Aleardo Laría.
Al final, quien más se aproximó a la verdad, fue Litto Nebbia. Todos, no solo los brasileños, venimos de la selva. Como señala Yuval Harari, hace 6 millones de años, una hembra de simio tuvo dos hijas: una se convirtió en el ancestro de todos los chimpancés, la otra es nuestra propia abuela. Un equipo internacional de científicos ha secuenciado el código genético del chimpancé y lo ha comparado con el genoma humano. La comparación pone de manifiesto que la secuencia del ADN de las dos especies es en un 99 por ciento idéntica. El problema, como dice Frans de Waal en El mono que llevamos adentro (Tusquets) es que “se puede sacar al mono de la jungla, pero no a la jungla del mono”. Por lo tanto compartimos muchas cosas con nuestros ancestros. Las luchas por el poder y el sexo; el compañerismo y la empatía; la competencia por el rango; la violencia contra los congéneres; la territorialidad; los celos; los roles de género; la propiedad material y el deseo de dominar. En el caso de los chimpancés, las coaliciones son claves en la lucha por el poder. Ninguno puede imponerse, al menos por cierto tiempo, porque el grupo puede derrocar a cualquiera. Para evitar sorpresas hace falta tener contentos a los aliados y evitar las rebeliones en masa, algo que seguramente nos resultará familiar.
Los hunos y los otros
Al igual que los chimpancés, los seres humanos son muy territoriales y valoran menos la vida de “los otros” que la de los miembros del propio grupo. Según Frans de Waal, los chimpancés son xenófobos y cuando se ha intentado introducir en la selva a un chimpancé criado en cautiverio, los chimpancés salvajes no lo aceptaron. Tratan a sus enemigos del mismo modo en que lo hacen los seres humanos: deshumanizándolos, como si se trataran de una especie inferior. El nosotros-ellos está tan arraigado en una especia como en otra, al punto que las únicas especies animales que expanden el territorio exterminando a los machos vecinos son los chimpancés y los humanos. Como señala Jonathan Haidt en La mente de los justos (Deusto) “las personas se unen a bandos políticos con los que comparten narrativas morales y una vez que han aceptado una narrativa particular, se ciegan a otros mundos morales alternativos”.
Lo más sorprendente es que la hostilidad hacia lo foráneo es el sentimiento que ha favorecido la solidaridad interna del grupo, de la que emerge la moralidad. De modo que un comportamiento tan infame como la guerra es el que proporcionó el sentido de comunidad y la necesidad de contribuir al bien común, que es la base de la moralidad. Según los descubrimientos de la neurobiología, nuestros cerebros forman dicotomías del estilo “nosotros-ellos” a una velocidad impresionante. La exposición de la cara de alguien de otra etnia activa una serie de sensores, al igual que lo hacen otros marcadores arbitrarios como el vestido o el acento regional. Luego asociamos esos marcadores arbitrarios con valores y creencias. El resultado es lo que se denomina “esencialismo”, es decir la consideración de que quienes pertenecen al grupo opuesto son poseedores de una esencia inmutable, generalmente indeseable. En Argentina el antiperonismo incorporó la creencia de una esencia “incorregible” del peronismo. Héctor Guyot acaba de afirmar que “la impostura, aceptada por buena parte de la sociedad argentina, es la esencia del kirchnerismo”. La dictadura militar fue un poco más lejos al incorporar la idea de un “enemigo subversivo” de carácter deleznable y al que era posible eliminar y hacer desaparecer como si de un virus se tratase. No obstante, la buena noticia es que no existe ningún determinismo biológico que nos condene porque siempre seremos el resultado de tendencias sociales conflictivas: la competencia y la cooperación; el egoísmo y la solidaridad. Lentamente vamos expandiendo nuestro círculo moral al aplicar la moralidad más allá de los límites de nuestra comunidad. Al reconocer la existencia de derechos humanos universales, intentamos aplicar la moralidad a toda nuestra especie y en esa lucha aún todavía estamos.
Lo desplazamientos humanos
Uno de los fenómenos más característicos de los seres humanos es su facilidad para desplazarse y asentarse en nuevos territorios. El proceso se inicia con la revolución neolítica hace 9.000 años que supone el abandono de la vida nómada para iniciar el desarrollo de la agricultura intensiva. En la Edad Moderna, con el desarrollo de la navegación, se inician los viajes ultramarinos desde Europa para la colonización de territorios en América y África. En el siglo XIX, millones de europeos pobres emigraron a América y Australia y en la actualidad millones de inmigrantes de países pobres intentan el asalto de la fortaleza europea. En definitiva, tal como lo reconocía un señalado racista como Gobineau, “si se quiere resumir la historia universal, es mezcla, mezcla en todas partes, siempre mezcla”. Las investigaciones genéticas han dado evidencias sólidas de que las diferencias biológicas entre europeos, africanos, chinos o americanos nativos son nimias. El concepto de “raza” ha desaparecido y los antropólogos se encargan actualmente de establecer las variaciones culturales que permiten señalar determinados rasgos étnicos. Las corrientes migratorias, sobre todo cuando son importantes, al tiempo que tiñen la piel de los pueblos de diferentes coloraciones, dan lugar a la transmisión de instituciones y costumbres que antropólogos y sociólogos utilizan para establecer la existencia de determinados sesgos culturales. En el caso de Argentina, es indudable que la inmigración masiva a partir de 1870 remodeló profundamente la sociedad argentina. Como señala Luis Alberto Romero, “los 1,8 millones de habitantes de 1869 se convirtieron en 7,8 millones en 1914, y en ese mismo período la población de la ciudad de Buenos Aires pasó de 180.000 habitantes a 1,5 millones”. Dos de cada tres habitantes de la ciudad de Buenos Aires eran extranjeros con predominio de italianos y españoles. Por consiguiente es comprensible que esta peculiaridad se incorpore al lenguaje metafórico de los intelectuales y surjan expresiones irónicas, como la de que los argentinos “venimos de los barcos” sin que nadie, salvo los malintencionados y los necios, pueda otorgarle alguna connotación supremacista.
Las diferencias culturales producen diferentes sistemas morales, razón por la cual son siempre objeto de estudio. Robert Sapolsky en Compórtate (Ed. Capitán Swing) formula la siguiente pregunta “¿Por qué las personas de una parte del planeta han desarrollado culturas colectivistas mientras que otras se han vuelto individualistas?”. Considera que los Estados Unidos es el ejemplo modélico de individualismo por al menos dos razones. La primera es, al igual que Argentina, por la presencia de los inmigrantes que eran personas insatisfechas, inquietas, “ovejas negras”, que anhelaban ser libres pero también ser ricos. La segunda razón es que los Estados Unidos también, al igual que Argentina, tenían una frontera móvil que resultaba atractiva a quienes querían reservar un pasaje hacia el Nuevo Mundo. Como contraste, el Asia Oriental nos ha proporcionado ejemplos de colectivismo, influencia de la forma en que la gente se gana a vida dado que el cultivo del arroz requiere cantidades ingentes de trabajo comunitario. Añade que un artículo publicado en la revista Science confirma la conexión entre arroz y colectivismo explorando una excepción. En algunas partes del norte de China, donde es difícil por razones climáticas hacer crecer el arroz, durante milenios han cultivado el trigo, lo que arroja como resultado una agricultura individual en lugar de colectiva. De modo que ya sabemos porque resulta de interés conocer la historia de los pueblos para establecer vínculos entre la ecología, los modelos de producción o las migraciones.
El uso de las metáforas
Usamos las metáforas para trasladar imágenes de lo que queremos decir y de este modo ahorramos palabras. Cuando Octavio Paz o Carlos Fuentes dicen que los argentinos “venimos de los barcos” están haciendo referencia metafórica a la presencia de una potente corriente inmigratoria que ha dejado huellas en la cultura argentina. Es una mención desprovista de rasgos discriminatorios o despectivos, en un uso tan legítimo como el que le ha dado el presidente Alberto Fernández a sus palabras. El lingüista George Lakoff de la Universidad de Berkeley (EEUU) ha estudiado el uso habitual de las metáforas en el lenguaje (No pienses en un elefante, Ed. Complutense). Para Lakoff el lenguaje es siempre metafórico y sirve para transmitir información entre un individuo y otro. Pero nuestras capacidades para el uso del lenguaje simbólico son tan recientes que somos bastante malos a la hora de distinguir entre lo metafórico y lo literal. Es el problema que debió afrontar Alberto Fernández cuando muchos hicieron un uso literal de su metáfora.
Parece ser que el cerebro siempre entremezcla el dolor literal y el físico y existe un estrecho vínculo entre la repugnancia visceral y la moral. De allí la frase de que actos moralmente repugnantes nos dejen “mal sabor de boca”. Esto nos predispone a ser manipulados para pensar que algunos individuos son más cercanos a nosotros y otros menos. Una de las metáforas más utilizadas en la política exterior es aquella según la cual la nación es una persona y hay naciones buenas y otras fallidas. Fue utilizada con notables resultados en la guerra de Irak, cuando se dijo que Sadam era un tirano y había que pararlo. La metáfora ocultaba que miles de bombas no se lanzarían contra el tirano sino que matarían a muchos miles de otras personas que nada tenían que ver con las decisiones tomadas por Sadam. De modo que tenemos metáforas terribles, que producen la muerte de miles de personas, pero que en su momento no conmovieron a las almas sensibles que tan afectadas se sienten hoy por la metáfora presidencial. Uno de los usos más frecuentes de la metáfora de la nación como una persona se utiliza para justificar las guerras como “justas”. Bajo el relato de un villano que es intrínsecamente malo e irracional y que merece el castigo, se emprenden luego operaciones que terminan con la vida de miles de personas inocentes. Bajo estas coordenadas mentales se pueden levantar cámaras de gas para matar judíos, gitanos u homosexuales o se pueden arrojar fríamente dos bombas atómicas sobre ciudades indefensas condenando a una muerte terrible a decenas de miles de personas inocentes. Decisiones de tanta crueldad solo se pueden adoptar bajo un trasfondo de racismo implícito, puesto que en las guerras el sufrimiento de “los otros” no se computa como un dolor humano.
El ensayo de Lakoff tiene enorme actualidad en momentos de fake news y manipulaciones mediáticas. Todas las personas actúan en función de marcos mentales que conforman su modo de ver el mundo. Estos marcos forman parte de lo que los científicos cognitivos llaman el “inconsciente cognitivo”, es decir estructuras del cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, que se han formado durante la niñez y la adolescencia. Según su hipótesis, tanto las políticas conservadoras como las progresistas se fundan en visiones diferentes de la moral familiar que luego se extienden a la política y a otros ámbitos. La familia conservadora se estructura en torno a la imagen de un padre estricto que cree en la necesidad y el valor de la autoridad y que considera que para triunfar en un mundo competitivo es necesario ser fuerte y disciplinado (origen también de tantas rebeldías juveniles). Por tanto estos marcos determinan nuestro modo de razonar y lo que se entiende por sentido común y son activados mediante el uso de las palabras o las metáforas. Cuando se oye una palabra se activa en el cerebro un marco o una colección de marcos. La manipulación consiste en el intento de conseguir que la gente haga suyo un marco que no es verdadero y que se sabe que no es verdad con el propósito de obtener una ventaja política. De modo que hay que librar una lucha constante por conseguir un re-enmarcado que no sea producto de la tergiversación ni de la propaganda. Para ello hay que aprender a comunicar utilizando marcos en los que se cree y que expresan nuestras concepciones morales. Los marcos engañosos a la larga se vuelven en contra de quienes los utilizan. La batalla contra las noticias falsas y las campañas de desinformación debe librarse también desde la ética. Aunque al final siempre tropezaremos con la paradoja del esencialismo: hay dos clases de personas, las que creen que hay dos clases de personas en el mundo y las que no.
(Nota publicada en El cohete a la Luna)