Aleardo Laría.
La Corte Suprema siempre contempló con recelo la existencia de un Consejo de la Magistratura que le arrebató varias competencias. En el sistema anterior, la Corte Suprema aparecía como cabeza indiscutida del Poder Judicial y además de la función jurisdiccional tenía a su cargo la superintendencia de administración –mantenimiento de edificios y ejecución del presupuesto-; la superintendencia de de personal –designación de los empleados judiciales y pago de sus remuneraciones- y ejercía funciones disciplinarias sobre los jueces. La reforma constitucional de 1994 le quitó todas esas competencias y las trasladó al Consejo de la Magistratura, un órgano de composición más democrática, siguiendo el modelo de las constituciones europeas, en especial la de España. El actual galimatías judicial proviene del activismo de una Corte que ha visto la ventana de oportunidad creada por la grieta que divide a los partidos políticos para recuperar parte de las atribuciones perdidas.
La reforma constitucional de 1994 dispuso en su artículo 114 la creación del Consejo de la Magistratura pero delegó en una ley especial la integración del nuevo organismo porque los convencionales constituyentes no llegaron a un acuerdo sobre este importante tema. Se fijo una pauta general indicando que debía preservarse el equilibrio entre la representación del estamento político, de los jueces y de los abogados. De este modo, la búsqueda del “equilibrio” quedó sometida a las contingencias de la política argentina. La Ley 24.937 de 1997 diseñó un Consejo de 20 miembros presididos por el presidente de la Corte Suprema (8 legisladores, 4 jueces, 4 abogados, 2 académicos y un representante del PE). En el año 2006 la Ley 26.080 redujo el número a 13 (6 legisladores, 3 jueces, 2 abogados, un académico y un representante del PE) eliminando la presencia de la Corte Suprema.
La Corte declaró la inconstitucionalidad de la Ley 26.080 en diciembre de 2021, es decir 15 años después de que la ley estuviera vigente, lo que ya representa una notable anomalía. Pero además, en la sentencia que declaró la inconstitucionalidad, incurrió en otras decisiones muy discutibles. Declaró, por ejemplo, que si el Congreso no reformaba la ley antes de los 140 días (es decir antes del 15 de abril de 2022) recuperaría vigencia la Ley 24.937 de 1997, una decisión considerada arbitraria por uno de los jueces del propio tribunal. Pero tal vez la parte más atacable del fallo es que la propia Corte había declarado la constitucionalidad de la Ley 26.080 en el caso “Monner Sans” (sentencia del 6 de marzo de 2014*) fijando la doctrina de que “no incumbe al Poder Judicial evaluar el acierto o el error, el mérito o la conveniencia, de la solución adoptada por el legislador…. dado que corresponde al Congreso de la Nación la competencia para reglamentar lo atinente al Consejo de la Magistratura y las valoraciones que en ejercicio de ese Poder Legislativo haga sobre el número de consejeros y de la composición del cuerpo, tanto en su pleno como en sus comisiones pertenecen a la exclusiva zona de reserva de dicho Poder”.
Como señala Pierre Rosanvallon, la democracia necesita de “terceros reflexivos” para establecerse con solidez. Una Corte activista, que invade competencias de los poderes elegidos democráticamente, comete un enorme error y daña sensiblemente el juego democrático. La legitimidad democrática reside en el Congreso, que representa la voluntad popular, y los jueces no pueden ignorarla para diseñar las normas según sus preferencias.
Nota publicada en el diario «Río Negro»