces y fiscales procesados por pertenencia a bandas criminales. El fenómeno ha sido transversal a todos los gobiernos y solo desde la mala fe se puede construir un relato donde la corrupción aparece como una novedad introducida por el kirchnerismo, frente a una sociedad civil virtuosa e inocente.
Los intelectuales y periodistas vinculados a la alianza Juntos por el Cambio intentan ridiculizar la categoría del lawfare atribuyéndole el propósito de ocultar los casos de corrupción detectados durante el período kirchnerista. Según Jorge Fernández Díaz, “el peronismo está empeñado en amnistiar a la megacorrupción de Estado del kirchernismo” y así han creado la categoría del lawfare que es un “truco de villanos para pavotes”. Para la columnista de La Nación Laura Di Marco, “el lawfare, es decir, esta idea de que existe un plan sistemático de persecución, a nivel global, contra gobiernos populares, del cual formarían parte los medios de comunicación, el gobierno de Mauricio Macri, la Justicia y Estados Unidos” es una mera narrativa que pretendería negar la existencia de los bolsos revoleados por José López o los millones de dólares que Daniel Muñoz ocultó en Estados Unidos.
Es necesario deshacer este equívoco. Determinar si Lázaro Báez, Julio de Vido u otros ex funcionarios han incurrido en genuinos actos de corrupción es una labor que corresponde a los tribunales de justicia que deberán depurar en cada caso si las acusaciones está sustentadas en pruebas consistentes o no. El problema se presenta cuando algunas causas justificadas conviven con otras que han sido aparentemente armadas como, por ejemplo, acontece con las que afectan a la ex presidenta Cristina Fernández. Entonces es comprensible que se extienda un sentimiento de duda sobre el conjunto porque a priori, antes de que tengan lugar los juicios que deben dirimir la responsabilidad individual, se hace difícil distinguir las causas auténticas de las creadas artificialmente. Ahora bien, la existencia de algunas causas genuinas de corrupción no es un obstáculo para pensar que en forma paralela pudo haber existido una estrategia gubernamental dirigida a armar otras causas artificiales. Esto también, tarde o temprano, lo tendrán que develar los tribunales de justicia.
Por el momento, existen bastantes indicios que inducen a pensar que tal estrategia ha existido y ha contaminado muchas de las investigaciones judiciales. Una rápida enumeración permitirá apreciar que no estamos ante simples hechos ocasionales. El fiscal Nisman inició la saga con una denuncia por encubrimiento del atentado a la AMIA contra la ex presidenta Cristina Fernández que es un monumento a la desmesura jurídica. Los avatares de la causa, primero archivada con decisiones confirmadas en segunda instancia y luego reabierta de mala manera con acusaciones por “traición a la patria”, son muestras elocuentes de la extrema ductibilidad de algunos jueces. La causa abierta a raíz de la muerte del fiscal Nisman es otro ejemplo de una investigación dañada mediante la incorporación de pericias contradictorias.
Los numerosos procesos instruidos por el juez Claudio Bonadío contra la expresidenta Cristina Fernández son los que han tenido mayor repercusión mediática. Para un observador imparcial existen pocas dudas de que tanto la denuncia de Nisman como la causa armada por Bonadío por los contratos de futuro del Banco Central tienen indudable naturaleza política. Otra causa, vinculada a la obra pública en Santa Cruz, está subjudice, por lo que conviene esperar las conclusiones del tribunal oral. Existen menos dudas de que las causas Hotesur y Los Sauces han sido creadas ex profeso por el juez Bonadío sobre los mismos hechos que se juzgan en la causa anterior al punto que lo que se resuelva en la causa de Santa Cruz arrastrará a las otras dos. Finalmente, son tantas las irregularidades cometidas por el juez Claudio Bonadío en la instrucción de la famosa causa de los Cuadernos, que son muchos los que dudan de que esa causa alguna vez llegue a ventilarse en un juicio oral y público.
La causa del Gas Natural Licuado es otro ejemplo ilustrativo del armado de una causa judicial por el juez Claudio Bonadío, en esta ocasión utilizando los servicios de un perito judicial que actualmente se encuentra procesado por haber presentado una pericia falsa. Luego esa causa fue reabierta por Bonadío con la contribución de un testimonio difícilmente creíble aportado por el falso abogado Marcelo D’Alessio. Otra causa dudosa, que está siendo objeto de debate, es la que se abrió contras los empresarios Cristóbal López y Fabián De Sousa, aparentemente con el propósito de provocar la caída del emporio empresarial que dirigían. En otra causa penal se investiga la operación que tuvo lugar contra el juez Sebastián Casanello, atribuyéndole una falsa reunión con Cristina Fernández en la residencia de Olivos, mediante la declaración de dos testigos falsos instruidos por funcionarios de la AFI y del fiscal Eduardo Miragaya. Por su parte, el juez Carzoglio ha denunciado que dos empleados de la AFI lo visitaron para llevarle un borrador de dictamen listo para ser firmado conforme el cual el juez disponía la detención de Pablo Moyano, hijo del dirigente sindical Hugo Moyano. En otra investigación a cargo del juez Canicoba Corral se investiga el alcance de una red que obtenía datos de los registros oficiales para obtener información sobre jueces políticos y otras personalidades públicas y el juez Ramos Padilla investiga otra red de espionaje ilegal vinculada al falso abogado Marcelo D’Alessio, aparentemente con vínculos con la AFI.
¿Todas estas intervenciones en los procesos judiciales han sido obra de la casualidad o existió una “mano invisible” que los diseñó, los impulsó y luego los alimentó? En una denuncia penal formulada por el empresario Fabián De Sousa se afirma que el ex presidente Macri y su jefe de Gabinete, Marcos Peña, lideraban semanalmente una “mesa judicial” que se reunía los sábados por la mañana en la quinta de Olivos con el objetivo de impulsar denuncias contra los ex funcionarios kirchneristas, en especial contra la ex presidenta y su familia. Esa “mesa judicial” se vinculaba a su vez con la AFI a través de su titular, Gustavo Arribas, y con otra suerte de “mesa judicial” que trabajaba en la AFIP, supuestamente en el área de la Subdirección de Coordinación Técnico Institucional. En una nota publicada en Perfil bajo el título Macristófeles, el columnista y empresario periodístico Gustavo González aclara que “es cierto que esa “mesa” existía, la presidía Peña y la integraban, entre otros, el ministro Germán Garavano; el secretario Legal y Técnico, Pablo Clusellas, y el jefe de asesores, José Torello. No tenía lugar los sábados en Olivos (la cita allí de los sábados a la mañana era para la mesa chica política, después Macri se iba a descansar a Los Abrojos) sino los martes a la mañana en la Rosada. Eran reuniones que aparecían en la agenda de los periodistas acreditados. Luego, off the record, sus integrantes decían que se habían tratado los pliegos de nuevos jueces y fiscales, o la conflictiva relación con la Corte, o el presupuesto judicial o cómo impactaban en las arcas públicas causas como la del reajuste de las tarifas. No lo decían, pero se podría presumir que también hablarían de las grandes causas de corrupción, como la de los cuadernos”.
Se trata de una acusación muy grave, dado que no existen precedentes históricos de una intervención del Poder Ejecutivo de esta magnitud y alcance. De confirmarse esta hipótesis, se trataría de una violación manifiesta del Estado de derecho, con el fin de dejar fuera del campo de juego político al partido de la oposición e impedir la alternancia democrática. Poco importa que esa vasta maniobra antidemocrática sea considera lawfare o se encuentro una denominación más adecuada para resumirla en una sola palabra. Lo que ya no parece posible es minimizarla o considerarla un simple “truco de villanos para pavotes”. El apasionamiento político puede estimular el uso frívolo de figuras retóricas pero no puede disimular la gravedad institucional que tienen los hechos que se denuncian.-