Aleardo Laría.
En el año 1988 se publicó en Estados Unidos un breve ensayo de Murray Edelman, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Wisconsin, titulado (según la traducción de la Ed. Manantial) La construcción del espectáculo político. El autor ofrecía a sus lectores un agudo análisis de los cambios que la televisión y otros medios de comunicación del mundo industrializado habían producido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en el ámbito de las noticias políticas concebidas como insumos de un espectáculo donde continuamente se construían y reconstruían los problemas sociales, las crisis, los líderes, los amigos y los enemigos. El primer supuesto que el autor cuestionaba era la extendida idea de que los periodistas e intelectuales eran observadores de “hechos” cuyo significado podía ser develado con precisión por las personas adecuadamente formadas y motivadas. Por el contrario, consideraba que las noticias políticas son entidades ambiguas que significan lo que los protagonistas interesados pretenden imponer, de modo que había que tomarlas cum grano salis, como simples creaciones para los públicos interesados en ellas cuyo significado y alcance dependía del lenguaje de los observadores que interpretaban esas situaciones. De modo análogo, las personas que participan en el espectáculo de la política intervienen en un doble registro: por un lado, con el uso del lenguaje, crean su propia subjetividad y, por el otro, son significantes para otros observadores dado que encarnan ideologías, valores o posturas morales para unas personas al mismo tiempo que son símbolos de amenaza y maldad para otras. Habiendo transcurrido un tercio de siglo desde aquellas primeras observaciones del profesor Edelman, resulta de interés recuperarlas para analizar en que medida guardan actualidad y como se insertan las nuevas tecnologías de la comunicación en esa potente radiografía.
Los públicos interesados
Una de las premisas que el profesor Edelman cuestiona es la idea de que en la sociedad moderna e hiperinformada todo el mundo está pendiente de las noticias políticas. Es cierto que existe un público ávido de las noticias producidas por el espectáculo político. Tanto dirigentes políticos como intelectuales, periodistas, altos funcionarios del Estado, empresarios, sindicalistas, jueces y abogados de causas vinculadas a ese mundo, siguen con atención obsesiva estas noticias. Pero la mayor parte de la población no tiene los mismos incentivos para seguirlas y, preocupados por sus circunstancias personales, las noticias de ese mundo le parecen remotas y poco interesantes, lo que genera cierta desazón en los ciudadanos bienpensantes. Sin embargo, se debe reconocer que el activismo político no tiene porqué absorber las energías de todo el mundo y que la falta de participación en un juego no equivale a indiferencia frente a cuestiones vinculadas al bienestar personal. Según Edelman, en algún lugar de la conciencia o del inconsciente, la gente siente que tiene el poder para confirmar o negar las definiciones de los problemas presentadas por las élites. Esta “desatención de las masas” es una potente arma política para la mayoría de los pueblos del mundo, de modo que las personas no están indefensas ante la poderosa influencia de los medios y de los fabricantes de noticias. Por otra parte, lo que se consideran “problemas” son rótulos para designar ciertas amenaza al bienestar, pero las formulaciones que se proclaman para resolverlos generalmente arrastran una cierta ambigüedad e inconsecuencia, de modo que son respuestas contradictorias, cambiantes y diversas. Pensemos, por ejemplo, en el tema de la inflación. Se trata de un problema persistente pero tan complejo que se resiste a una explicación unilateral y verificable, lo que permite que se ofrezcan soluciones diferenciadas según quienes sean los promotores ideológicos de las respuestas ofrecidas. Cualquier afirmación acerca del origen de un problema da lugar a explicaciones conflictivas que intensifican la polarización y propician las acusaciones recíprocas. El vínculo entre el problema y la solución ofrecida es también una construcción que pretende transformar una preferencia ideológica en una solución racional. Esto, evidentemente, no ha cambiado.
Los líderes políticos
Una serie de factores confluyen para la personalización de la política, independientemente si estamos ante un régimen presidencialista o parlamentario. Los líderes son símbolos que hacen comprensible un mundo social complejo, donde las políticas macroeconómicas son ininteligibles para la mayoría de las personas. Es más fácil identificarse con una persona, amarla u odiarla, que hacer un seguimiento de las políticas cambiarias del Banco Central. Si Edelman consideraba que en su época, en el inicio de la sociedad de la información, la dramaturgia se había vuelto una característica singular del espectáculo político, es evidente que en la actual sociedad de redes, el fenómeno se ha intensificado. Si las acciones de los líderes son construcciones mediáticas, también lo son las creencias sobre los éxitos y los fracasos de sus políticas. Evaluar el desempeño del presidente de la Nación no es lo mismo que evaluar la eficacia goleadora del centro delantero de la selección nacional de fútbol. Cuanto más elevada es la función más difícil se hace evaluar las políticas. Los políticos que están en el Gobierno se ufanan en proclamar el éxito de las acciones políticas emprendidas mientas los políticos de la oposición utilizaran todas las mediciones posibles para demostrar el fracaso. Según Edelman, “las creencias sobre el éxito y el fracaso se cuentan entre las más arbitrarias de las construcciones políticas y son quizás las que es menos probable que sean reconocidas como arbitrarias”. Existe un interés mediático por las acciones de los líderes que son caracterizadas de acertadas por los medios afines o desacertadas por los medios opositores. Siempre resultan atractivos los relatos entre héroes y villanos, de modo que es habitual trasladar las victorias o derrotas legislativas, judiciales o electorales a un campo de batalla simbólico en donde el espectáculo alcanza el más alto despliegue dramático.
El uso de los enemigos políticos
Desde una perspectiva pluralista, un oponente político es alguien que simplemente piensa distinto y esto no lo convierte en un enemigo. Sin embargo, es muy tentadora la adjudicación de rasgos morales al adversario para convertirlo en un ser malvado, con rasgos de personalidad patológicos, que lo convierten en una amenaza omnipresente para el conjunto social. La personificación de las políticas atribuyéndolas a las intensiones aviesas del adversario, supone obtener algunas ventajas en el corto plazo. Un primer uso de esta polarización extrema es evidente: definir a los opositores como inmorales y corruptos permite definirse a uno mismo como virtuoso. Elisa Carrió es un ejemplo extenuante de este oportunismo estratégico. Otro uso habitual de la polarización sirve para cohesionar una fuerza políticamente dispersa. Esta simplificación del espacio político, estableciendo una cruda dicotomía entre amigos y enemigos, era un rasgo que se atribuía habitualmente al discurso del populismo de izquierda. Pero desde que el populismo de derecha viene utilizando una estrategia similar se ha convertido en un fenómeno universal para conseguir que todas las singularidades sociales se agrupen en alguno de los dos polos de la dicotomía. Ernesto Laclau mantuvo una visión positiva acerca de este fenómeno. Consideraba que esta lógica de la imprecisión y de la simplificación constituía una dimensión constante de la acción política y estaba presente en todos los discursos políticos sin excepción.
Es evidente que el fenómeno de la polarización se ha acentuado en los últimos años desde que Donald Trump legitimó para las derechas conservadoras el uso de las estrategias simplificadoras del populismo. Se trata de una sobredramatización del espectáculo político, al plegarse a un discurso maniqueo que introduce en la política la misma efervescencia que tenían las guerras de religión. Si en la teología de Carl Schmitt el enfrentamiento amigo-enemigo era inerradicable, esa tesis es inaceptable en una democracia que, desde una perspectiva minimalista, es un mecanismo de defensa frente al amenazante riesgo de guerra civil. Toda concepción que considera legítima la erradicación del enemigo político para evitar un mal mayor, acaba inevitablemente en una deriva antidemocrática que busca alterar las reglas del juego democrático para impedir la alternancia. Nadie puede aspirar a ocupar indefinidamente el poder invocando la representación de abstracciones, llámense estás “república”, “clase obrera” o “pueblo”, porque con el uso de estas simplificaciones se niega la diversidad de rostros y voces que conforman la democracia moderna. Desde esta perspectiva parece justificada la crítica que viene recibiendo el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua, que al imputar diversos delitos a los adversarios políticos para justificar su prisión, impide u obstaculiza el juego de la alternancia. Es una estrategia no demasiado diferente a la que utilizó el expresidente Mauricio Macri para fraguar causas judiciales con el concurso de los servicios de información, el periodismo de cloacas y la colaboración de jueces venales que intentaron sacar del juego político a la figura más relevante de la oposición. Es una pena que Beatriz Sarlo y el resto de intelectuales de Juntos por el Cambio que manifiestan su preocupación por “los que usan el poder para corroer el sistema desde adentro” no se hayan anoticiado todavía de ello.
El juego de roles
La consideración de la política como un espectáculo permite también hacer algunas observaciones sobre los roles que se deben cumplir los políticos con la misma profesionalidad que lo hacen los actores en un teatro. Hay personas que han sido especialmente dotadas por la naturaleza de capacidades histriónicas y Perón es un ejemplo paradigmático. Actualmente son habilidades que se cultivan gracias al avance de las ciencias cognitivas que permiten favorecer el estudio y la preparación para desempeñar ciertos roles, en especial cuando se ocupan lugares relevantes en las instituciones. En el sistema presidencialista se produce una cierta ambivalencia en el rol del presidente que además de ser el representante del partido que ganó las elecciones, asume el rol de “jefe del Estado”. Esta función de jefe del Estado la desempeña el rey en las monarquías constitucionales y el presidente de la República en los casos de repúblicas parlamentarias. Es una figura de menor relevancia política que el primer ministro pero no menos importante, como acontece en Italia y Alemania. La jefatura del Estado supone asumir la representación del conjunto de la sociedad, no de una parcialidad, lo que en teoría supone el uso de un lenguaje inclusivo y moderado, algo que si atendemos a nuestras tradiciones, no siempre se ha logrado. En el caso de España el rey, que es el Jefe del Estado, solo pronuncia discursos institucionales escritos por el gobierno. Por ese motivo, durante el mandato de Felipe González se diseñó un sistema para evitar el desgaste del primer ministro (denominado “presidente del Gobierno” en España) adoptando la denominada “estrategia del policía bueno y del policía malo”. El rol del primero quedó reservado a Felipe González, que evitaba el lenguaje confrontativo, mientras que el rol de “policía malo” lo cumplía con notable eficiencia Alfonso Guerra que utilizaba con habilidad la lengua viperina con que la naturaleza lo había dotado. Este juego se mantiene en la actualidad, donde la vicepresidenta Carmen Calvo hace ejercicio diario de un lenguaje confrontativo, aunque respetuoso, vapuleando a la oposición y tratando de establecer la agenda, mientras el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hace uso de un lenguaje más institucional, y es siempre el portador de las buenas noticias. En Argentina, dada la feroz embestida mediática que sufre Alberto Fernández, es notoria la ausencia de una figura que cumpla el rol de pararrayos del presidente, al estilo de Alfonso Guerra.
Otra de las habilidades que el consultor norteamericano Dick Morris atribuía a un buen político en El nuevo príncipe, es la capacidad para dominar el contenido y el tema en un debate público, evitando caer en el error de desperdiciar tiempo en refutar los argumentos de un contrincante. “¿Quiere saber quien ganó un debate?”, preguntaba Morris retóricamente y respondía “sólo sume el número de minutos dedicado al tema elegido por cada contrincante”. Hace pocos días se pudo apreciar un video donde Victoria Tolosa Paz intervenía en un programa de “La Nación+” respondiendo a tres periodistas que la interrogaban agresivamente. Pese a los esfuerzos de los periodistas por interrumpirla con los habituales tópicos que pueblan los contenidos de ese medio, la entrevistada no distrajo ni un minuto en contestarles, manteniendo el desarrollo del tema elegido en un tono firme pero cordial. Es una buena noticia que en momentos en que la derecha conservadora hace uso de un lenguaje cada día más agresivo y violento, la izquierda política mantenga un tono moderado y un discurso bien armado, haciendo eficaz uso del dicho popular que señala que lo cortés no quita lo valiente.
(Publicado en El cohete a la Luna)