Reglas o furores

Aleardo Laría.

La corrupción es un problema milenario que arrastran todas las sociedades desde que se constituyó el Estado. El economista serbo-estadounidense Branco Milanovic, especializado en desigualdad, sostiene en su ensayo Capitalismo nada más (Ed. Taurus) que, pese a las dificultades para hacer una cuantificación directa, existen indicios contundentes de que la corrupción mundial es ahora mayor de lo que era hace treinta años. Atribuye este incremento a tres razones. Una es que en el marco de un capitalismo hiper comercializado y globalizado, el éxito en la vida se mide por el éxito económico. Los alicientes para buscar un enriquecimiento rápido son intrínsecos al sistema y no hay nada que se pueda hacer como no sea cambiar el sistema de valores.  Otra razón reside en la facilidad en que en la actualidad se puede mover el dinero de una jurisdicción a otra y por consiguiente ocultar los fondos expoliados o fruto de la evasión impositiva en las guaridas fiscales. Nada impediría tomar medidas enérgicas contra estos enclaves, como lo prueba el caso de Estados Unidos cuando desafió el secreto bancario vigente en Suiza, pero lo cierto es que hay países, como el Reino Unido o Luxemburgo, que toleran unas prácticas que los benefician. Un tercer factor se vincula con el efecto demostración y la tendencia a repetir las pautas de consumo de los milmillonarios que pululan por el planeta.

Para Milanovic existe una base ideológica que justifica el afán de lucro y la ostentación de bienes posicionales, lo que facilita que muchos individuos sean indiferentes a la forma en que se adquiere la riqueza, y aceptan traspasar la línea de la legalidad, siempre que no se sepa.  La existencia de alicientes tan fuertes para que se desarrollen comportamientos corruptos, hace que la lucha contra la corrupción sea muy difícil y demanda medidas legales innovadoras que permitan dejar poco margen para esas prácticas ilegales e inmorales. O se adoptan nuevas reglas de juego o la democracia puede sucumbir ante el furor de las fuerzas antidemocráticas que utilizan la corrupción como escalera para alcanzar el poder.

La corrupción gubernamental

Existen muchas y variadas formas de corrupción si atendemos a la etimología de la palabra que viene de la palabra latina rumpere que se puede traducir como quebrantar. Por consiguiente, existe un fenómeno de corrupción arraigado en el mundo de las corporaciones y derivado de la acción de empresarios que quieren obtener alguna ventaja o privilegio, sorteando alguna regulación estatal, o adjudicándose alguna licitación pública de modo injustificado. La evasión impositiva, la contratación informal de trabajadores, o el incumplimiento de normas de seguridad o de protección ambiental, son estrategias corruptas dirigidas a obtener ventajas competitivas irregulares. La corrupción puede situarse también en los sindicatos, que manejan el dinero de las obras sociales y pueden desviarlo utilizando empresas instrumentales que facturan servicios que no han prestado.  También en las comisarías de policía, que se subastan para ponerlas en manos de los oficiales que garanticen la mayor recaudación. Se aloja también en el Poder Judicial, en especial en la justicia penal donde se compran inmunidades o en la justicia comercial, que interviene en las convocatorias de acreedores de las grandes empresas (caso Correo Argentino) y en el fuero penal-económico que recibe las denuncias de la AFIP. No obstante, la corrupción que ocupa las páginas de los medios del establishment es la corrupción gubernamental, es decir la que tiene por protagonistas a los funcionarios de un gobierno.

En Argentina el tema de la corrupción ha venido siendo utilizada tradicionalmente como arma arrojadiza para lanzarla sobre el adversario político. Si bien, en principio, estamos ante delitos cometidos por personas físicas, cuya responsabilidad debe ser depurada en un proceso penal, lo cierto es que en el mundo político esa responsabilidad individual se proyecta como una sombra sobre el conjunto de una fuerza política y es utilizada para demonizarla y rodearla de indignidad, al punto que algunos consideran que debe ser “exterminada”. De este modo asistimos a una sobremoralización de la vida política, acompañada de una judicialización que busca elevar a la categoría de delito cualquier decisión política que adopta un Gobierno. Este uso político de la corrupción no debe llevarnos a la idea equivocada de que nada se puede hacer frente a este uso espurio. Justamente, por ser una práctica que daña gravemente la estabilidad o convivencia en las sociedades democráticas es necesario e ineludible su abordaje integral para reducir sus efectos políticos más deletéreos.

Existe otro factor que ha contribuido a complejizar el problema. Una antigua prédica proveniente de economistas neoliberales como James Buchanan, Gordon Tullock y Anne Krueger -que conciben al Estado como una fuente de rentas, privilegios y favores- han utilizado la corrupción como justificación para reducir al mínimo la intervención estatal. A esta corriente neoliberal se ha sumado ahora la visión extrema de los anarcocapitalistas que han sido popularizados en Argentina por Javier Milei. Para Murray Rothbard, autor de referencia de Milei, el Estado es una “organización criminal”, una vasta maquinaria de delincuencia institucionalizada, y solo cabe erradicarla. A tal punto llega la histeria antiestatal de Rothbard que en su obra La ética de la libertad (Unión Editorial, pág. 248) defiende el “soborno defensivo”. Considera que un “gobierno corrupto no es necesariamente un mal asunto” si se lo compara con los “gobiernos incorruptos” cuyos funcionarios imponen la ley a rajatabla. Sostiene que “la corrupción permite al menos el florecimiento parcial de transacciones y de acciones voluntarias en el seno de la sociedad”.

Todas estas circunstancias deben llevarnos a la convicción de que en Argentina el problema de la corrupción debe ser abordado sin demoras, porque está siendo usado por los enemigos de la democracia para justificar la desaparición del Estado de bienestar, la gran conquista que ha permitido amortiguar los efectos desiguales que genera la dinámica del capitalismo. Las razones que en otras épocas se han dado para justificar las exacciones a que se han visto sometidas las empresas concesionarias de servicios u obras públicas son anacrónicas y pueriles. Los casos de corrupción gubernamental que han tenido como protagonistas a José López, Ricardo Jaime y Daniel Muñoz, no ofrecen dudas porque se han encontrado las pruebas de los bienes malhabidos. Demuestran sobradamente el daño y emponzoñamiento que ha sufrido la vida política argentina a partir de las desviaciones a bolsillos privados de los pagos que supuestamente iban a financiar la política. De modo que ya no hay pretexto que valga y los partidos democráticos deben encabezar la lucha contra la corrupción promoviendo medidas eficaces que permitan erradicar o reducir al mínimo este fenómeno. La propuesta de Sergio Massa de un gobierno de “unidad nacional”  podría incluir una serie de iniciativas que resulten eficaces para acabar con este residuo antidemocrático. 

Las medidas contra la corrupción

Si, como acabamos de señalar, el tema de las medidas anticorrupción debería ser objeto de un acuerdo entre las fuerzas políticas democráticas, sería presuntuoso adelantarse a ese acontecimiento ofreciendo soluciones milagrosas en una nota periodística. Pero lo que sí podemos hacer es ilustrar con ejemplos tomados de otros países, las medidas que han demostrado ser muy eficaces para erradicar el problema de la corrupción. En el ensayo Las termitas del Estado (FCE) Vito Tanzi y otros autores señalan que el combate contra la corrupción no puede darse con una sola “bala mágica” y debe inevitablemente librarse en varios frentes. El más relevante es sin duda la profesionalización de la Administración pública, lo que implica acabar con el nepotismo o clientelismo consistente en colocar personas innecesarias o incompetentes; terminar con los empleados fantasmas que reciben un sueldo sin presentarse en su puesto de trabajo; y los abusos en las licitaciones estatales asignando las obras a ciertos adjudicatarios concertados que ofertan cargando elevados sobreprecios. 

Para conseguir jerarquizar la Administración, los funcionarios debieran ser seleccionados en procesos objetivos, en función de sus capacidades y conocimientos, penalizando cualquier otra forma de ingreso.   Si bien este resultado no se puede conseguir rápidamente, porque habría que respetar los derechos adquiridos por los actuales trabajadores, sí se puede instalar como norma universal y absoluta que regule la contratación pública de aquí en adelante. Solo deberían quedar exceptuados los altos cargos políticos definidos a partir de una cierta categoría, por ejemplo, la de subsecretarios de Estado. Este sistema funciona de modo eficaz en España, donde todos los partidos políticos respetan que el ingreso a la función pública debe materializarse exclusivamente a través de los concursos de oposición. El ministerio de la Función Pública es el encargado de elaborar los presupuestos y define cada año las plazas de inspectores, enfermeros, docentes, policías, bomberos, y un largo etcétera que necesitan ser cubiertas en los distintos organismos del Estado nacional. Se hace una única convocatoria en todo el país, y los exámenes de admisión se llevan a cabo el mismo día a lo largo y ancho de todo el territorio nacional en los espacios habilitados. Las pruebas son analizadas a través de medios técnicos que garantizan el anonimato y la selección ajustada a los resultados. Las plazas resultan adjudicadas a los que obtienen las mejores calificaciones sin excepción. A modo de ejemplo, en el pasado mes de enero se hizo la convocatoria para cubrir 27.500 plazas y se presentaron a las pruebas de admisión en septiembre alrededor de 160.000 opositores, muchos de los cuales, poseedores de una titulación universitaria, debieron dedicar un par de años suplementarios para dominar los temas de su especialidad.  

En el libro de Vito Tanzi se toma como ejemplo el caso de Singapur, un país muy afectado por la corrupción que a partir de la profesionalización del Estado consiguió no solo erradicarla, sino alcanzar al mismo tiempo uno de los más altos niveles de productividad de su economía. Una de las herramientas que implementaron en Singapur fue la constitución de una poderosa e independiente comisión anticorrupción con facultades para investigar cualquier caso de posibles actos de corrupción sin necesidad de autorización alguna. Como resultado, Singapur tiene uno de los mejores puntajes en el Índice de Percepción de la Corrupción.   Otro ejemplo lo brinda Chile que llevó a cabo una reforma del Estado que incluyó en 2003 la creación de la Dirección Nacional del Servicio Civil que tiene por misión la designación por concurso de los altos funcionarios de empresas del Estado.

La moneda digital

El candidato presidencial Sergio Massa anunció que tiene listo un proyecto de ley para implantar la moneda digital en Argentina. En opinión del actual ministro de Economía “la economía digitalizada rompe bolsones de corrupción y es el límite más franco que le podemos poner”. Efectivamente, se trata de una de las medidas más radicales para terminar con la economía informal, poner limites a la evasión impositiva y luchar contra la corrupción. El empleo de dinero electrónico y la obligación de su uso en todas las operaciones que superen un mínimo, evitaría todos los ilícitos que se instrumentan a través de dinero en efectivo. Resultaría prácticamente imposible pagar sobornos elevados por la dificultad de introducirlos en la economía formal. De igual modo, las licitaciones debieran hacerse a través de subastas electrónicas con amplia participación de ofertantes.

Para Norberto Bobbio, una de las promesas que la democracia no ha cumplido y que probablemente sea también la más difícil de remediar, es la transparencia del poder. En la realidad nos enfrentamos a un “doble Estado”: el visible, gobernado por las leyes de la democracia que prescriben la transparencia, y el invisible en el que actores ocultos diseñan políticas para favorecer su expansión. Arriba opera el fenómeno del “enmascaramiento”, tanto en sentido real como en sentido metafórico. “En sentido real el acto de ponerse la máscara convierte al político en actor, la escena en escenario, la acción política en representación”. Termina Bobbio señalando que si el poder que gobierna “abajo” permanece oculto y el que está “arriba” es solo un teatro de marionetas, la democracia que queda es pobre y raquítica. Si se quiere recuperar la confianza en la democracia en Argentina y evitar que el Estado quede en manos de sus detractores, es inevitable llevar a cabo una profunda reforma del Estado para acabar con las malas prácticas y devolver a la sociedad, bajo la forma de prestaciones, lo que se recauda a través de los impuestos. Nada legitima más al Estado que los ciudadanos perciban en su vida real las ventajas que de su presencia obtienen.