Aleardo Laría.
Un nuevo y reciente ensayo del intelectual argentino-israelí Meir Margalit, titulado El delirio de Israel (Ed. Catarata), nos ofrece una mirada profunda y rigurosa del modo en que la sociedad israelí se ha ido transformando en los últimos años para terminar aceptando en silencio los crímenes de su gobierno. Es un testimonio relevante porque proviene de alguien que vive en Jerusalén desde hace 50 años y, al ser un judío hijo de supervivientes del Holocausto, no le cabe el sambenito del antisemitismo. Su texto expresa el dolor de una minoría israelí-judía, pacifista de izquierdas, que observa la transformación de una sociedad que alardeaba de ser democrática -pese a su régimen de apartheid-, convertida en una máquina impiadosa de matar. Como señala Margalit, “ningún país se convierte en asesino de la noche a la mañana —esta disposición a matar e inmolarnos por causas infames estaba ya inscrita en la misma base del proyecto sionista—. Durante 72 años, esta pulsión destructiva ha estado presente en los intersticios de la sociedad, a veces agazapada y otras descontrolada, siempre al borde de estallar. El ataque del 7 de octubre fue el detonante que produjo el desencadenamiento y, desde entonces, todo está fuera de control”.
La gran transformación
El ensayo de Margalit permite acceder a una fotografía muy exacta y actual de la sociedad israelí porque está tomada desde su interior profundo. Luego vendrán las explicaciones, pero primero hay que reconocer esa brutal transformación porque es un dato nuevo que a partir de ahora no puede estar ausente en cualquier análisis político del conflicto israelí-palestino. Y la imagen que nos brinda este ciudadano israelí, atormentado por una realidad kafkiana, de una sociedad que escribe “una de las páginas más siniestras de la miseria humana”, es abrumadoramente aterradora. Porque, aunque algunos convencidos de la superioridad de la sociedad occidental y cristiana lo nieguen, Margalit no trepida en llamar genocidio al genocidio y pogromo a los pogromos a pesar del estremecimiento que esas palabras producen en cualquier judío. Dos palabras que, como el autor señala, “figuran en el texto a pesar del dolor que conllevan, dado que a las cosas hay que llamarlas por su nombre”.
Margalit considera que durante el primer año de la ofensiva militar que se desencadenó a partir del 7 de octubre de 2023, el objetivo del gobierno de Netanyahu era destruir a Hamás. Pero desde entonces, el objetivo se desplazó a otro plano y “la meta pasó a ser la destrucción de la Autoridad Palestina, abortar de una vez y para siempre la idea misma de dos Estados para dos naciones y, a posteriori, anexar los territorios de (un eventual) futuro Estado palestino”. Objetivos que conllevan la limpieza étnica, dado que no se puede conseguir el desplazamiento de millones de habitantes de un territorio sin ejercer una violencia sin límites. Por lo tanto, para Margalit, “la intención de Netanyahu no es hacer desaparecer a Hamás, sino destruir la idea de un futuro Estado palestino y aprovechar la crisis para expulsar a la mayor cantidad de población palestina. La pulsión de venganza, la ambición de anexión y la intención de expulsar marchan juntas. Y juntas nos arrastran hacia el desastre total. La historia nos ha enseñado que cuando finalice la contienda actual, comenzará a gestarse la próxima, que será más sangrienta que la anterior”.
Lo más sorprendente es que la sociedad israelí haya aceptado ese cambio de estrategia sin oposición. En parte debido a la desinformación y a la manipulación informativa. Como escribió Víctor Klemperer, citado en el ensayo que comentamos, “todo régimen de violencia prolongada exige un régimen paralelo de palabras que le dé sustento, que permita camuflar o blanquear la barbarie, una lengua oficial que no solo informa, sino que deforma”. También hay que computar el uso abusivo de la victimización, pretendiendo justificar actos de barbarie amparándose en el trágico recuerdo del Holocausto. De allí que el autor considere que a diferencia de guerras anteriores, hoy para gran parte de la sociedad, estamos ante una guerra santa, legitimada por la religión, algo similar a la yihad en el islam. Nos estamos convirtiendo en un país criminal impregnado de odio y venganza, sediento de sangre”.
Otro dato relevante es la derechización de la sociedad israelí que ha incorporado los parámetros ideológicos de la derecha ultra religiosa que, según el autor, está imbuida en un profundo odio a todo lo que sea palestino. Un grupo de investigación vinculado a la Universidad Hebrea especializado en psicología social, y publicado por Middle Est Eye el pasado mes de agosto, ha revelado que la gran mayoría de los judíos israelíes, el 76%, creen que “no hay inocentes” en la Franja de Gaza. Hasta ahora el amplio apoyo a la causa palestina en las Naciones Unidas había puesto un límite a esas ideas, pero todo cambió a partir del 7 de octubre. “La guerra ha reinstalado el plano criminal, la lógica de suma cero: todo o nada. Una guerra que remite al exterminio supremo, visceral. Dado que la intención no es vencer, sino exterminar, llegamos indefectiblemente al genocidio”.
La derecha religiosa mesiánica se ha infiltrado y domina el ejército y el Partido Likud. círculos mesiánicos interpretan el ataque del 7 de octubre como un signo inequívoco de la inminente llegada del Mesías. Varios rabinos de esta corriente consideran que se ha producido una llamada celestial que les exige aprovechar esta oportunidad para conquistar Cisjordania. En el libro Torat Hamelech (2009), escrito por los rabinos Yitzhak Shapira y Yosef Elitzur, sostiene que todas las guerras de Israel lo son por la supervivencia del pueblo judío y, por lo tanto, tienen un componente celestial que no distingue entre enemigos activos y enemigos potenciales. La ley judía, sostienen estos rabinos, permite matar civiles e incluso niños dado que los descendientes de Amalek “heredan el odio” de sus padres y, por lo tanto, representan un “peligro futuro”.
Una consecuencia de este clima bélico es que “la gente en Israel no puede dejar de combatir, porque la guerra se introduce dentro de la lógica cotidiana. La guerra posee una dinámica propia que degrada a la gente convirtiéndola en peones de un juego fantástico en el que carecen de albedrío y, una vez desencadenada, ya no importa la razón por la cual comenzó. Dos años después de aquel fatídico sábado, la sociedad israelí continúa anclada en el trauma del 7 de octubre, sumida en el dolor, amarrada en un odio persistente, con todas las consecuencias que ello acarrea. Israel, desde el 7 de octubre, parece haber quedado suspendido en ese registro: el de una sociedad que ha hecho del dolor y la venganza una política de Estado”.
Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra
Como es sabido, muchas ideologías extremas crecen y se expanden porque encuentran tierra fértil en los relatos históricos precedentes. El falso relato del sionismo, que favoreció la instalación de los primeros colonos judíos en Palestina, describía al territorio como un páramo despoblado. Esa enorme falsedad enfrentó al movimiento sionista con un problema que arrastra desde hace un siglo: qué hacer con la población palestina autóctona que habitaba un territorio que, según el relato histórico-religioso construido era un patrimonio del pueblo judío “prometido” (no otorgado) por Dios al patriarca Abraham 2.000 años a.C. Lo cierto es que esa presencia autóctona, según nuestro autor, impedía concretar la utopía de un estado democrático, concebido también como racialmente puro, es decir exclusivamente judío. La guerra de 1948 abrió la posibilidad de expulsar a 700.000 palestinos, destruir totalmente las 500 aldeas que habitaban para evitar su regreso y apropiarse de vastas extensiones de tierra. Más adelante, la guerra de 1967 permitió completar parcialmente la tarea que quedó pendiente en 1948. De este modo se ocupó la totalidad de la Palestina histórica violando las resoluciones de las Naciones Unidas que dejaron claro que la ley internacional prohíbe la anexión de territorios conquistados militarmente y sometiendo a la población a un régimen de dictadura militar.
En opinión de Margalit el ataque de Hamás ha brindado a la ultraderecha israelí la oportunidad de completar uno de los aspectos que quedaron pendientes en 1948 y en 1967: anexar Cisjordania de iure, utilizando la guerra como marco propicio para desmantelar a la Autoridad Palestina. Según el autor, “Israel vislumbra la posibilidad de reproducir en Cisjordania el experimento ya ensayado en Gaza. Por primera vez desde su independencia, Israel está al borde de consumar el plan maestro del sionismo. La reciente expulsión de 40.000 palestinos de Yenín y Tulkarem constituye, en este sentido, un indicio de que la primera fase del plan ya está en marcha: el sueño del Gran Israel”.
Desprecio al orden internacional
Margalit dedica extensos párrafos de su ensayo a denunciar la actitud de desprecio hacia el sistema internacional y sus mecanismos de regulación, que exhibe con altanería el gobierno de Netanyahu. En opinión del autor, si existe un rasgo que distingue de forma nítida a un Estado democrático de aquel que ha quedado fuera del orden internacional, ese rasgo es el principio de impunidad. “La impunidad es la línea divisoria entre civilización y barbarie. La impunidad es la afirmación descartada de que quien detenta la fuerza lo puede todo y no le debe explicaciones a nadie. Cuando un Estado comete crímenes documentados y no solo no los investiga, sino que los niega, los justifican o incluso los celebran, ha cruzado el umbral que separa a una nación civilizada de un país criminal”. Añade que un país que bombardea indiscriminadamente a la población civil; que destruye deliberadamente edificios, hospitales, escuelas, universidades, mezquitas e infraestructura básica; que desplaza a comunidades enteras dejándolas a la intemperie; que utiliza el hambre como arma de guerra e impide la entrada de ayuda médica, agua potable y asistencia humanitaria, no puede ni debe ser considerada parte de la civilización. “En su sentido más profundo, ser parte de la civilización implica acoplarse a un conjunto de normas compartidas que regulan la conducta de los seres humanos, incluso —y sobre todo— en tiempos de crisis”.
Para el autor, un claro denominador común que atraviesa todos los conflictos en los que Israel está involucrado, es la convicción de que los problemas solo se resuelven por la fuerza. “La mirada militarista predominante no tolera compromisos ni acepta el principio de reciprocidad: se vive en una guerra perpetua contra enemigos eternos y toda tregua es provisional”. Cuando Netanyahu lanzó su ofensiva terrestre sobre la Ciudad de Gaza, preparó a su país para un futuro de creciente aislamiento económico, instando a la ciudadanía israelí a convertirse en la “super-Esparta” de Oriente Medio. En un reciente encuentro con diplomáticos de su país, Netanyahu, afirmó que en un mundo que cambia rápidamente, existe una regla simple: “Hay que ser fuerte. Hay que ser muy fuerte. Con los fuertes se firman pactos. Con los fuertes se hace la paz”. En la misma línea, el primer ministro se jactó de que “Israel es una superpotencia —ciertamente regional— y en varios campos es una potencia mundial”.
La descripción de Margalit augura que las atribulaciones del pueblo palestino continuarán si no existe una intervención enérgica de la comunidad internacional. Es previsible suponer que la voluntad del gobierno de Netanyahu es continuar con los procesos de limpieza étnica que siguen ejecutándose impunemente. Está claro que, al menos por el momento, nada se puede esperar de la sociedad civil israelí. Tampoco de la Europa conservadora, dado que según lo reconoció el canciller alemán en una muestra de islamofobia, “Israel viene haciendo el trabajo sucio de Occidente al atacar a Irán”. Trump, que acaba de prohibir el ingreso de los inmigrantes de Palestina, tampoco representa una garantía de arbitraje ecuánime del conflicto. De modo que según las propias palabras de Margalit, “hay pocas esperanzas porque vivimos en la era del Leviatán, ese monstruo marino de la mitología bíblica, símbolo de lo abismal, lo desmesurado y lo caótico, que no se deja domesticar y amenaza con devorar todo a su paso”. No obstante, la justificada congoja por esta etapa negra por la que atraviesa la humanidad, no debiera hacernos olvidar una lección que ofrece la historia y se ha comprobado una y otra vez: nunca nadie ha conseguido mantener a un pueblo sometido bajo una bota militar durante toda una eternidad.

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