Opinión Publicada
En un acto convocado por el PRO para conmemorar el quinto aniversario de la muerte del fiscal Alberto Nisman, varios cientos de personas se congregaron el pasado 18 de enero en la Plaza del Vaticano bajo la consigna “no fue suicidio, fue un magnicidio”. Llama la atención esta consigna, puesto que determinar si la muerte violenta de una persona fue producto de un suicidio o de un asesinato es una labor que corresponde a expertos que aplican las técnicas y procedimientos establecidos por la ciencia criminalística. El conocimiento científico no puede ser alterado por una presión política, de modo que siempre nos parecerá ridícula una manifestación organizada, por ejemplo, para pronunciarse a favor de la aspirina.
Los convocantes de tan curiosa manifestación parecían ser poco conscientes de esta incongruencia, al punto que dejaron escrito en el manifiesto publicado que “nadie en la Argentina puede darse el lujo de interpretar la muerte del fiscal Alberto Nisman según su ocasional conveniencia política o el cargo que circunstancialmente ocupe”. Este ha sido justamente el problema derivado de una intervención política que se verificó desde el momento en que el fiscal presentó una arriesgada y poco fundada denuncia por encubrimiento del atentado de la AMIA contra la ex presidenta Cristina Fernández y su ministro de Relaciones Exteriores. La denuncia fue desestimada por decisión de un juez federal y su resolución confirmada por la Cámara Federal. No obstante fue luego reabierta mediante una serie de maniobras judiciales que parecen más propias de la trama de una novela de John Le Carré.
Otro tanto sucedió con la investigación sobre las causas de la muerte del fiscal. Todas las evidencias reunidas por la fiscal Viviana Fein apuntaban a que estábamos en presencia de un suicidio. La autopsia del Cuerpo Médico Forense y la pericia criminalística de la Policía Federal eran coincidentes en señalar que la muerte del fiscal era obra de su propia determinación. Hecho avalado por la circunstancia de que nadie podía explicar cómo terceras personas podrían haber entrado y salido -dejando la llave en el interior- de un departamento situado en el piso 13 de las Torres Le Parc.
Aquí conviene hacer una breve digresión. Determinar si una persona se ha suicidado o ha sido víctima de un accionar homicida es algo que actualmente resulta muy sencillo determinar con los adelantos técnicos de las ciencias criminológicas. Un caso reciente puede servir de ejemplo. El 21 de julio del año pasado apareció muerto en la localidad de Alcobendas (España) un directivo de la petrolera venezolana PVDSA que había comenzado a colaborar con la justicia española en el esclarecimiento de una trama de corrupción que afectaba al ex embajador español en Venezuela, destacado dirigente del PSOE en el pasado. El caso tenía todos los ingredientes para alentar suspicacias sobre la causa de la muerte. La policía española tardó 48 horas en brindar los resultados de la pericia criminalística: suicidio. Caso cerrado.
Si en Argentina no se pudo obtener una conclusión rápida ha sido consecuencia de la enorme presión política y mediática sobre la justicia penal. Los esfuerzos por evitar un rápido esclarecimiento llevaron a forzar un cambio de jurisdicción para poner la causa en manos de un juez político, al punto que se anuló el resultado del sorteo que habría depositado la causa en un juez menos confiable. A partir de allí, el nuevo fiscal designado hizo todo lo posible para alterar los resultados coincidentes de las pericias técnicas y encargar, sin justificación alguna, una nueva pericia a la Gendarmería, un cuerpo que emitió un dictamen cuyo resultado, llamativamente, había sido anunciado seis meses antes de que los expertos se reunieran gracias a la clarividencia de un periodista del diario Clarín que tuvo la primicia de boca de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich.
De modo que quienes se quejan de que la investigación sobre la muerte del fiscal Nisman ha sido modelada por las conveniencias políticas, son justamente los integrantes de la coalición político-mediática-judicial que en un reparto de roles han venido intentado, con relativo éxito, apartarse de los resultados brindados por las pericias criminalísticas de los expertos. Cada día que pasa les resulta más difícil sostener la ficción que han construido, lo que explica la grotesca acción de apoyarse en los gritos destemplados de una multitud enardecida, engañada al pensar que desde la calle se puede alterar el resultado de una investigación criminal.
¿Cómo explicar este empecinamiento en desvirtuar los resultados de una investigación científica?¿Cómo es posible que tantos periodistas e intelectuales se mantengan aferrados a un relato ficticio que no resiste el asalto de la mínima crítica racional? Para encontrar una respuesta debemos acudir al avance en el campo de las neurociencias para explicar cómo las emociones pueden operar por debajo del nivel de la conciencia para alterar los resultados de los análisis. Han sido tantas las expectativas puestas en atribuir la muerte de Nisman a la maquiavélica acción de la ex presidenta Cristina Fernández que ninguna información que se oponga a ese fuerte deseo podrá ser incorporada al nivel de la conciencia.
Estamos ante un fenómeno similar al que se produce en el pensamiento religioso, donde los hechos sobrenaturales son aceptados sin someterlos a la crítica de la razón, para evitar lesionar la ficción que emocionalmente reconforta. Los hechos incómodos son apartados y permanecen invisibles porque nada debe alterar la construcción que ofrece amparo y calor. No es fruto de la casualidad que sea un grupo político-religioso, que adhiere a las políticas de Benjamín Netanyahu, quien aparece más convencidos de que la voluntad política puede arrasar con el resultado de las investigaciones judiciales en Argentina.
Es cierto también que semejante ficción no podría sobrevivir en una Estado democrático en donde el periodismo se manejara con mínimos criterios éticos. Lamentablemente, estamos asistiendo al penoso espectáculo de dos grandes medios que hacen todo lo posible por tomar cualquier indicio irrelevante para llevarlo a la primera plana de sus ediciones. Es como si los avistadores de un platillo volador se vieran reforzados en su relato por medios de prensa que todos los días nos informaran sobre la posibilidad de vida en otros planetas, sobre otros avistamientos en el pasado, sobre las pruebas secretas de la NASA, etc. Las mentes sencillas, favorables a incorporar cualquier teoría conspirativa, serían víctimas seguras de semejante cobertura mediática.
En el relato de Chesterton sobre el hombre invisible, se comete un asesinato en una casa vigilada por cuatro hombres. El autor ha sido un cartero que entró y luego abandonó la casa a la vista de todos. Pero los cuatro hombres afirmaban no haber visto al cartero simplemente porque no encajaba en las teorías que se habían formado acerca de la identidad del posible asesino. Los vigilantes miraban pero no veían. En el caso Nisman no estamos ante un asesinato sino ante un suicidio, pero el fenómeno es similar. Miran la realidad pero no quieren verla. Lo que de alguna manera explica cómo concebimos al mundo que nos rodea. Las imágenes mentales que corresponden a acontecimientos de la vida social no se corresponden con imágenes especulares pasivas que reflejan esa realidad. Siempre hay una recreación interior donde las emociones nos juegan malas pasadas.