En defensa del Estado

Aleardo Laría.

Javier Milei ha manifestado en reiteradas oportunidad que “el Estado es una organización criminal”. Si bien sus expresiones deben tomarse a beneficio de inventario, dado que busca escandalizar como modo de obtener publicidad, es cierto también que su discurso llega a sectores populares y por lo tanto no debe ser ignorado. Un breve recorrido por los pensadores en los que se referencia Milei permitirá dejar al descubierto algunas de las falacias en las que se apoya este bravío león que parece haber salido de una película de la Metro-Goldwyn-Mayer.

Para los clásicos del liberalismo político, como John Locke –Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690)- el Estado es fruto de un contrato social. A diferencia de Hobbes que lo concibe como un medio para garantizar la seguridad y la libertad de los asociados instaurando un soberano absoluto (Leviatán), Locke sostiene que el gobierno legítimo sólo puede fundarse en el consentimiento de personas libres e iguales que parten del estado de naturaleza y que por consiguiente conservan una cierta soberanía sobre sí mismas. De este modo, Locke trata de rechazar el absolutismo de Hobbes y legitimar de algún modo la resistencia a la opresión.

El Estado como organización criminal

Al contrario que John Locke, el sociólogo alemán Franz Oppenheimer en su obra El Estado (1908) rechazó la idea del «contrato social» y formuló la «teoría de la conquista» del Estado. Afirma en su difundido estudio que “el Estado, totalmente en su génesis, esencialmente y casi totalmente durante las primeras etapas de su existencia, es una institución social, forzada por un grupo victorioso de hombres sobre un grupo derrotado, con el único propósito de regular el dominio del grupo de los vencedores sobre el de los vencidos, y de resguardarse contra la rebelión interior y el ataque desde el exterior. Teleológicamente, esta dominación no tenía otro propósito que la explotación económica de los vencidos por parte de los vencedores”. Oppenheimer también contribuyó a una distinción que luego va a ser retomada por los anarcocapitalistas sobre el modo en que los seres humanos satisfacen sus necesidades: Hay dos medios fundamentales opuestos que impulsan al hombre al buscar el sustento y a obtener los medios necesarios para satisfacer sus deseos. Estos son el trabajo y el robo, o sea, su propio trabajo (“medios económicos”) y la apropiación por la fuerza del trabajo de otros (“medios políticos”).

 Estos conceptos fueron introducidos en Estados Unidos por Albert Jay Nock, autor de “Our Enemy the State” (Nuestro enemigo, el Estado), y sus ideas sobre los medios económicos versus los medios políticos influenciaron en Murray Rothbard, el autor de referencia de Javier Milei. El lenguaje de Rothbard, expuesto en La ética de la libertad (1982) nos resultará familiar porque en Argentina lo ha popularizado Milei: “El Estado es la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión  institucionalizadas, la “organización de los medios políticos” con el objetivo de enriquecerse, esto quiere decir que nos hallamos ante una organización criminal y que, por consiguiente, su categoría moral es radicalmente distinta de la de cualquiera de los legítimos dueños de propiedades que hemos venido analizando”. De esta afirmación, Rothbard obtiene la siguiente conclusión: “En cuanto que (el Estado) es una organización criminal, cuyas rentas e ingresos proceden de impuestos delictivos, el Estado no puede poseer ningún justo derecho de propiedad. De donde se concluye que no puede ser ni inmoral ni injusto negarse a pagar los impuestos del Estado, ni adueñarse de sus propiedades (porque son propiedades en manos de agresores), ni desobedecer sus órdenes, ni quebrantar los contratos hecho con él (ya que no puede ser injusto romper pactos con criminales). En el terreno de la moral, y desde el punto de vista de una auténtica filosofía política, “robar” al Estado significa arrancar la propiedad a unas manos criminales”.

Las radicales tesis de Rothbard fueron moderadas por Robert Nozick en Anarquía, Estado y utopía (1974) dando fundamentos la corriente política denominada minarquismo en la que también se referencia Milei. Para Nozick “un Estado mínimo, limitado a las estrechas funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etcétera, se justifica”. Pero a continuación añade que “cualquier Estado más extenso violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica”. Añade que “el Estado mínimo es inspirador, así como correcto. Dos implicaciones notables son que el Estado no puede usar su aparato coactivo con el propósito de hacer que algunos ciudadanos ayuden a otros o para prohibirle a la gente actividades para su propio bien o protección”. Rothbard cuestiona esta tesis con el argumento de que “cuanto  más se amplíen los poderes coactivos del Estado más allá de los limites mimosamente marcados por los teorizadores del laissez-faire, mayor será el deseo y la capacidad de la casta dominante que maneja el aparato del Estado para acrecentarlos. Esta clase dominante, impaciente por maximizar su poder y su riqueza, ampliará las facultades estatales y arrollará toda débil oposición a medida que vaya ganando terreno su legitimidad y la de sus aliados intelectuales y se vayan estrechando los canales del libre mercado institucional opuestos al monopolio gubernamental de la coacción y al poder de tomar las decisiones últimas”.

Teoría general del Estado de Kelsen

Para dejar en evidencia el grado de delirio de las tesis del anarcocapitalismo resulta oportuno tomar como elemento de contraste la Teoría General del Estado (1926) de Hans Kelsen, un liberal progresista con ideas socialistas  que es el padre del constitucionalismo moderno europeo. Kelsen se opone a todas las teorías que perciben al Estado como producto de una relación de fuerza material o de violencia. Observa, en primer lugar, que el poder raramente se basa en una relación de fuerza física, sino que se apoya en el reconocimiento por los que a él se someten. Considera que cuando se da un divorcio entre el poder que se mantiene artificialmente por la fuerza y el sentir auténtico de una comunidad política “entonces ese poder está condenado a marchitarse, cuando no a derrumbarse aparatosamente”. Para Kelsen la palabra Estado es una expresión personificada del orden jurídico total. “La persona del Estado es sólo una expresión hipostática para designar el sistema del orden jurídico de modo que Estado y Derecho son dos expresiones que denotan un mismo objeto…En suma, el Estado es la expresión conceptual  de la unidad del orden jurídico”. Toda norma jurídica castiga con una sanción su incumplimiento y es el Estado el encargado de que el incumplimiento de un deber jurídico sea objeto de castigo. No hace falta profundizar en las tesis de Kelsen para percibir de inmediato que lo opuesto al Estado, es decir al orden jurídico establecido en el espacio geográfico de una comunidad organizada, es la ley de la selva, la justicia por mano propia, la ley del más fuerte. De modo que las tesis que consideran al Estado “una organización criminal” son fruto de las ensoñaciones de ciertos intelectuales reaccionarios que aspiran a eliminar los impuestos y diseñan una sociedad imaginaria creyendo que se puede constituir al margen de un orden jurídico coactivo. 

El Estado del bienestar

La expansión del Estado que se ha producido luego de finalizada la II Guerra Mundial ha sido la convergencia de dos fenómenos interrelacionados. Por una parte, el aumento de la complejidad de las sociedades modernas con cambios tecnológicos que tienen enorme impacto en el medio ambiente al tiempo que favorecen la concentración empresarial. Esto obliga necesariamente a aumentar el poder regulador del Estado para evitar el riesgo de una catástrofe medioambiental y las situaciones de dominio de mercado por los grupos más concentrados. Por otra parte, en la esfera política -principalmente en el espacio europeo- los partidos de los trabajadores, que habían creído posible abolir la propiedad privada de los medios de producción,  asumieron que se trataba de una meta inalcanzable y fueron plegándose a programas de reforma del capitalismo. Como contrapartida, consiguieron que los gobiernos de la burguesía capitalista mejoraran las condiciones de trabajo, facilitaran una redistribución del ingreso acorde con los aumentos de la productividad, y que el Estado se hiciera cargo de la provisión de bienes como la salud, la educación y la seguridad social. De modo que el Estado del bienestar se consolidó como resultado de concesiones mutuas entre los partidos de izquierda y los partidos defensores de la propiedad privada. Llegados a este punto, resulta impensable que se pueda retroceder en este nuevo rol del Estado. Se podrá conseguir un Estado más eficiente en el cumplimiento de sus funciones esenciales, pero cualquier distopía dirigida a eliminarlo o reducirlo está destinada al fracaso.

Una democracia irritada

Las consideraciones anteriores no deben llevar tampoco a ignorar que estamos ante un fenómeno de malestar generalizado ante las formas de gestión de la democracia. Para las izquierdas, las formas de gestión actual han llevado al aumento de la desigualdad y para las derechas los gobiernos no son eficaces. De este modo hay una desconfianza generalizada a quienes realizan alguna labor de mediación y en especial a los representantes políticos. En nuestra opinión, en Argentina el problema se ve agravado porque se percibe al Estado como la herramienta utilizada por la clase política para mejorar su estatus social. Esto explica el éxito electoral de Milei, que con su crítica a la “casta” no hace más que reflejar un malestar social auténtico.

Desde distintos sectores de la sociedad han surgido voces reclamando un acuerdo ligado a la necesidad de que la clase política de una respuesta institucional frente al avance de una fuerza política que pone en riesgo a la democracia. Algunos dirigentes han mencionado la necesidad de que el próximo gobierno sea “de unidad nacional”. Debiera aprovecharse este  impulso renovador para acordar  como  uno de los puntos fundamentales el compromiso de profesionalizar el Estado y terminar con el spoil system. En el año 2000 el economista Eduardo Conesa publicó un ensayo titulado Que pasa en la economía argentina (Ediciones Macchi) que tiene enorme actualidad porque explica detalladamente todos los inconvenientes de la dolarización. Conesa señala en uno de los últimos capítulos la necesidad de “poner un cerrojo” contra la inflación. Argumenta que “la exigencia de exámenes rigurosos y generalizados para el ingreso del funcionariado  estatal nacional, provincial y municipal crea una valla casi infranqueable para los nombramientos de favor y a la consiguiente expansión del gasto público”. Añade que este es el verdadero cerrojo contra la inflación  y la hiperinflación, no la mera fijación del tipo de cambio o la  convertibilidad. Continúa su argumento señalando que cuando se contrasta el desarrollo argentino con los países del sudeste asiático se utiliza erróneamente la palabra “milagro”. Pero tal milagro no existe. Sucede simplemente que en estos países el proceso de ingreso a las administraciones públicas es rigurosísimo, a través de exámenes en donde hay que demostrar competencia e idoneidad. Añade que “el prestigio de la burocracia estatal, cuando el público sabe lo difícil que es pertenecer a ella por la objetividad e imparcialidad del sistema de exámenes y promoción repercute en un mayor prestigio para todo el Estado, facilita el cumplimiento de la ley y fortalece el orgullo nacional en toda la comunidad”. Por otra parte, argumenta que en ningún país del mundo se toma en serio la educación hasta que el propio Estado comienza a reclutar sus funcionarios profesionales exclusivamente a quienes obtienen las mejores notas en exámenes objetivos y dentro de un sistema de carrera administrativa.

Toda la argumentación de Conesa va dirigida a remarcar la necesidad de prestigiar y legitimar al Estado frente a la sociedad. Con un Estado profesional se acaba con el clientelismo, con los concursos arreglados, con el capitalismo de amigos, y con la financiación ilegal de los partidos políticos que son las lacras que alimentan el discurso de la antipolítica. Mientras no se tome consciencia de la relevancia que tiene contar con un Estado profesional, integrado por funcionarios capaces e independientes, seguirán apareciendo los iluminados que convocan a derribar “la casta” para ocupar su lugar.