Teorías conspirativas y lawfare

Aleardo Laría.

En las páginas finales de la extensa sentencia dictada en la denominada “causa Vialidad”,  los jueces del Tribunal Federal Oral N° 2 abordan el tema del lawfare que había sido invocado por la defensa de Cristina Fernández como impugnación general al proceso incoado contra su defendida. En un primer abordaje los jueces afirman que “tanto se ha dicho sobre este asunto, sobre todo en los medios de comunicación, que nos parece importante primero aclarar que nuestra respuesta, en principio, se va a limitar y a sujetar sólo respecto de las consideraciones formuladas que señalan a este tribunal como parte de una supuesta “guerra judicial”. Y únicamente en razón de haber sido un argumento desarrollado por más de una defensa (aún cuando sea irrelevante para la resolución final del caso, como dijimos al introito de este punto y como muestra su orden expositivo)” (pág. 1607). Sin embargo, tres páginas más adelante, adelantan una opinión política, que excede el marco del proceso, al declarar que “(estamos ante) nada que no se haya visto ni oído antes: especulación electoral, persecución política, operación mediática, guerra jurídica, causa armada, intento de proscripción, falsa denuncia, conspiración, derecho penal del enemigo, complot, cacería judicial. Podríamos seguir con la larga lista de subterfugios habituales con los que se responde ante una investigación, proceso o sentencia judicial. Ahora parece más sofisticado hablar de lawfare (como si las cosas al ser descriptas en inglés tuvieran más valor) para definir algo que en la realidad aparece sólo como una nueva teoría conspirativa – tan antigua como el propio Estado de Derecho-. Y cuyo destino no parece ser otro que el de transformarse en una coartada para eludir, ante los poderes judiciales democráticos, la rendición de cuentas por la comisión de delitos de corrupción o por otros relacionados al mal desempeño en el ejercicio de la función pública”. Es decir que  para los jueces la acusación de lawfare o guerra jurídica no es más que una “nueva” teoría conspirativa que es tan “antigua” como el Estado de Derecho. Que lo nuevo sea en realidad muy antiguo, es una contradicción en sus propios términos, pero en esta sentencia no es la única licencia contra la lógica que los magistrados se han dispensado.  

 

Si no interpretamos mal, en realidad los jueces han querido  defenderse de la acusación de que en este caso particular estemos ante una nueva manifestación de una desviación  que ha acompañado siempre al Estado de Derecho: la posibilidad de que los jueces, por razones de Estado o por circunstancias vinculadas a sus sesgos ideológicos, abandonen el deber de imparcialidad y dicten una sentencia injusta. Pero lo han hecho de un modo desafortunado, dado que por negar la menor han negando la mayor. Sería una labor  inabordable la de  recoger la multitud de  ocasiones en que a lo largo de la historia los jueces se apartaron de su misión de impartir justicia para dictar sentencias acomodadas a las exigencias políticas del momento o redactadas en base a unos prejuicios arraigados en la época. De modo que negar esa facticidad atribuyéndola a meras “teorías conspirativas” resulta completamente desatinado. No es la primera vez que  en Argentina se dictan resoluciones judiciales que luego la historia se ha encargado de revelar como escandalosas dado que poco tenían que ver con el ideal de justicia perseguido por el Estado de Derecho. Por citar un caso memorable, la Acordada del 10 de septiembre de 1930 por la que la Corte Suprema legitimó el golpe militar del 6 de septiembre con el argumento de que “el título de un gobierno de facto no puede discutirse judicialmente con éxito por cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de la posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”.

El affaire Dreyfus

Uno de los casos más resonantes de lawfare que registra la historia ha sido el affaire Dreyfus, sobre el que vale la pena detenerse porque guarda cierta semejanza con procesos abiertos en Argentina. En el año 1894 una empleada de la limpieza encontró en una papelera de la embajada alemana en París una carta dirigida al agregado militar alemán. La entregó al servicio de informaciones francés, quien inició una investigación de la que dedujo que el autor era un militar francés de apellido alemán. El coronel Henry, un oficial del servicio de informaciones del ejército francés, fue el encargado de la investigación. La prensa rápidamente se hizo eco del caso y ayudó a inclinar a la opinión pública afirmando que el acusado era culpable. Alfred Dreyfus resultó condenado a prisión perpetua, degradado y deportado a la prisión de la Isla del Diablo. Sin embargo, el escritor Émile Zola, en un famoso artículo publicado en enero de 1898, con el título “J’accuse”, se puso al frente de la campaña para pedir la revisión de una condena que consideraba injusta. El caso dio una vuelta de campana cuando el coronel  Henry confesó haber calumniado a Dreyfus y a continuación se suicidó. 

 

La investigación del caso Dreyfus, según relata Luigi Zoja en Paranoia, la locura que hace la historia (FCE), estuvo viciada desde el principio porque los investigadores, más que hacer evaluaciones objetivas, se fueron plegando a las hipótesis que habían sido elaboradas de antemano por el poder político. Influyó decisivamente el clima de antisemitismo que reinaba en Francia y la necesidad de utilizar un chivo expiatorio para reunificar a la nación francesa y saldar la traumatizante derrota sufrida en 1870 en la guerra franco-prusiana. Pueden encontrarse algunas semejanzas entre el affaire Dreyfus con lo que ha venido aconteciendo en Argentina alrededor del caso Nisman y el calvario del informático Diego Lagomarsino. Determinar si la muerte de una persona es un caso de suicido o fruto de un accionar criminal, es una cuestión científica que deben develar los expertos en criminalística en función de la ponderación de todas las evidencias reunidas. En el resultado de esa deducción científica no pueden ni deben influir las opiniones vertidas en los medios de comunicación o en los editoriales de los periódicos. La prueba criminalística, que analizó las microscópicas gotas de sangre que se dispersaron en todas las direcciones hacia las paredes del cuarto de baño cuando Nisman accionó la pistola que portaba, demuestran acabadamente que no había terceras personas en ese lugar. Sin embargo, hace más de 7 años que el juez Julián Ercolini, invitado al Lago Escondido por el medio que sostiene la tesis del magnicidio,  viene haciendo malabarismo con la causa para que la sociedad argentina no conozca la verdad. Tanto la descarada manipulación de la causa que investiga la muerte de Nisman como el tratamiento que ha recibido la increible denuncia del fiscal por “encubrimiento agravado” que formulara en base al Memorándum con Irán aprobado por el Congreso, son pruebas irrefutables de la existencia de una manipulación judicial, con alguna semejanza con el affaire Dreyfus si tenemos en cuenta  que ha tenido lugar con la participación de jueces y fiscales complacientes y el aliento de la prensa de la derecha corporativa.

 Teorías conspirativas

 El libro del profesor Luigi Zoja es un repaso por algunas de las teorías conspirativas que se registraron a lo largo de  la historia y que han a ocasionado  enorme sufrimiento a la humanidad. Las más trágicas derivan de asignarle a ciertas etnias la responsabilidad por  problemas sociales complejos por los que atravesaban algunas sociedades. En una escala notoriamente menor, pero con parecidas dosis de paranoia, el antiperonismo sigue atribuyendo al peronismo la causa de todos los males que aquejan a Argentina. En la vereda opuesta, desde el populismo, se acude a groseras simplificaciones de cuestiones complejas para atribuir la responsabilidad a entes abstractos como el “imperialismo” o a la “oligarquía”. De modo que nada más alejado de nuestro propósito que negar la existencia de ciertas dosis de paranoias colectivas en los relatos políticos que han tenido efectos potenciadores de los desacuerdos. Pero el profesor Zoja tiene la prudencia de advertir que la paranoia no es tanto una enfermedad sino más bien  una posibilidad presente en todos  nosotros, como una suerte de arquetipo en el sentido que le daba al término Carl Jung. La entiende como una prolongación desmesurada de pensamientos normales, convocada por nuestra necesidad de justificación. “La tentación de rechazar nuestras responsabilidades y de atribuir el mal a los demás no constituye una excepción. Por más débil que sea, por mas escondida que esté, existe en cada uno de nosotros”.  De modo que en nuestras sociedades complejas, las teorías conspirativas –ahora tan frecuentes a causa de las fake news- conviven con las guerras jurídicas dado que desde una perspectiva lógica e histórica una cosa no excluye la otra.

Un tratamiento semejante debe darse al fenómeno de la corrupción, una palabra cliché que sirve, como el conspiracionismo, para englobar situaciones de lo más variadas. En general, siguiendo la estela marcada por los medios de comunicación del establishment, la corrupción que atrae la mayor atención de los ciudadanos es la de clase política y en especial las de “los otros”. De este modo queda difuminada en un segundo plano la corrupción derivada de nuestro proverbial capitalismo de amigos, es decir la acción venal de los empresarios que pagan los cohechos y que en ocasiones quedan absueltos porque según la teoría del inefable juez Julián Ercolini actúan en “estado de necesidad”. Obviamente hay casos flagrantes de corrupción, que son aquellos en donde un funcionario aparece portando unos bolsos que contienen varios millones de dólares de origen incierto o acumulando una fortuna en bienes inmuebles en EEUU. Pero luego tenemos formas más sutiles que practica la mayoría de los partidos políticos cuando ocupan el poder y que consiste en el favoritismo a ciertos empresarios para contar con buenos espónsores económicos el día que haya que librar las batallas electorales. Otras formas socialmente toleradas pero enormemente dañinas son las más variadas formas de nepotismo para colocar a familiares, amigos, amantes y correligionarios en la administración pública. Como hemos podido comprobar en Argentina, tampoco merece el mismo tratamiento por los medios la corrupción institucional, cuando se usan las cloacas del Estado para espiar a los adversarios políticos o para prefabricar causas penales. Consideraciones que sirven para contextualizarla un problema transversal, de enorme gravedad, instalado históricamente en Argentina desde la etapa colonial y que solo podrá erradicarse mediante reformas institucionales acordadas entre todos los partidos, que vayan obturando las vías de filtración.

La polarización afectiva

La visión paranoica descansa en ciertos presupuestos inconscientes donde  el mundo de “los otros” es observado con mayor rigor que el mundo de “nosotros”. Esa deformación óptica es la base de la polarización afectiva que caracteriza a las sociedades del siglo XXI. En un reciente ensayo –Democracia de trincheras (Península)- el politólogo español Luis Orriols indaga en las razones profundas que explican por que motivo los procesos de comparación entre “nosotros” y “ellos” no los hacemos de forma neutral porque somos parte implicada en el asunto. Retomando las tesis de Henri Tajfel, uno de los más reconocidos investigadores sobre el tema de la identidad social, parte de la base de que inevitablemente construimos vínculos emocionales con el colectivo con el cual nos identificamos. “Cuando la comparación es entre «nosotros» y «ellos», estas dejan de ser asépticas, objetivas o desapasionadas. Empezamos a realizar comparaciones interesadas en las que buscamos las cosas que nos hacen mejores que el resto, destacando las diferencias que nos benefician como grupo. ¿Qué necesidad tenemos de valorarnos por encima de los otros? La respuesta es muy sencilla: tratamos de proteger nuestra autoestima. Tenemos la necesidad de sentir que somos buenos, que formamos parte del equipo de los mejores”.

La polarización afectiva es muy perjudicial para la democracia en general y con más motivo para la democracia argentina porque refuerza los vetos cruzados a los que se refería Juan Carlos Portantiero y frustra la posibilidad de acuerdos básicos para combatir males sociales como la corrupción, la inflación o el sistema bimonetario. Explica también porque ha habido jueces que se han prestado a instruir causas basadas en la criminalización de decisiones políticas que por definición no son justiciables. Y debemos convenir que no existe mayor contribución a la polarización política que la derivada de los intentos de encarcelar injustificadamente a los adversarios políticos para proscribirlos o deslegitimarlos ante la sociedad. Si no se reconoce la variedad de causas que han contribuido a enredar la política argentina, será difícil encontrar los caminos idóneos para salir del laberinto.

(Esta nota ha salido publicada en la revista online El Cohete a la Luna)