Aleardo Laría.
Innumerables políticos, agudos periodistas y sesudos juristas de América Latina siguen envueltos en un debate teológico sobre si lo acontecido en Bolivia alcanza la categoría de “golpe de Estado”. La polémica recuerda la fábula de Tomás de Iriarte, en la que dos conejos se entretienen discutiendo sobre la raza de los perros que los persiguen, con el resultado previsible. Hace algunos meses, otro debate similar se conformó alrededor de la palabra “dictadura” y si era una etiqueta ajustada al gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela. Estos desacuerdos nominalistas solo sirven para obviar una reflexión más profunda sobre la crisis del presidencialismo latinoamericano y su crónica incapacidad para afrontar la pérdida de la legitimidad de ejercicio de los presidentes.
Las recientes crisis por las que han atravesado o vienen atravesando Bolivia, Chile y Ecuador en los últimos meses, y la que afecta a Venezuela desde hace ya varios años, responden a un patrón similar: el desgaste en el ejercicio del poder por presidentes que han sido electos con un mandato rígido y la incapacidad del sistema institucional para dar una solución al problema, dado que el sistema presidencialista, a diferencia del sistema parlamentario, carece de respuestas ante situaciones de pérdidas de legitimidad en el ejercicio del poder presidencial.
Los presidentes en América Latina son elegidos en elecciones populares y todos parten con una legitimidad de origen indiscutible. Pero a poco de andar comienzan las dificultades, y cuando los conflictos se agudizan y no se aciertan a dar las respuestas adecuadas, los presidentes comienzan a sufrir un desgaste que en ocasiones se acelera raudamente. Las redes sociales actúan como un amplificador que impulsa rápidos cambios de opinión en la ciudadanía que tornan obsolescentes los resultados electorales.
Una contribución conspicua, que ayudó a aumentar el problema, se la debemos a Ernesto Laclau y su apostolado por la elección indefinida de los “líderes populares”. En opinión de Laclau, un mandato constitucional era demasiado poco tiempo para que los líderes populares pudieran llevar a cabo su apoteósica labor historia de transformación social, por lo que era conveniente que las constituciones latinoamericanas contemplaran la reelección indefinida. Este discurso continuista fue adoptado por Evo Morales, que no dudó en saltarse los límites constitucionales para obtener, con malas artes, la autorización para cursar un cuarto mandato presidencial.
En América Latina necesitamos acabar con el rígido sistema presidencialista y avanzar hacia unas reformas constitucionales que permitan que el titular del Poder Ejecutivo –llámese jefe del gabinete o primer ministro- pueda ser designado o cesado por el Congreso con una mayoría absoluta de votos. De este modo, el ministro jugará el rol de fusible ante cualquier crisis importante y podrá ser sustituido por otro ofreciendo una salida racional a cualquier grave conflicto. Justamente, el rol de las instituciones es canalizar los conflictos para evitar enfrentamientos violentos y derramamientos de sangre.
La existencia de un ministro ejecutivo sería compatible con la conservación de la figura presidencial, que actuaría como Jefe de Estado, al modo que lo hacen los presidentes en Alemania o Italia, con funciones muy limitadas. En este caso un período de mandato preestablecido no representaría un obstáculo dado que solo cumpliría funciones simbólicas o, eventualmente, podría intervenir en crisis como la que sacude a Bolivia para representar la continuidad del Estado e intervenir como mediador imparcial en los conflictos políticos.
No parece conveniente que la algarada popular se convierta en un mecanismo “ad-hoc” para resolver las crisis de legitimidad de ejercicio en los sistemas presidencialistas. Se deberían abandonar los prejuicios conservadores que nos mantienen atados a formas perimidas de gobierno y atender a la dinámica de los tiempos. Las empresas modernas sostienen a sus gestores mientras los buenos resultados confirmen su buen hacer, pero no dudan en desprenderse de los ejecutivos cuando es notorio su fracaso. Tanto amor le dispensan nuestros políticos conservadores a la gestión privada, y curiosamente no trasladan el modelo a la institución de gobierno más importante del Estado. Paradojas notables del neoliberalismo.