Cultivadores del odio

Aleardo Laría.

Ninguna sociedad existe sin conflictos. Los conflictos políticos son inevitables porque existen visiones contrapuestas acerca del bien común. Por otra parte, en toda sociedad que opera en el marco de un sistema capitalista existe un conflicto distributivo que nunca termina de ser resuelto. Sin embargo, las modernas sociedades democráticas consiguen canalizar los conflictos creando reglas y procedimientos institucionales para alcanzar un cierto equilibrio distributivo y atemperar el conflicto ideológico posibilitando la alternancia mediante elecciones periódicas. Estos mecanismos institucionales son visibles para todo el mundo y funcionan con mayor o menor eficacia. Pero junto con ellos existen también unos modos informales que operan como limites a toda interacción social. En Argentina, como veremos a continuación, apenas están presentes y han sido reducidos a la insignificancia porque han sido absorbidos  por el agujero negro de la grieta.

            Las limitaciones informales se transmiten de una generación a la siguiente por la imitación o por la educación  y contribuyen a conformar ese entramado de comportamientos  que llamamos cultura. La importancia de este heterogéneo conjunto de hábitos culturales se pone de manifiesto cuando observamos que las mismas o similares reglas institucionales –generalmente recogidas en las constituciones-   producen resultados diferentes en unas sociedades u otras. Sucede también a menudo que algunas instituciones formales se han creado con una determinada finalidad y en la práctica abandonan ese rol cediendo a las presiones de los grupos de poder para servir a intereses de facción.

            Un caso notorio es el del Poder Judicial en Argentina. Desde la perspectiva institucional funciona como un poder arbitral imparcial, dirimiendo conflictos civiles, laborales, penales o administrativos entre particulares o de particulares con el Estado, pero desde una perspectiva política interviene también como límite informal al ejercer labores de control sobre los actos del Poder Ejecutivo o del Poder Judicial. En esta labor tuitiva muchas decisiones que se toman al amparo de una norma formal pueden ser aplicadas de un modo sesgado para producir efectos en el terreno político. Un exceso de politización del Poder Judicial puede entrañar una desviación de poder importante que acabe desnaturalizando su función lo que se traduce en  una pérdida importante de credibilidad ante la sociedad. Si los ciudadanos perciben que las resoluciones judiciales dependen de las simpatías políticas e ideológicas de los jueces, se pierde el rol de poder moderador que ejercen de modo informal y ninguna resolución teñida de partidismo ofrece garantías de imparcialidad.

            Otro rol importante como límite informal es el que juegan los intelectuales que con sus opiniones contribuyen a elaborar diagnósticos más precisos y análisis mejor argumentados de los conflictos políticos y sus consecuencias. Si los intelectuales pierden el lugar de observadores imparciales y se convierten en  simples propagandistas de relatos sesgados y maliciosos, la sociedad pierde un punto de referencia importante para precisar cuándo se han traspasado los límites  que marcan la diferencia entre comportamientos democráticos y otros que dejan de serlo. Si llevados por el apasionamiento político los intelectuales se suman a cruzadas  morales que se salen del terreno político para ofrecer dilemas maniqueos que obligan  a optar entre el bien y el mal, se pierden las sutilezas de la complejidad política y todos terminan embanderados en  parcialidades irreductibles.

            Un tercer protagonista importante en las sociedades modernas lo constituye el conglomerado de medios de comunicación que son quienes canalizan la información y la opinión que llega a los ciudadanos. Sería ingenuo esperar que los medios de comunicación tradicionales, que generalmente pertenecen a grupos empresariales consolidados, guarden una escrupulosa imparcialidad en el análisis de la realidad política. Pero una cosa es ofrecer una opinión sesgada y otra muy diferente  hacer “periodismo de guerra”. En Argentina prácticamente no existen grandes medios que no estén embanderados en posiciones extremas. Se ha perdido totalmente el deseo de cultivar una imagen de imparcialidad, y todos se lanzan a la batalla para dañar el prestigio de los considerados enemigos políticos. Esto explica, por ejemplo,  que un simple suceso de criminalidad común, como el caso de Fabián Rodríguez,  pueda ser convenientemente aderezado para convertirlo en una suerte de  magnicidio reloaded. Los ciudadanos independientes, que buscan en los medios de comunicación opiniones fundadas para  el contraste argumental, quedan desconcertados.  Otro ejemplo patético lo ofrece La Nación, que en algún momento parecía haber hecho una tibia apuesta por la calidad  y que finalmente ha terminado sustituyendo a Eduardo Fidanza por Luis Majul.

            Los observadores imparciales, que en las sociedades modernas operan como límites a las extravagancias y desaciertos de los actores políticos, prácticamente han desaparecido en la Argentina. Muy pocos aspiran a llenar ese vacío y una inmensa mayoría se apunta a la estéril labor de cavar trincheras. Alberto Fernández, quien manifestó su intención de asumir el rol equilibrado que como presidente  de todos los argentinos le corresponde, inspirado en el ejemplo de Raúl Alfonsín, recibe sin embargo el embate furioso de quienes –tal vez en un exceso retórico- definiera como cultivadores del odio. Pero el problema real no son las personas que se dejan llevar por las pasiones y el odio, porque siempre habrá quienes se ubiquen en esas posiciones extremas. El problema es la falta de opinión independiente para conforman esas murallas de defensa informales que surgen naturalmente en las sociedades modernas y que impiden que todos queden absorbidos por los excesos.