Aleardo Laría.
Todo grupo humano, medianamente organizado, demanda la presencia de una figura simbólica que le confiere unidad. La idea de una ciudadanía activa, que pueda desprenderse totalmente de la presencia de protagonistas individuales, resulta atractiva pero no es viable. Por un lado, se hacen presentes improntas adquiridas en miles de años de evolución, cuando el liderazgo aparecía entretejido con el entramado del parentesco. Por otra parte, existen necesidades funcionales del grupo que solo pueden ser atendidas por una figura que instalada en el vértice de la organización, cargue con la responsabilidad de resolver las incertidumbres que están siempre presentes en todas las decisiones relevantes. Finalmente, cabe también formularse la pregunta que se hace John Gardner: en un sistema sin líderes, ¿dónde se alojaría el poder? De no existir líderes visibles, que se responsabilicen por el resultado de las decisiones, se facilitaría la acción de jugadores invisibles que podrían manipular las situaciones sin asumir la consecuencia de sus actos. Justamente, un modo de prevenir el abuso de poder consiste en visualizar claramente al agente responsable.
Atendiendo a lo anterior, el mejor modo de pensar el liderazgo en la actualidad es concebirlo como una función dentro de una organización. Es un lugar que debe ser ocupado necesariamente, pero nadie queda investido automáticamente de ese rol sin recibir antes el reconocimiento de sus iguales. Los estudios actuales sobre el liderazgo están relacionados con el funcionamiento de los grupos sociales y en especial el que tiene lugar dentro de la moderna empresa capitalista. La primera diferencia que en términos teóricos se formula es la que media entre la autoridad que emana del ejercicio de un cargo (jefatura) de las cualidades personales que se requieren para conducir efectivamente una situación (liderazgo). Mientras en el primer caso la autoridad es consecuencia de una estructura jerárquica, donde se penaliza la desobediencia, en el otro estamos ante un reconocimiento basado en las dotes naturales de mando y la capacidad para despertar la empatía de los dirigidos. Las tareas que exige el liderazgo pasan sustancialmente por trazar los objetivos generales y motivar a los implicados. Los objetivos no se fijan de modo arbitrario y emergen de modo natural de numerosas vertientes políticas, económicas y culturales. Están de algún modo sobreentendidos, y la labor de liderazgo consiste en hacerlos aflorar, establecer las prioridades, fijando las metas de corto y largo plazo y seleccionando los medios adecuados. La motivación consiste en canalizar adecuadamente los deseos subyacentes y lograr el alineamiento de las metas individuales con las colectivas. En esta labor, los líderes intentan disminuir la intensidad de los conflictos más que acrecentarlos y buscan soluciones transaccionales que eviten la paralización de la gestión o el encrespamiento de las posiciones.
Trasladas estas ideas al plano de la política, constatamos que las sociedades necesitan, para su funcionamiento eficaz, alcanzar cierta cohesión alrededor de objetivos compartidos, para lo cual hace falta también incorporar buenas dotes de tolerancia. La capacidad de liderazgo se evidencia también en el éxito en transmitir esos objetivos y ganar la confianza de la sociedad. Los líderes políticos, más allá de sus deseos, encarnan aspiraciones colectivas y se convierten en símbolos que marcan la identidad del grupo que dirigen. Deben encargarse de la representación de la totalidad de la sociedad frente a otros Estados para asumir la defensa de los intereses nacionales, conservando la flexibilidad necesaria para negociar y alcanzar acuerdos contemplando todos los intereses en juego.
La complejidad de los procesos políticos de decisión y la enorme cantidad de problemas técnicos que exigen resolución, condicionan sensiblemente las formas de liderazgo en las sociedades modernas. Ya no es concebible una forma personalista de ejercer el liderazgo, que debe sostenerse más bien en equipos de especialistas que puedan dar amplia respuesta a la variedad de problemas que se enfrentan. Es altamente improbable que una sola persona pueda estar suficientemente preparada para conocer a fondo todos los grandes problemas del sistema que dirige. Los líderes deben trabajar con organizaciones e instituciones enormemente complejas y deben conocer a fondo no solo su funcionamiento interior sino también el funcionamiento de los sistemas periféricos. No es posible eludir la existencia de organizaciones de gran escala, pero existen modos de evitar las consecuencias indeseables del gran tamaño. Una forma de hacerlas más flexibles es fragmentarlas en subsistemas que requieren la presencia de algún responsable, y esto exige disponer de una capacidad para la delegación y correcta distribución de esas responsabilidades. Por consiguiente los líderes se ven obligados a institucionalizar su poder generando a su alrededor un equipo que pone a prueba su capacidad para presidirlo y dirigirlo. El verdadero liderazgo se manifiesta también en la capacidad de compartir el poder, ganando la confianza del equipo para que cada uno de los integrantes conserve cierta esfera de iniciativa y responsabilidad. El líder debe permitir que afloren los talentos individuales, delegando tareas en los miembros de su equipo. La capacidad para lograr la liberación de las energías y el talento humano es uno de los objetivos requeridos por el liderazgo. Fomentar la diversidad y el disenso es ciertamente arriesgado pero también un modo inteligente de examinar nuevas alternativas que revitalicen el rol de las instituciones.
Las ventajas de la gestión colectiva sobre las prácticas personalistas, que fueron primero apreciadas en la gestión privada de las empresas, se han traslado al terreno de la política. Los sistemas institucionales que incentivan la participación de equipos que se imponen a las decisiones personalistas, son marcadamente superiores. Un ejemplo notorio lo ofrece el sistema parlamentario, donde la reunión semanal del gabinete de ministros es el que marca el pulso del Gobierno. Ya no existen dudas que las decisiones adoptadas en sesiones colectivas, que se exponen a las críticas de los participantes, tienen menos riesgo de error que las intuiciones geniales adoptadas por un presidente en la soledad de su despacho (o en el lecho nupcial). En los países latinoamericanos, la solución de muchos de sus problemas provendrá del juego colectivo, cuando se consiga, mediante el consenso de todos los participantes, hilvanar algunas políticas de Estado que tengan continuidad y permanencia.
La excesiva confianza depositada en seres providenciales, dotados de aparente carisma, representa un riesgo para las democracias. En los sistemas políticos, cuando los líderes no consiguen institucionalizar los procesos de decisión, la consecuencia es una mayor probabilidad de incurrir en errores y el riesgo de que el alejamiento del líder, por causas naturales o de otra índole, torne al sistema inestable. Jean Monnet, padre fundador de la Comunidad Europea, afirmó que “nada es posible sin individuos; pero nada es duradero sin instituciones”. Asimismo, en la actualidad existe general consenso en que la asunción de poderes de liderazgo lleva implícita la obligación de rendir cuentas como un modo de protegerse de los excesos de poder. Frente a los riesgos del desborde autoritario, tres han sido los sistemas tradicionales utilizados para atenuarlo. Por un lado, el imperio de la ley, es decir que el poder sea institucionalizado, rodeado de una serie de constricciones legales que regulan su correcto ejercicio. Otra estrategia consiste en la dispersión del poder, evitando que se concentren demasiadas facultades en una sola persona, grupo o institución. Finalmente, la tercera estrategia consiste en la adopción de una cultura de la transparencia, de modo que las actividades de los gobernantes queden expuestas a la mirada de los ciudadanos y de los medios de comunicación.
En América Latina, estamos demasiado familiarizados con los resultados decepcionantes que arrojan los liderazgos mesiánicos. No es posible concebir ya un liderazgo basado en una lealtad pasiva ni en un compromiso fanático. Solo los compromisos libremente adquiridos entre ciudadanos responsables, en el marco de las instituciones y bajo una tolerancia que admita el disenso, es posible emprender el camino que lleve a los pueblos a alcanzar los objetivos de justicia, igualdad de oportunidades y libertad que ansían.
(Texto extractado del ensayo publicado por el autor bajo el título “La religión populista” (Grupo Editor Latinoamericano, 2009).
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