Aleardo Laría.
Desde principios del siglo actual se ha venido consolidando en el mundo anglosajón una fuerte corriente crítica del derecho que denuncia los excesos en que incurren los jueces que interpretan la Constitución al adoptar decisiones políticas disfrazadas de argumentación jurídica, recortando de esta manera los poderes de los parlamentos. Estos textos no han sido traducidos al castellano por lo que han tenido escasa difusión en el mundo latinoamericano a pesar de que abordan una problemática de rabiosa actualidad. El ensayo que ha alcanzado mayor difusión es “Hacia la juristocracia” (Towards Juristocracy, Harvard University Press, 2004) de Ran Hirschl, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Toronto. El politólogo canadiense ha examinado las reformas constitucionales que se han registrado en cuatro países -Israel, Canadá, la República de Sudáfrica y Nueva Zelanda- y que han tenido como resultado restringir severamente la soberanía parlamentaria a través de la interpretación constitucional. Esto ha permitido a los jueces constitucionales revisar decisiones políticas importantes adoptadas en sede parlamentaria. En estos cuatro países, salvo Sudáfrica, no se establecieron tribunales constitucionales sino que siguieron el modelo de los Estados Unidos, cediendo la interpretación constitucional a la cúspide del Poder Judicial. En opinión de Hirschl, este empoderamiento de la judicatura es una estrategia diseñada por las élites políticas para someter las decisiones políticas sobre temas sensibles al control de una suerte de tercera cámara que revisa las medidas adoptadas por las cámaras de diputados y senadores bajo la cobertura de hacer un estudio de constitucionalidad técnico y neutral.
¿Qué está impulsando este movimiento que santifica los textos constitucionales? Ran Hirschl argumenta que las élites políticas y económicas aceptan el activismo de los jueces constitucionales porque “estiman que les conviene respetar los límites impuestos por la intervención judicial en la esfera política”. Considera que este entusiasmo por la neo-constitucionalización del derecho se ve favorecido por la interacción entre tres grupos clave: las élites políticas que buscan preservar su hegemonía aislando a ciertos políticas del cambio político, las élites económicas que lo ven como una forma de proteger el orden económico basado en el mercado, y las élites judiciales, para quienes una mayor constitucionalización aumenta su influencia política. Hirschl concluye que “el empoderamiento judicial a través de la constitucionalización no se desarrollan separadamente de las luchas sociales, políticas y económicas concretas que dan forma a un sistema político dado que las instituciones políticas y jurídicas producen efectos distributivos diferenciales: privilegian a unos grupos e individuos sobre otros”.
En la misma línea del autor citado, la profesora húngara Béla Pokol, a través de su obra “El Estado Juristocrático” (The Juristocratic State, Budapest, 2017) denuncia que la existencia de un derecho constitucional versus un derecho legislativo está provocando una duplicación del sistema legal. Si bien el régimen democrático -basado en las elecciones y en la competencia entre partidos políticos- permanece, está siendo horadado lentamente por un sistema de decisiones de los jueces constitucionales que basándose en unos principios abstractos dan lugar a una nueva capa de legalidad. En este segundo sistema, no estamos ante decisiones políticas abiertas, debatidas en los parlamentos, sino que se presentan de manera neutral, como simple resultado de la interpretación constitucional. La Corte Suprema de los Estados Unidos, que ha estado a la vanguardia de la remodelación de la ley en asuntos como el financiamiento de campañas, la corrupción política, la manipulación de distritos electorales y la remodelación de los distritos electorales, es el ejemplo más conocido. En este país, donde ya no resulta elegido presidente el candidato que obtiene más votos en las elecciones, la constitucionalización de la política electoral amenaza con hacer avanzar el constitucionalismo a expensas de la democracia constitucional. Según Béla Pokol, que ha estudiado el caso de Hungría, ese nuevo poder de los tribunales constitucionales ha sido impulsado en los antiguos países comunistas por las élites de poder estadounidenses, que en base al trabajo de los expertos y las fundaciones norteamericanas, buscan la integración gradual de las constituciones de cada país en una suerte de constitución global unificada. Como resultado, desde finales de la década de 1980, una oligarquía constitucional global muy unida se ha organizado progresivamente enfrentando a los parlamentos en los estados formalmente independientes, lo que ha dado lugar a la aparición de una «juristocracia que desplaza la democracia».
Contra el constitucionalismo
Dentro de esta línea de pensamiento se destaca Martin Loughlin, profesor de derecho público de la London School Economist del Reino Unido, quien acaba de publicar un ensayo bajo el título “Contra el Constitucionalismo” (Again the constitucionalism, Harvard University Press, 2022) en el que argumenta que el constitucionalismo no debe equipararse a la democracia constitucional. Afirma que el constitucionalismo es un modo aberrante de gobernar que debe ser superado si se quiere mantener la fe en una democracia constitucional por lo que en su libro defiende la democracia constitucional contra el constitucionalismo. Su objetivo es mostrar que el constitucionalismo no es una simple amalgama de valores liberales, sino una filosofía de gobierno específica y profundamente conflictiva. Es una suerte de ideología, al igual que el socialismo, el liberalismo, o el anarquismo. En su opinión el constitucionalismo se ha convertido rápidamente en la filosofía de gobierno contemporánea más influyente del mundo y en el principal medio a través del cual una élite aislada, mientras habla de labios afuera sobre los reclamos de la democracia, puede perpetuar su autoridad para gobernar sin contar con la voluntad popular. Esta tendencia mundial de empoderamiento judicial a través de la constitucionalización de los derechos es una de los desarrollos gubernamentales más importantes de la era contemporánea. Armados con poderes recién adquiridos, los tribunales constitucionales están resolviendo una variedad de cuestiones políticas y de orden público que no hace mucho tiempo habrían estado estrictamente fuera de los límites de su jurisdicción. Una jurisdicción constitucional en constante expansión abarca ahora «asuntos de absoluta y máxima importancia política que a menudo definen y dividen a entidades políticas enteras».
Según Loughlin, el texto fundacional del constitucionalismo es el conjunto de artículos periodísticos de James Madison, Alexander Hamilton y John Jay recopilados en The Federalist Papers, publicado en 1787. El constitucionalismo es una teoría sobre la forma institucional considerada más apropiada volcada luego en un documento escrito que denominamos constitución. Ese texto, teóricamente está redactado en nombre del pueblo y diseñado para contener los principios esenciales sobre los que se funda el gobierno de un Estado. Se reconoce al “pueblo” como autor de la constitución y la fuente última de la autoridad gubernamental, pero como se señala en el Federalist 10, para “refinar y ampliar la opinión pública”, las tareas reales de gobernar deben confiarse a un cuerpo representativo “cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su país y cuyo patriotismo y amor de justicia será menos probable que la sacrifique por consideraciones temporales o parciales”. Para el constitucionalismo, una constitución no solo es una regulación del funcionamiento de las instituciones, sino que es la representación simbólica de la unidad nacional. En opinión de Loughlin, “impulsados por una revolución de derechos que fortalece dramáticamente el poder de los jueces, estos desarrollos han generado un concepto novedoso de legalidad constitucional que defiende una constitución invisible de principios abstractos que está adquiriendo rápidamente una influencia universal”.
En opinión de Loughlin, “la Constitución no debería ser enaltecida con reverencia santurrona y considerada como demasiado sagrada para ser tocada”. Si bien puede ser reivindicada como la expresión autorizada de todos aquellos que la consintieron en su tiempo resulta más difícil extraer de un texto centenario la voluntad de las generaciones posteriores. “Si el poder judicial debe estar sujeto a reglas y precedentes estrictos, entonces el constitucionalismo comienza a parecerse a lo que Paine llamó “la autoridad de los muertos asumida en un manuscrito”. En forma coincidente, Thomas Jefferson, al adherir al principio de la soberanía popular, sostenía que el pueblo debe conservar el poder de revisar periódicamente la constitución y reafirmar su consentimiento. Por lo tanto, propugnó incorporar en la constitución una cláusula de caducidad por la cual debía renovarse cada generación lo que, según sus cálculos, significaba renovarla cada diecinueve años. Sostenía que “si la ley fundamental del régimen se basa efectivamente en la voluntad del pueblo, entonces una generación no debería poseer el poder de obligar unilateralmente a otra; buscar hacerlo equivaldría a un acto de fuerza, y no de derecho”.
La constitución invisible
El otro rasgo destacable del constitucionalismo norteamericano, seguido luego por la jurisprudencia de la Corte Suprema argentina, es que encomienda al poder judicial una tarea del todo novedosa, no prevista en la propia constitución: la de discernir cual es la “verdadera” voluntad del legislador constituyente. Como los textos constitucionales tienen declaraciones de intención y principios abstractos (libertad, justicia, equidad), en ocasiones desactualizados por el transcurso del tiempo, se genera una constitución invisible, que solo aparece a partir de la libre interpretación de los jueces constitucionales, que bajo esta ficción se otorgan una amplia discrecionalidad en cuestiones de índole política altamente conflictivas. En la práctica los jueces constitucionales terminan decidiendo como si fueran una tercera y última cámara legislativa. El resultado es el debilitamiento de la democracia, al establecer una primacía de los jueces sobre el Congreso. En esta crítica no se cuestiona el ejercicio del poder de control cuando se trata de revisar el cumplimiento de los requisitos formales establecidos en la propia constitución para el dictado de las leyes. Lo que se critica es el avance de los jueces constitucionales sobre el contenido intrínseco de las leyes dictadas por el parlamento, dado que se trata de decisiones políticas que pretenden ser sustituidas por otras enmascaradas bajo disquisiciones jurídicas.
En Argentina, Carlos Nino en su obra La constitución de la democracia deliberativa (Editorial Gedisa, España, 1997) alertó tempranamente sobre el hecho de que el papel de los jueces en el constitucionalismo puede erigirse en una suerte de “elitismo epistemológico”. Señaló que “la perspectiva usual de que los jueces están mejor situados que los parlamentos y que otros funcionarios elegidos por el pueblo para resolver cuestiones que tengan que ver con derechos, parece ser la consecuencia de cierto tipo de elitismo epistemológico. Este último presupone que, para alcanzar conclusiones morales correctas, la destreza intelectual es más importante que la capacidad para representarse y equilibrar imparcialmente los intereses de todos los afectados por la decisión”.
Esta invasión de las competencias legislativas es muy evidente en la jurisprudencia de la Corte Suprema de la Nación. Por razones de espacio ofrecemos solo algunos ejemplos. El caso más espectacular, sin duda, ha sido la “declaración de inconstitucionalidad” de una norma clarísima impuesta en la reforma de 1994, que establece la obligación de los jueces federales de revalidar su nombramiento al cumplir 75 años. Carlos Fayt, que había sido nombrado en el año 1983, presentó un amparo para poder continuar en el cargo y en 1999 la Corte declaró “la nulidad de la reforma introducida por la convención reformadora de 1994 en el art.99, inc.4, párrafo tercero –y en la disposición transitoria undécima- al art. 110 de la Constitución Nacional”. Otra decisión trabucaire ha sido la derogación de la ley de impuesto a las ganancias aplicable a los jueces nacionales mediante el uso de una acordada (Acordada 20 del año 1996). Last but not least ha sido la declaración de inconstitucionalidad de la ley 26.080 reguladora del Consejo de la Magistratura, disponiendo la vigencia de una ley anterior derogada por el Congreso, una medida de tal audacia que no registra antecedentes en el derecho comparado.
Frente a estos inauditos avances sobre la soberanía parlamentaria el profesor Martin Loughlin ofrece una respuesta a la pregunta formulada hace muchos años por Bertolt Brecht: “Todo poder viene del pueblo, pero ¿adónde va?”. Señala el jurista canadiense que estamos descubriendo una respuesta desconcertante: “Los jueces ahora tienen el poder de determinar las condiciones del derecho político, y al hacerlo se han arrogado el papel fundamental de supervisar el proceso político de una nación”.