Aleardo Laría.
Julián Gallo, asesor de estrategia digital de Presidencia de la Nación en el gobierno de Mauricio Macri, acaba de publicar una interesante nota en La Nación para defender la idea de que “la polarización que vemos en la Argentina no es un invento creado por asesores ni una manipulación electoral”. El articulista procura cuestionar la idea predominante en ciertos círculos políticos e intelectuales de que la famosa grieta “es una división artificial agitada por el oficialismo con el objetivo de favorecer sus chances para la reelección presidencial”. Sostiene Gallo que ese punto de vista es engañoso y convierte a los ciudadanos en niños ingenuos, víctimas inocentes de una manipulación premeditada diseñada por la ingeniería electoral para obturar el surgimiento de una tercera fuerza.
Gallo toma el ejemplo de los Estados Unidos y el creciente disgusto entre republicanos y demócratas para demostrar que la polarización no es un fenómeno estrictamente argentino y se da con la misma intensidad en otras sociedades. Añade que “un estudio titulado «Origen y consecuencias de la polarización afectiva en los Estados Unidos» sostiene que la polarización afectiva es la condición por la cual se construye una identidad social a partir de la aversión que se siente por el partido opuesto”. Las personas sienten tanto rechazo emocional por las ideas de un partido o de un líder que buscan diferenciarse construyendo una identidad por oposición, similar al modo en que los adolescentes actúan en el proceso de autoafirmación frente a sus padres. Añade que la mutua construcción de identidades a partir de las discrepancias ya fue descripta en 1922 por Walter Lippmann: «Si nosotros insistimos en nuestros planos y esta persona insiste en rechazarlos, tenderemos rápidamente a considerarlo un necio peligroso, y él, a considerarnos mentirosos e hipócritas. De esta manera pintamos poco a poco nuestros retratos recíprocos».
La contribución de los grandes medios de comunicación y las redes sociales en esta labor de polarización, es relativizada por el articulista, aunque reconoce que “muchas veces estos medios y sus columnistas presentan versiones noticiosas moldeadas para crear emociones negativas sobre sus adversarios. Es común (también lo vimos en la Argentina) que los medios partidistas usen en sus historias y columnas de opinión argumentos y adjetivos extremos, incluso inapropiadas comparaciones con el nazismo o el fascismo”. Añade que si bien la propagación de estos estereotipos puede incrementar la hostilidad ya existente, “no está claro, según las investigaciones, que logre aumentar la polarización afectiva”. Finalmente, luego de hacer alguna referencia al modo en que esta situación modifica profundamente las relaciones humanas cotidianas, incluso las más íntimas, concluye afirmando que la polarización afectiva es tan profunda como el sentimiento de la raza o la religión, una identidad surgida por la aversión al otro y por tanto imposible de reducir con diagnósticos y buenos deseos.
La descripción de Gallo es parcialmente acertada en lo que se refiere al modo en que construimos nuestra identidad y a nuestra extrema sensibilidad hacia los factores que la cuestionan. Como ya señalara Charles Taylor en las “Fuentes del yo” ciertas narrativas históricas ejercen una fuerza de atracción tal que confieren significado y sustancia a las vidas de las personas. Por otra parte, Luigi Zoja en “Paranoia, la locura que hace la historia”, considera que es muy fuerte la tentación de rechazar nuestras responsabilidades y de atribuir el mal a los demás. Por consiguiente hay un potencial de paranoia presente en todo hombre común y cualquiera sea la sociedad en la que viva. La paranoia no sería más que la prolongación de nuestros pensamientos normales y de nuestra necesidad de justificación. El paranoico es víctima de una iluminación interpretativa, que asume las características de una revelación religiosa y descarga su propia destructividad en el adversario. Añade Zoja que los medios de comunicación masivos, que son populistas por naturaleza, no alientan un examen interior que lleve a asumir la responsabilidad, sino que inducen a buscar los culpables en el mundo exterior de los enemigos.
Por lo tanto, podemos coincidir con Gallo en que los seres humanos pueden experimentar en determinados momentos sentimientos de polarización afectiva tan fuertes como los que experimentan los fanáticos religiosos, los racistas rabiosos o los nacionalistas xenófobos. Pero el problema no está allí. La cuestión de fondo reside en establecer el modo en que la sociedad política debe actuar para reducir a su mínima expresión estos sentimientos tan destructivos que pueden deslizarse imperceptiblemente hacia formas de paranoia colectiva y culminar en enfrentamientos violentos. Pensamos que no sería posible arbitrar medios adecuados para contrarrestar el fenómeno, sin hacer antes un mínimo diagnóstico acerca de las causas subyacentes para que en Argentina el fenómeno alcance la dimensión que actualmente tiene.
Siguiendo a Kenneth Gergen, digamos que desde la Ilustración, el modelo ideal de ciudadanía responsable está dado por una personalidad que se considera debe ser “autosuficiente”, “digna de confianza”, “congruente” consigo misma. Debe ser alguien que actúa de acuerdo con ciertos principios, en vez de ser pusilánime, inestable o indeciso. Frente a este modelo moral de personalidad autónoma, tenemos el modelo de personas dirigidas externamente, “conformistas”, que se someten al poder del grupo, que carecen de una guía interior y están faltos de convicciones y coherencia. Desafortunadamente no es posible conseguir una sociedad integrada solo por hombres autónomos y autosuficientes y nos encontraremos siempre con una mezcla más o menos variada de todo tipo de personalidades. Sin embargo, en las sociedades democráticas avanzadas, la autonomía moral y la coherencia ética, forma parte de las exigencias de ciertas categorías de ciudadanos. Estas categorías están conformadas básicamente por los jueces, los intelectuales, y los periodistas. Idealmente, debieran también alcanzar a los políticos cuando asumen funciones de gobierno –al menos en la etapa “arquitectónica” de la política, cuando ya se ha superado la “agonal” de lucha por el poder- pero por el momento, dadas las dificultades que entraña semejante transfiguración, podemos dejarlos de lado.
El problema en Argentina es que son muy pocos los intelectuales, los periodistas y los jueces que cumplen con la función moderadora y responsable que constituye el mandato moral implícito de sus cometidos. Hace tiempo que la mayoría de los intelectuales y periodistas han venido tomando partido, absorbidos por el agujero negro de la grieta. Lo notable y novedoso es que actualmente, de un modo desembozado y abierto, son también algunos jueces y fiscales los que actúan motivados por razones ideológicas o de otro orden, promoviendo causas judiciales previamente armadas por diligentes servicios de inteligencia del Estado. Entiéndase bien. Nadie está exento de tener sus preferencias políticas e ideológicas. Pero determinados profesionales adquieren un deber deontológico que les obliga a preservar su independencia y prestigio, limitando el uso de ciertos recursos que envilecen el ejercicio de su labor. Por ejemplo, un intelectual no debiera caer en el uso de estereotipos degradantes para caracterizar ciertas posiciones políticas; un periodista no debiera propagar noticias falsas para difamar a los adversarios políticos del medio en el que trabaja; o los jueces están obligados a aplicar la ley con objetividad sin cambiar la vara de medir, utilizando una para los amigos y otra para los enemigos.
Estas reservas morales de toda sociedad democrática avanzada están exhaustas y casi agotadas en Argentina. Por consiguiente no se podrá superar la grieta en tanto no se configure suficiente masa crítica entre intelectuales, periodistas y jueces que tomen distancia de la polarización afectiva y cumplan la labor básica de su cometido que es poner límites a los excesos y a las arbitrariedades del poder. Porque en definitiva, pese a la opinión de Julián Gallo, es el ansia de retención del poder la que constantemente daña el juego democrático. A lo que se debe añadir que, ya se trate de Argentina o de otro país, siempre hay una responsabilidad objetiva, atribuible al encargado del poder, cuando la sociedad no consigue esa base consensual mínima indispensable para salvar sus dificultades.