Los jueces deben pagar impuestos

Aleardo Laría.

Los jueces deben pagar el impuesto a las Ganancias por una razón muy simple: la plena vigencia del principio de igualdad ante la ley, base fundamental del Estado de derecho. Se pueden sumar muchas otras razones, pero el argumento igualitario es el más contundente teniendo en cuenta que estamos ante personas que han sido preparadas para aplicar este principio todos los días. Una institución que no reconoce y promueve la aplicación universal de los principios que dice y debe defender carece de legitimidad para reclamar a otros lo que no cumple. 

Los argumentos a través de los cuales los jueces pretenden conservar su inusual privilegio son insostenibles, indignos de ser esgrimidos por personas que invierten varias horas del día en argumentar a favor o en contra de determinada interpretación legal. Según un primer argumento,  el salario no es ganancia y por lo tanto no debiera tributar. Es una tesis pueril, dado que pone el acento en la denominación del impuesto. Bastaría cambiar la denominación por otra más apropiada –por ejemplo Impuesto a los Ingresos de las Personas Físicas (IRPF), como se denomina en España, para que la objeción decayese.

Por otra parte, si los jueces actuaran de modo coherente con el argumento, deberían extender el privilegio al resto de trabajadores, que tampoco perciben ganancias, sino salarios. De este modo se originaría un agujero fiscal impresionante, que debería ser cubierto con el aumento de los impuestos indirectos, mucho menos equitativos. En los ordenamientos tributarios modernos, el impuesto a la renta de las personas físicas es el más relevante y el que permite hacer extensivo el principio de proporcionalidad contributiva. Por ejemplo, en España, sobre una población total de 47 millones, son más de 21 millones de ciudadanos los contribuyentes netos del IRPF -es decir básicamente trabajadores y clase media- representando ese impuesto el 39 % del total de la recaudación (12 % el Impuesto de Sociedades y 33 % el IVA).

Con los impuestos los gobiernos financian los servicios públicos básicos, consistentes en ofrecer atención hospitalaria; construir escuelas, colegios y universidades; abonar el salario de los profesores y maestros; construir carreteras y otras obras de infraestructura, etc. Los jueces, como el resto de los ciudadanos, son usuarios de esos servicios, desplazándose por las carreteras, enviado sus hijos a la escuela o acudiendo a un centro de saludad. De modo que están obligados éticamente a contribuir al sostenimiento de esos gastos, sin que puedan refugiarse en privilegios que no existen en ningún lugar del mundo.

Un argumento que utilizan los jueces se apoya en una discutida y discutible interpretación del artículo 110 de la Constitución Nacional  que señala que los jueces conservarán el empleo mientras dure su buena conducta y recibirán una compensación que “no podrá ser disminuida en manera alguna” mientras cumplan sus funciones. Como es evidente, la Constitución prohíbe cualquier medida gubernamental arbitraria dirigida a alterar la remuneración de un juez, pero de allí a interpretar que sus remuneraciones no deben sufrir deducciones impositivas de carácter general que afectan a todos los ciudadanos, media una enorme distancia. Por otra parte, existen otras normas en la Constitución que hacen referencia a las remuneraciones del presidente y vicepresidente de la Nación (art. 92) y a la de los ministros (art. 107) disponiendo que no pueden ser aumentados ni disminuidos durante el ejercicio del cargo. Sin embargo a nadie se le ocurre argumentar que estos funcionarios no deben pagar el impuesto a las ganancias.

 En el año 1936, la Corte Suprema argentina, integrada por conjueces, abordó la cuestión en el caso Medina y consideró que los jueces federales quedaban exentos de pagar Ganancias. Se ha mencionado que existía un precedente jurisprudencial emanado de la Corte Suprema de los Estados Unidos que avalaba esa tesis. En realidad la Corte norteamericana, en el año 1939, sostuvo la constitucionalidad de la ley que gravaba el salario de los jueces nombrados con posterioridad a la sanción de esa norma. Del fallo del alto tribunal norteamericano se puede rescatar,  por su rigor y  actualidad, el argumento del juez Frankfurter, redactor de la tesis mayoritaria. En la ocasión sostuvo que “someter a los jueces a un impuesto general es reconocer que los jueces son también ciudadanos y que su particular función en el gobierno no los exime de compartir con sus conciudadanos la carga sustancial del gobierno cuya constitución y leyes ellos deben administrar”.

En el año 1996 el Congreso de la Nación aprobó la Ley 24.631 que derogaba las exenciones que contemplaba la legislación anterior para los magistrados y funcionarios del Poder Judicial de la Nación. La Corte Suprema, en una actuación que no tiene encaje constitucional, dictó la Acordada 20/1996 por la que declaró inaplicable dichas derogaciones para los magistrados y funcionarios del Poder Judicial. Resulta francamente insólito que mediante una simple Acordada –es decir una resolución de carácter administrativo interno- se derogue parcialmente una ley de la Nación, pero esta es una de las tantas anomalías que signan nuestra frágil cultura democrática.

El 22 de diciembre de 2016 el Congreso sancionó la ley 27.346 mediante la cual se dispuso que debían pagar el impuesto a las ganancias todos los funcionarios y magistrados que asumieran sus funciones a partir del 1 de enero de 2017. De este modo se consagró una nueva desigualdad, dado que desempeñando una misma tarea, hay jueces y funcionarios que pagan el impuesto a las ganancias mientras otros conservan su anterior privilegio.

Como señala Hugh Heclo en Pensar institucionalmente (Ed. Paidós) las instituciones son algo más que simples procedimientos formales. Para elevarlas es necesario adoptar un punto de vista interno en el que pensar institucionalmente sea un medio para fortalecer y legitimar a las instituciones ante los ciudadanos. Y hay dos instituciones de especial relieve en las democracias avanzadas: la justicia y el gobierno. Toda invocación al valor intrínseco de una institución queda devaluada si los integrantes de esa institución no reconocen y promueven la primacía moral de los principios que dicen defender. En palabras de Heclo, “una cosa es que un jugador haga trampas y otra muy distinta descubrir que los propios árbitros han sido los tramposos. Lo primero empaña la reputación de un deporte; lo segundo le asesta un golpe letal”.