Aleardo Laría.
La palabra populismo se ha convertido en un arma arrojadiza de la política, de modo que cuando se quiere denostar a un dirigente político o desprestigiar a algún movimiento político, la etiqueta aparece de modo invariable. Evoca lo peor y más oscuro de la política, un epíteto para lanzarlo sobre los enemigos políticos, al punto que el ex presidente Macri, convencido de su nocividad, consideró que el populismo era “más peligroso que el coronavirus”. Este uso obsesivo de la expresión ha llevado a que los intentos de conceptualizar al populismo como una nueva categoría política, emprendidos en los años 80 desde las ciencias políticas, perdieran gran parte de utilidad. Indudablemente se trataba de una labor harto difícil, dado que en la clasificación taxonómica entraban movimientos tan disímiles como el bonapartismo de Luis Napoleón Bonaparte en Francia, el movimiento narodniki en Rusia, el Partido del Pueblo en EEUU, el varguismo en Brasil, el peronismo en Argentina, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) de Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú; el nasserismo en Egipto, el kemalismo de Atatürk en Turquía, y en épocas más recientes el chavismo en Venezuela o los partidos de extrema derecha que han florecido por toda Europa. Estas dificultades llevaron a algunos politólogos a considerar que tras esa búsqueda de un común denominador apenas quedaba un elemento residual: la apelación retórica al pueblo. El propio Ernesto Laclau, que pretendió darte un estatus científico al término, aceptó resignadamente que el populismo “no aparece ya como si fuera una constelación fija, sino como una serie de recursos discursivos susceptibles de utilizar en los modos más diversos”. A pesar de estos fracasos, en el año 2013, en un artículo publicado en la New Left Review bajo el título El populismo y la nueva oligarquía*, Marco D’Eramo sugirió un nuevo modo de abordar el fenómeno del populismo: “Si nadie se autoproclama populista, entonces el término dice mucho más del que lo profiere que de quien es simplemente denigrado por él. Cada vez más movimientos políticos y sociales son tachados despectivamente de populistas por gobierno especializados en medidas antipopulares”. Por lo tanto, añadía, “la noción de populismo es un instrumento hermenéutico útil sobre todo para identificar y caracterizar a aquellas facciones políticas que tachan a sus adversarios de populismo”. De este modo, inopinadamente, se había dado nacimiento a una nueva saga política, la del “antipopulismo”.
Los primeros antipopulistas
Tal vez uno de los primeros antipopulistas haya sido Aristóteles que empleó la palabra demagogia con el mismo aplomo con el que hoy se utiliza la palabra populismo. Pero para no remontarnos demasiado lejos en el tiempo, podemos considerar que en la modernidad las primeras voces antipopulistas surgieron como consecuencia de las investigaciones de una ciencia entonces en pañales: la psicología social. El médico francés Gustavo Le Bon escribió en 1895 Psychologie des foules (traducido como psicología de las muchedumbres por algunos) en la que hace referencia a las transformaciones de los individuos cuando se encuentran agrupados. Según su opinión, se forma un “alma colectiva”, transitoria, pero con características muy definidas. Tomando las analogías habituales en su época entre organismo y sociedad y algunos tópicos del pensamiento racista, Le Bon atribuye a las multitudes las siguientes características: sentimiento de potencia, contagio mental, sugestibilidad, impulsividad, irritabilidad, incapacidad de razonar, exacerbación sentimental, intolerancia y autoritarismo. Considera que “las masas son siempre femeninas, pero las más femeninas de todas son las masas latinas. Quien se apoye en ella puede ascender muy alto, pero bordeando sin cesar la roca Tarpeya y con la certeza de ser precipitado desde ella algún día”. Añade que “las masas revisten de un mismo y poderoso poder a la fórmula política o al jefe victorioso que momentáneamente las fanatiza”. Esto da lugar a la sumisión ciega a su mandamientos, imposibilidad de discutir sus dogmas deseo de difundirlos y tendencia a considerar como enemigos a todos los que rechazan el admitirlo. Opina que los conductores de masas no son hombres de pensamiento, sino de acción y anticipándose a los conocidos diagnósticos telepáticos de un locuaz médico y periodista argentino afirma que “se reclutan sobre todo entre aquellos neuróticos, excitados y semialienados que se hallan al borde de la locura”.
Sigmund Freud, en Psicología de las masas (Alianza) parte del concepto de “alma colectiva” de Le Bon e intenta desentrañar el elemento que favorece el enlace de unos individuos con otros. Adoptando una actitud más benevolente, señala que en determinadas circunstancias, cuando existen asociaciones permanentes, la moralidad de las multitudes puede resultar más elevada que la de los individuos que la componen y que “el alma colectiva es capaz de dar vida a creaciones espirituales de un orden genial como lo prueban el idioma, los cantos populares, o el folklore”. Considera que la esencia del alma colectiva reside en poderosos lazos afectivos, de naturaleza libidinal, y encuentra en la relación amorosa un símil del entusiasmo que en las masas despiertan ciertos líderes, que encarnan la materialización del “ideal del yo”. No obstante Freud, prudentemente, toma cierta distancia del fenómeno cuando invoca la conocida frase de Bernard Shaw que bien puede trasladarse a los liderazgos: “Estar enamorado significa exagerar desmesuradamente la diferencia entre una mujer y otra”.
José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas –una serie de artículos de prensa que aparecieron en el diario El Sol de Madrid en 1929– expresa la perplejidad del pensamiento liberal conservador ante “el advenimiento de las masas al pleno poderío social”. No puede disimular su incomodidad ante el acceso de las clases populares a los lugares anteriormente reservados a las élites. Observa que las muchedumbres aparecen ahora en los mejores lugares reservados antes a las minorías. Define a la sociedad como una unidad dinámica de dos tipos de hombres: el hombre masa y el hombre selecto, división que permea todas las clases sociales. En cada clase social hay masa y minoría auténtica. Mientras el hombre selecto es aquel que se exige más de sí mismo que los demás, el hombre masa no se valora a sí mismo y no se angustia al sentirse idéntico a los demás. Las masas actúan directamente sin ley, por medio de presiones materiales, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Creen que tienen derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Las masas se han hecho indóciles frente a las minorías: no la obedecen, no la siguen, no la las respetan, sino por el contrario, las dejan de lado y las suplantan.
El antipopulismo en Argentina
El reciente ensayo de Ernesto Semán –Breve historia del antipopulismo (Siglo XXI)- es una excelente recopilación de “los intentos por domesticar a la Argentina plebeya, de 1810 a Macri”. Semán reconoce que el populismo es, en la actualidad, un concepto usado como arma arrojadiza más que como categoría de análisis. “No ha sido casi nunca una identidad adoptada por algún proyecto político, sino la combinación de una descripción, una categoría y una acusación contra formas específicas de imaginar la relación entre política y sociedad”. Señala que la palabra elegida por la élite heredera de la Revolución de Mayo para designar una realidad acechante fue la de “barbarie”. Una forma premoderna de la política en la que los líderes despóticos como los caudillos federales explotaban las emociones de las masas iletradas conformadas por los gauchos. Para Semán, la secuencia gaucho-compadrito-cabecita negra-choriplanero recorre los doscientos años de representaciones de los sectores populares acuñadas por las élites patrias.
En la representación del gaucho rosista es Sarmiento quien consigue con Facundo anticipar la interpretación del apoyo al líder carismático como resultado de los beneficios inmediatos que consiguen sus seguidores. Son épocas duras, en las que el desplazamiento de las poblaciones indígenas se consigue de modo violento. Según Semán, entre treinta y cincuenta mil indígenas murieron a manos del ejército o como consecuencia de enfermedades y malnutrición durante la Conquista del Desierto, entre 1878 y 1888. Jose María Ramos Mejía, médico de profesión, publica en 1899 Las multitudes argentinas, siguiendo la estela de Le Bon. “El verdadero hombre de la multitud – dice – ha sido entre nosotros el individuo humilde, de conciencia equívoca, e inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente rudimentario e ineducado”. Esa época iba a llegar a su fin en 1912, con la reforma electoral de la Ley Sáenz Peña, que permitiría “el ingreso en la política el primer movimiento populista de la Argentina”. El gaucho se repliega en los bordes de la ciudad y se transforma, para el ideario antipopulista, en la figura icónica del compadrito. En el Diccionario de voces lunfardas de Fernando Hugo Casullo se lo define como aquel “individuo de la plebe, pendenciero, jactancioso, afectado en la vestimenta y en su manera de conducirse”. Añade Semán que “aparecían en los negocios y en los bares. Pero, sobre todo, estaban en los comités, otorgando y recibiendo favores y castigos, la razón de ser de la política”.
Con el advenimiento del peronismo se produce la llegada del cabecita negra, que se impuso como símbolo representativo de una nueva era. Desde entonces, el antipopulismo se pregunta por las razones de la lealtad. “Se interrogaba, entre la perplejidad y la rabia, por qué los trabajadores seguían a Perón de forma tan convencida y, con el paso del tiempo, de manera tan inclaudicable”. Para Semán “hay cuatro ideas centrales al antipopulismo que se conjugan en las interpretaciones del 45: el impacto del aluvión, zoológico o no, de la masa inmigratoria sobre la política; el desvío de las masas de un destino original; los desajustes del país frente a su propio hecho moderno; y la identificación del peronismo como una expresión política de esa deformidad social y cultural, que abría una forma de incorporación defectuosa y engañosa de los trabajadores a la vida política”. Añade que la historia sangrienta de la Argentina durante la segunda mitad del siglo XX puede ser entendida como un derivado de dos ideas básicas fraguadas por el antipopulismo en ese entonces: “La impugnación al peronismo y su designación como un actor ilegítimo, y la auto purificación de las tradiciones políticas que lo enfrentaban, cuyas acciones quedaban siempre justificadas cuando se comprendía la naturaleza diabólica del enemigo”. Finalmente choriplanero ha sido el concepto novedoso introducido durante la consolidación final y caída de la nueva derecha en Argentina. Pero Semán añade que junto con esa amenaza de un mundo plebeyo espectral, que las élites aspiraban a contener o corregir, siempre existió la ilusión de un futuro esperanzador. “Ese futuro redentor se hizo realidad en 2015, cuando Juntos por el Cambio se convirtió en la primera coalición en llegar al poder por la vía electoral sobre la base de una agenda ardientemente antipopulista”.
El ensayo de Ernesto Semán enlaza acontecimientos históricos y los vincula a las construcciones ideológicas que tuvieron lugar en aquellos momentos. De este modo se pueden trazar algunas líneas de puntos a partir de esos anclajes. En Argentina, al igual que ha acontecido a lo largo de la historia de la humanidad, La omnipresencia de las plebes ha sido vista como una amenaza latente del orden establecido. Luigi Zoja denomina “paranoia colectiva” el proceso por medio del cual una sociedad o un grupo proyectan todos sus miedos alrededor de un potencial enemigo. Es indudable que la irrupción de las masas en la arena política generalmente ha sido turbulenta, del mismo modo que el agua embalsada cuando se desborda provoca inevitables daños. Por consiguiente, el razonamiento paranoico puede estar apoyado en muchos elementos verdaderos. Pero se engaña acerca de la naturaleza del conflicto real porque no alcanza a comprender las razones que lo han venido alimentando. Las demandas populares en muchas ocasiones superan la búsqueda de un mayor bienestar material y se expanden como un reclamo por el reconocimiento de la dignidad de ciertas personas o grupos. Lo que no es más que un modo de exigir un grado mínimo de inserción social acorde con los presupuestos de una comunidad auténticamente democrática. Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, comenta irónicamente la vieja anécdota relatada por Platón de lo sucedido al filósofo griego llamado Tales que cayó en una zanja por mirar las estrellas. Decía Hegel que a diferencia de Tales hay quienes no pueden caer nunca en una zanja por la sencilla razón de que están metidos siempre en ella, sin acertar a levantar los ojos para mirar el mundo que está más allá de esa grieta.
(Nota publicada en El Cohete a la Luna)