Aleardo Laría.
Las recientes informaciones sobre los seguimientos sufridos por periodistas, políticos, y otros personajes públicos durante el gobierno de Mauricio Macri solo pueden haber sorprendido a ingenuos y diletantes de la política. Los datos que avalaban la existencia de un uso abusivo de los aparatos de inteligencia del Estado eran abrumadores, pero el espíritu de cierre sectario, tan característico de la política en Argentina, permitió que quienes tenían indicios de tales extralimitaciones, permanecieran en silencio. En el fondo, recibían con una sonrisa en los labios las exclusivas de Luis Majul cuando transcribía conversaciones privadas entre Cristina Kirchner y alguna persona de su entorno. Por consiguiente la responsabilidad mayor sobre esta deriva totalitaria recae sobre los que la consintieron y guardaron silencio, es decir los autodenominados intelectuales republicanos y los medios de prensa que se erigen habitualmente en portadores sagrados del derecho de crítica en nuestra débil sociedad democrática.
El periodista Carlos Pagni, -tal vez por haber sufrido en carne propia las operaciones de los servicios de inteligencia del Estado- fue una de las pocas voces que alertaron tempranamente sobre el fenómeno. En una nota publicada el 30 de abril de 2016 bajo el título “Sottogoverno: todo queda debajo de Arribas” señalaba que el presidente Macri, al designar a un amigo íntimo proveniente del mundo de los negocios del fútbol al tope de todo el espionaje estatal, develaba su propósito: “Hay zonas donde Macri innova. Pero en el manejo del sótano del poder, el sottogoverno de Bobbio, parece ser el más conservador de los políticos”. Arribas y su hijo eran los directivos de Stellar Group, la compañía inglesa que maneja el Deportivo Maldonado de Uruguay, un club pantalla desde donde supieron hacer pingües negocios con la triangulación de futbolistas a Europa, eludiendo las disposiciones fiscales de Brasil y Argentina.
El 2 de abril de 2017, Pagni volvía a incursionar en el tema con una nota titulada “El pestilente círculo negro del espionaje”. Señalaba que “Mauricio Macri suele lamentar la incomprensión de lo que denomina el “círculo rojo”, y los sociólogos llaman elite: políticos, empresarios, sindicalistas o periodistas que evalúan las decisiones oficiales intoxicados por el exceso de información. Pasan los meses y va apareciendo con claridad otro grupo del que tal vez debería cuidarse más. Personas instaladas en las entrañas del poder, que utilizan fondos e instrumentos asignados por el Estado para perseguir o extorsionar, fuera de cualquier marco legal. Es un elenco que existe en todas las administraciones. El célebre Norberto Bobbio lo llamó sottogoverno. El problema de Macri es que ese pestilente “círculo negro”, que se extiende bajo sus pies, ha comenzado a descomponerse y está fuera de control”.
El 31 de mayo de 2019, una nota del periodista Juan Alonso daba cuenta de un reporte preliminar de Naciones Unidas en el que advertía sobre el uso de escuchas con fines políticos por parte del macrismo. El informe señalaba que en 2018 el Estado Argentino escuchó 41 mil líneas telefónicas y advirtió sobre «a) el uso excesivo de las interceptaciones, tratadas como una medida ordinaria de investigación para todos los tipos de delitos y no como el último recurso para los delitos graves; b) la debilidad de los controles en la cadena de custodia sobre el acceso al contenido de las interceptaciones; y c) la falta de un control independiente sobre el uso de las interceptaciones».
En abril de 2017 el escándalo por la utilización política de los servicios de inteligencia se potenció con la declaración de un exagente de la AFI, Hugo Rolando Barreiro, en el juzgado de Dolores a cargo del juez Alejo Ramos Padilla. Barreiro, que estaba prófugo, se ofreció como arrepentido y en su declaración admitió trabajar para el falso abogado Marcelo D’Alessio, quien operaba con los excomisarios bonaerenses Ricardo Bogoliuk y Aníbal Degastaldi. Las tareas eran reportadas, según Barreiro, a Silvia Majdalani, la segunda de Gustavo Arribas en la AFI. Entre los espiados aparecían los ministros de la Corte Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti. Esta información, lejos de alarmar a los periodistas de cepa republicana, fue desacredita como una “maniobra kirchnerista”. Según la frondosa imaginación del periodista Joaquín Morales Solá, el juez Ramos Padilla, “de clara militancia en el kirchnerismo”, tuvo conocimiento previo de la maniobra de la denominada operación “puf puf”. “La ejecución de la trampa la habría autorizado personalmente Cristina Kirchner. Todo esto surge de nuevas escuchas telefónicas, que grabaron a operadores políticos que, como Báez y Baratta, son más chambones que sutiles”.
Hasta aquí solo una pequeña muestra de los sobrados indicios del uso político de los servicios de inteligencia del Estado en la era Macri. Una recopilación exhaustiva demandaría escribir un extenso libro. Solo resta hacer ahora una breve referencia al doble discurso del ex presidente. En la campaña de 2015, Macri había prometió: “Yo voy a ser el primero en exigirle a la Justicia que actúe en forma independiente. Que no haya impunidad ni con mi Gobierno ni con el pasado. Que entendamos que uno no puede concentrar el poder”. Más atrás en el tiempo, en 2011, el PRO había firmado “un compromiso republicano” junto con otras agrupaciones políticas en el que en relación con la Justicia decía: “El efectivo cumplimiento de sus fallos se nos impone por encima de nuestros programas de gobierno, de nuestras coincidencias y de nuestras disidencias. Forma parte de un acuerdo pétreo, inamovible que debe respetarse, gobierne quien gobierne la República”. Como es sabido, estos compromisos no impidieron que el ex presidente formulara un pedido público de juicio político al juez Alejo Ramos Padilla –que investigaba la red del falso abogado Marcelo D’Alessio- tras una larga cadena de críticas que el mandatario hizo a jueces que no fallaban de acuerdo con sus deseos, como el caso de los jueces Jorge Ballestero y Eduardo Farah que habían intervenido en la puesta en libertad del empresario Cristóbal López. Tanto Farah como Ballestero debieron dejar sus cargos luego de ese fallo que enfureció al Presidente. A uno se le ofreció un traslado y al otro, la jubilación.
¿Cuál era el propósito que se perseguía con esta vasta red de espionaje que no respetaba ni siquiera a los más cercanos colaboradores políticos del presidente Macri? Parece una obviedad decirlo, pero uno de los objetivos era contar con información sensible que pudiera ser utilizada para extorsionar políticamente a los afectados. De esta manera se estableció un vasto sistema de presión sobre políticos, empresarios y jueces. Esto explica las fuertes presiones que se ejercieron sobre algunos jueces federales para que dictaran resoluciones judiciales favorables a la imputación penal de Cristina Kirchner y algunos de sus colaboradores. En los casos de jueces ideológicamente enfrentados con el kirchnerismo, como el caso de Claudio Bonadío, esas presiones no hicieron falta. Pero en otros casos, las maniobras extorsivas tuvieron aparente éxito, como lo revelan decisiones incomprensibles como las adoptadas por el juez Julián Ercolini en la causa por el suicido del fiscal Nisman. Finalmente, otros jueces que no fueron tan dóciles, sufrieron el escarnio periodístico mediante información filtrada a los medios de prensa sobre el crecimiento aparente de su patrimonio, como aconteció con los jueces Eduardo Freire y Rodolfo Canicoba Corral.
Que determinados dirigentes políticos adopten atajos y comportamientos mafiosos para consolidar su poder, no debe sorprender a nadie. Generalmente la confianza en que sus métodos no van a ser descubiertos propicia estos desbordes antidemocráticos, como se registran tan frecuentemente en la mayoría de las democracias modernas. Pero aquí la responsabilidad política mayor recae sobre aquellos sectores que en Argentina se han arrogado la defensa de las instituciones democráticas, es decir intelectuales y medios de prensa que alardean de sus convicciones republicanas.
En nuestro país existen algunos periodistas que conservan su independencia y honestidad intelectual. Pero frente a esa minoría hay una extensa brigada de periodistas de los grandes medios que escriben notas todos los días en las que especulan obsesivamente sobre el pensamiento de Cristina Fernández, sus deseos, sus planes, sus supuestos odios o sus recónditos afectos. La última incorporación a La Nación del periodista estrella Luis Majul, a tenor del contenido de sus notas, persigue un único objetivo: instalar el relato de que Alberto Fernández es un títere de Cristina. Si como muestra sirve un botón, basta leer los titulares de terror de las últimas 8 notas de Jorge Fernández Díaz: “No exagerábamos con el gen chavista”; “La sombra que se cierne sobre la democracia”; “El virus da a luz un populismo de nueva generación”; “El monstruo congelado despierta”; “Desventuras de un matrimonio de conveniencia”; “Cómo ser progre sin ser un tonto o un miserable”; “Bajezas políticas mientras el país se hunde”; “Avanza la creación de un nuevo régimen”. Hay que leer la prensa internacional para comprobar la enorme distancia que existe entre un periodismo ético y un periodismo de barricada. Si en Argentina hay una grieta emocional, similar a la que se abrió en 1955, es en gran parte debido a la prédica constante y abrumadora de Clarín y La Nación.
Si los medios que mayor poder de difusión tienen en Argentina se hubieran ajustado a los principios éticos del periodismo, y los intelectuales se hubieran ocupado de lo relevante, tal vez se hubieran evitado algunos excesos. Pero embarcados todos en una cruzada antikirchnerista, decidieron iluminar con potentes focos solo un sector del escenario político y colocarse una venda frente al otro. Como señala Tzvetan Teodorov en “El espíritu de la Ilustración”, “si todos los grandes medios de comunicación nos martillean desde la mañana hasta la noche y día tras día con el mismo mensaje, disponemos de poca libertad para formarnos nuestras opiniones….En la actualidad en algunos países es posible –si se tiene mucho dinero- comprarse una cadena de televisión, o cinco, o diez emisoras de radio y periódicos, y hacerles decir lo que uno quiere para que sus clientes, sus lectores y sus espectadores piensen a su vez lo que uno quiere. En este caso ya no se trata de democracia, sino de plutocracia. El que tiene el poder no es el pueblo, sino sencillamente el dinero”.-