Aleardo Laría.
Hace algunos años Juan Carlos de Pablo se formuló la siguiente pregunta: “¿En que se parecen los Pactos de la Moncloa a la teoría de la relatividad?” y respondió “en que muchísima gente se refiere a ellos, pero muy pocas personas saben exactamente de qué se trata”. La reciente visita de Felipe González, ex presidente del Gobierno de España, ha permitido recuperar el embeleso que la clase política argentina siempre ha tenido por los Pactos de la Moncloa. En una exposición realizada ante una nutrida concurrencia, el ex presidente insistió en la importancia de acordar en torno a algunos puntos estratégicos: “Pactar no significa dejar de competir, no significa ponerse de acuerdo en todo sino ponerse de acuerdo en qué”. Esta sugerencia, lanzada en momentos de intensa polarización política, puede parecer poco realista, pero lo cierto es que la propia vicepresidenta Cristina Fernández viene reclamando desde hace mucho tiempo por algún acuerdo de estas características. Ya lo hizo tempranamente en el año 2007, en el acto de lanzamiento de su candidatura en La Plata por la Concertación Plural, cuando destacó la importancia del diálogo social entre los trabajadores y empresarios para “acordar metas a mediano y largo plazo, no solamente discutir precios o salarios” y pactar así políticas a largo plazo que eviten los “cimbronazos” y cambios de dirección. Añadió en aquella ocasión que estos acuerdos “deberán tener el espíritu de los Pactos de la Moncloa, pero no necesariamente su contenido, por tratarse de situaciones muy distintas en países y épocas diferentes”. Planteamientos similares han sido reiterados recientemente y si bien es cierto que las arquitecturas institucionales, al igual que las plantas, no se pueden trasladar mecánicamente de un hábitat a otro, resulta oportuno indagar acerca del “espíritu” de los Pactos de la Moncloa, es decir, para seguir con el uso de las metáforas, pinzar el nervio político central de aquellos acuerdos.
El acuerdo político
Formalmente, los Pactos de la Moncloa fueron dos. Uno de contenido político denominado Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política y otro de naturaleza económica bajo el nombre Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía. Se firmaron en el Palacio de la Moncloa el 25 de octubre de 1977 por los partidos políticos con representación parlamentaria en el Congreso y por las asociaciones empresariales y los sindicatos obreros. En materia política, el pacto no tenía mayor sustancia, limitándose a un breve texto que garantizaba los derechos de reunión y de asociación política. En declaraciones posteriores, Felipe González devaluó el valor de esos acuerdos reconociendo «no tenían un contenido político notable» y que su importancia residía más bien en “el cambio que representaron en el estilo de la relación entre las fuerzas políticas en función de los problemas del país». En realidad, la verdadera ruptura política, la que dio inicio a la transición española, la produjo la Ley de Reforma Política que Adolfo Suárez, con grandes esfuerzos personales, consiguió que aprobaran las Cortes franquistas, en octubre de 1976. En virtud de esta ley, las Cortes aceptaron su disolución, y se hicieron una suerte de harakiri político. Esa ley, que contemplaba la convocatoria a elecciones, fue ratificada en referéndum en diciembre de 1976. El reconocimiento del Partido Comunista –“la clave de la credibilidad interna y externa” en palabras de Suárez- se produjo en abril de 1977 y las primeras elecciones se realizaron el 15 de junio de 1977. De modo que cuando se acordaron los Pactos de la Moncloa el terreno político ya estaba allanado. De todos modos, si bien los pactos venían escasos de contenido político, es innegable el valor simbólico que tuvieron. Diez partidos políticos, entre los que se encontraban los nacionalistas vascos y catalanes, los comunistas de Santiago Carrillo y los ex franquistas de Manuel Fraga Iribarne, -enfrentados 40 años antes en una guerra civil que provocó medio millón de muertos- se sentaron en una mesa a consensuar políticas de Estado. Ese espíritu fue el que permitió que se elaborara luego la moderna Constitución Española, aprobada en referéndum del 6 de diciembre de 1978.
El acuerdo económico
En cuanto al contenido económico de los pactos, se impone en primer lugar realizar una labor de contextualización, que nos permita reconocer el terreno en que aquel árbol fue plantado. España atravesaba en el año 1977 una grave crisis económica, producto del desgaste de las políticas económicas de autarquía heredadas del franquismo, y del aumento del precio del petróleo debido a la guerra del Yom Kippur. Con un grave déficit exterior de 11.000 millones de dólares, una inflación latinoamericana que era del 26,4 % anual, un déficit público en torno del 2 % -pero que no incluía las pérdidas de muchas empresas públicas y organismos autónomos-, y una baja presión fiscal (19,5 % del PBI) se imponía un cambio radical de políticas económicas. El vicepresidente de Economía, Enrique Fuentes Quintana, presentó entonces, un “Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía Española”. Se trataba, como su nombre lo indica, de un extenso catálogo de medidas, básicamente económicas, dirigidas a reconvertir la economía española para preparar su futuro ingreso en la Comunidad Económica Europea. Se reflejaban en la propuesta una serie de compromisos en materia presupuestaria, monetaria, de empleo, de seguridad social, educativa, e inclusive políticas agrícola, pesqueras y de comercialización (1). En este sentido, por su valor ilustrativo, conviene reproducir in extenso el Capítulo III del Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía en el que se fijaban las siguientes pautas de Perfeccionamiento del Gasto Público: “El perfeccionamiento del control del gasto público responderá a los siguientes principios y directrices: La Administración se compromete a establecer el control de la asignación de recursos a través de presupuestos de programas a partir de los Presupuestos para 1979, comenzando por los gastos de sanidad y seguridad social, obras públicas y, en cuanto técnicamente sea posible, educación. Del mismo modo se aplicarán las normas de la Ley General Presupuestaria en relación con la especificación territorial de la asignación de recursos. La Administración se compromete a desarrollar, en el plazo de seis meses, las normas establecidas en la Ley General Presupuestaria en cuanto a control de legalidad, control de auditoría y control de eficacia. Sin perjuicio de la futura estructuración constitucional del Tribunal de Cuentas, el ámbito de su competencia y el sistema de designación de sus miembros se regulará de tal manera que quede asegurada la independencia en el desempeño de sus funciones y la eficacia del control a su cargo. Se considera conveniente la creación de subcomisiones, dentro de las correspondientes comisiones parlamentarias, que garanticen un más adecuado control parlamentario del gasto público”. En lo referente a la política monetaria se estableció un límite al crecimiento de la masa monetaria del 17 % y una devaluación de la moneda del 20 %. En materia presupuestaria se estableció un límite de 730.000 millones de pesetas al déficit y se congeló la inversión pública al 30 % del presupuesto. En política impositiva las reformas procuraban una distribución más equitativa de los esfuerzos. El acuerdo señalaba que el impuesto a la renta de las personas físicas «tendrá carácter progresivo y los tipos efectivos que recaigan sobre las rentas modestas serán inferiores a los actualmente vigentes».
Del conjunto del programa económico, la iniciativa más original consistía en establecer un pacto de rentas, suscripto por la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) y las centrales sindicales Unión General de Trabajadores (UGT, socialistas) y Comisiones Obreras (comunistas) fijando un ajuste de los salarios en función de la inflación prevista y no en base a la registrada el año anterior. De este modo se estableció que la inflación de 1978 no superaría el 22 %. Ese primer acuerdo fue seguido en los años sucesivos por unos denominados acuerdos marcos interconfederales en los que se establecían los porcentajes en que aumentarían los salarios. De este modo se consiguió reducir la inflación en forma paulatina aunque siguió en tasas de doble dígito durante algunos años. En cualquier caso, lo cierto es que los pactos permitieron a España iniciar el camino de la modernización que la llevaría a integrarse en la Unión Europea y a tener uno de los periodos más largos de prosperidad de su historia. A partir de ese puntapié inicial, se llevaron a cabo reformas de enorme calado dirigidas a modernizar la Administración Pública, el Poder Judicial, la sanidad y la educación. Se llevaron a cabo políticas que fomentaron la innovación tecnológica de las empresas y se garantizaron derechos laborales en el Estatuto de los Trabajadores. Otra tarea ciclópea consistió en alcanzar la profesionalización de las fuerzas armadas y de los cuerpos de seguridad que estaban inmersos en pautas autoritarias implantadas durante la dictadura franquista. Cambiar la mentalidad de una organización militar no es tarea que se pueda realizar en un par de años y requiere décadas de denodados esfuerzos dirigidos a provocar esos cambios. De modo que si no se alcanza un consenso entre las fuerzas políticas que se van alternando en el gobierno, esa misión resultaría imposible. De modo que estos ejemplos deberían servir de lección para entender que reformas largas y duraderas no se pueden llevar a cabo si una base política de acuerdos mínimos entre los principales actores políticos.
Un ejercicio de realismo
Desde una perspectiva teórica no cabe dudas que sería conveniente que nuestro país alcanzara un consenso para definir una decena de políticas de Estado dirigidas a la modernización de las instituciones, al modo que lo hicieron los españoles. El problema es que al no existir un diagnóstico compartido sobre los problemas de nuestra economía, es difícil obtener un consenso político, menos aún en el actual clima de polarización afectiva y lawfare en el que nos vemos envueltos. Ese problema no lo tuvieron los españoles puesto que el deseo de homologarse al modelo europeo era compartido por todos los partidos. Pero en Argentina no parece realista esperar que todos o la mayoría de los partidos políticos suscriban un acuerdo de esa naturaleza. Sin embargo, existe una coincidencia general de que es insoslayable abordar el grave problema de la elevada inflación, de modo que aquí ya tenemos un primer punto de partida. Resulta deseable que en un contexto de incremento preventivo de rentas, las empresas y sindicatos, pero también la Administración Pública, acuerden un reparto anticipado y equitativo de las rentas con el fin de que se evite la retroalimentación de precios y costes. En esta labor, los acuerdos económicos alcanzados en los Pactos de la Moncloa pueden resultar útiles, al igual que los ejemplos de otros países, que como en el caso de Israel, consiguieron reducir en relativo poco tiempo el fenómeno inflacionario. El ministro de Economía, Sergio Massa, está haciendo denodados esfuerzos por alcanzar ciertos equilibrios macroeconómicos que son condición necesaria pero aún insuficiente para el correcto abordaje del problema inflacionario. Esos esfuerzos deberían ser acompañados de un pacto de rentas entre los empresarios y los sindicatos, que permitan una desindexación pactada de los ingresos. Para vencer la inercia inflacionaria es necesario generar un hecho político que cambie las expectativas de los agentes y demuestre la firme voluntad política del Gobierno de reducir la inflación de modo paulatino. El voluntarismo pragmático debe ser acompañado por medidas políticas que restablezcan una cierta ilusión en una sociedad descreída, porque no solo de pan vive el hombre.
(Esta nota ha salido publicada en la revista online «El cohete a la Luna»)