El neopopulismo de derecha

Aleardo Laría.

Estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo fenómeno político en Argentina. Todavía enmascarado tras los pliegues de un partido político tradicional, lentamente se va configurando un nuevo actor político que escapa a las coordenadas tradicionales de los partidos liberales. Hasta ahora, en América Latina, la tentación populista aparecía como un rasgo característico de los movimientos de izquierda. Pero a partir de ahora debemos asumir que el populismo también puede encarnarse en partidos de derecha. Esta versión, que por su novedad parece atinado caracterizar como “neopopulismo”, ha venido para quedarse.  Su aparición obliga a la izquierda a revisar algunas tesis, sobre todo aquellas que popularizó Ernesto Laclau. Es un dato incómodo para todos aquellos que soñaban que el populismo podía asumir las banderas del viejo socialismo revolucionario.

            La existencia de partidos neofascistas o populistas de derecha ha sido un dato instalado desde finales del siglo pasado en el escenario europeo. Como acertadamente señaló Chantal Mouffe –la pareja de Ernesto Laclau que puso la atención en este fenómeno- la estrategia discursiva de estos partidos consistió en establecer una frontera entre un “nosotros”  integrado por los buenos ciudadanos defensores de los valores de la integridad nacional, frente  un “ellos” compuesto por las élites corruptas que instaladas en el poder permitían la desintegración nacional admitiendo el acceso irrestricto de los inmigrantes que venían a cuestionar el estilo de vida tradicional.  El ascenso de estos partidos neofascistas se vio favorecido por los procesos de degradación social producidos por la desbordante globalización neoliberal que las instituciones del viejo Estado nacional se veían impotentes para regular.

            Ernesto Laclau no ignoró que el populismo era un fenómeno que podía encarnarse tanto en partidos de izquierda como de derecha. Afirmó que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista” y reconoció que el populismo no es una constelación fija sino una serie de recursos discursivos que  pueden ser utilizados de modos muy diferentes. En terminología de Laclau, el populismo consiste en un arsenal de herramientas retóricas (significantes flotantes) que pueden tener los usos ideológicos más diversos. De este modo consideró populistas movimientos tan disímiles como el creado por Adolf Hitler en Alemania, Perón en Argentina,  Mao Tse Tung en China o más recientemente Chávez en Venezuela.

            Según Laclau, para que  haya populismo se requieren tres condiciones: la primera es que se construya una relación solidaria entre una pluralidad de demandas insatisfechas de modo que se forme lo que denomina una cadena equivalencial. La segunda condición es elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un discurso dicotómico que divida a la sociedad en dos campos irreconciliables. Finalmente, el tercer estadio tiene lugar cuando ese discurso dicotómico cristaliza en torno a ciertos símbolos que permiten asumirlo como una totalidad. De estos rasgos, el más característico es el segundo que impone una lógica amigo-enemigo que desgarra el tejido institucional y desencadena batallas políticas e ideológicas que se  acometen en nombre de una verdad cuasi religiosa. La creación de una identidad compartida exige la designación de un adversario que permita trazar la frontera que separa el nosotros de ellos. Como señalaba Freud, “el rasgo común que hace posible la mutua identificación entre los miembros de un grupo es la hostilidad común hacia algo o alguien”.

            Si dirigimos ahora la mirada a la realidad política argentina, observamos en el fenómeno de los “banderazos” los rasgos propios del populismo: una serie de reclamaciones de ciertas demandas supuestamente republicanas que se articulan sobre un fondo de insatisfacción generalizado por los efectos económicos y sociales de la pandemia. El factor de unidad se consigue alrededor de la designación de un enemigo representado por la figura de Cristina Fernández de Kirchner. La demonización de la ex presidenta, es fruto de la acción constante e incansable de los medios hegemónicos coordinados con unas brigadas profesionalizadas de comunicadores sociales en las redes que se propagan por Internet. El uso de la calle, aprovechando el malestar provocado por la pandemia también fue utilizado recientementde por Vox en España, llenando de coches el Paseo de la Castellana, y reclamando la “dimisión” del Gobierno.

             Este espíritu de cruzada se evidencia en la demanda formulada por la líder indiscutida del naciente neopopulismo de derecha, Patricia Bullrich, al exigir que el presidente Alberto Fernández “levante la reforma de la Justicia”. Una demanda curiosa, porque el presidente Mauricio Macri, en su mensaje a la Asamblea Legislativa el 1 de marzo de 2016, se pronunció a favor de la reforma judicial. Dijo en la ocasión: “Impulsaremos la reforma de la Justicia, para fortalecer su independencia y mejorar su funcionamiento. Pero, para ello, hace falta regular la subrogancia de jueces, reformar el Consejo de la Magistratura y las leyes orgánicas del Ministerio Público Fiscal, de la Defensa Pública y del Poder Judicial”. Es decir que según la concepción democrática de Patricia Bullrich solo la derecha conservadora tiene derecho a  promover una reforma de la justicia en Argentina.

            La formulación de demandas insólitas; el uso de las redes y de la calle que promueve Patricia Bullrich; este machacar constante de los grupos de poder mediático que en Argentina han perdido todo sentido de la ecuanimidad,  pone a Juntos por el Cambio al borde de la ruptura institucional.   Afortunadamente, existen importantes sectores en el interior de esa coalición que son conscientes de la deriva neopopulista por la que la Bullrich pretende transitar y parecen poco dispuestos a aceptar esas políticas extremas que luego se pagan muy caro en las urnas. Los sectores moderados de JxC son conscientes de que romper el juego institucional con el uso de la calle es una peligrosa arma de doble filo que puede tener consecuencias imprevisibles e inimaginables.

            El nuevo fenómeno que se ha instalado en la política argentina, debe servir de reflexión también a la izquierda que se dejó embelesar por las tesis rupturistas de Ernesto Laclau. Ha sido Chantal Mouffe la encargada de moderarlas, al afirmar que los conflictos políticos, en una democracia, no deben tomar la forma de un antagonismo (lucha entre enemigos) sino de un agonismo (lucha entre adversarios). La confrontación agonista es diferente de la antagónica porque  no considera al oponente como una enemigo a destruir y lo acepta como un adversario cuya existencia se percibe como legítima. La democracia no puede sobrevivir sin cierta forma de consenso respecto  de la adhesión a ciertos valores éticos-políticos y a las instituciones que lo regulan.