Aleardo Laría.
La aparición de la coalición Cambiemos y su consolidación como partido político tras su reciente triunfo electoral, es una buena noticia para Argentina. Después de la implosión del sistema de partidos políticos, acontecida en el 2001, es conveniente, para el fortalecimiento del sistema institucional, la aparición de un partido nuevo, moderado, de centro-derecha, que aspira a modernizar el ineficiente capitalismo de amigos de Argentina. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce, y en el seno de esta gran coalición también se han refugiado y operan para consolidar su poder los grupos residuales de una derecha conservadora, que brindó sustento civil a la última dictadura militar.
El moderado programa de reformas anunciado por el presidente Mauricio Macri, optando por un gradualismo transformador, apunta en la dirección correcta. Este programa es fruto del “alma desarrollista” de la coalición, en el que se agrupan ejecutivos que provienen del sector privado y otros vinculados a organismos internacionales especializados en políticas de desarrollo. Son políticos pragmáticos, que han tomado distancia de las viejas ideologías, operan bajo el método de prueba y error, y buscan resultados concretos mejorando la eficiencia del sistema productivo para alcanzar un capitalismo competitivo.
Instalar en Argentina una cultura de la “mejora continua”, que consiste en establecer un programa de reformas moderadas pero que se va renovando permanentemente, a medida de que los objetivos se van cumpliendo, equivale a colocar al tren sobre las vías. Luego, en la medida que se vaya alcanzando el objetivo de consolidación de las variantes macroeconómicas y se derrote a la inflación, el tren podrá alcanzar mayor velocidad. En este sentido se debe tener en cuenta que los proyectos de modernización, como el que tuvo lugar en España durante la transición, demandan no menos de una década de denodados y persistentes esfuerzos.
Desde la perspectiva institucional, también es conveniente para el correcto funcionamiento del sistema que los sectores económico-sociales conservadores tengan un canal de expresión política. Uno de los problemas de la crónica inestabilidad del sistema democrático argentino ha sido la ausencia de un fuerte partido conservador de derecha. Al no contar con una consolidada herramienta electoral que les permitiera poner expectativas en un sistema de alternancia electoral, la derecha conservadora argentina utilizó tradicionalmente a las fuerzas armadas para encaramarse al poder. Si ahora ese sector político y social logra contar con un partido exitoso, que ideológica y emocionalmente lo represente, las ventajas para el funcionamiento del sistema son evidentes.
“Cambiemos” ofrece el perfil de un partido conservador moderado, es decir el propio de una derecha herbívora, consciente que en la cultura política Argentina no existe lugar para una formación de derecha dura. Esta circunstancia le ha permitido al analista Jaime Durán Barba lanzar la humorada de que “Macri es la nueva izquierda”, aunque al compararlo luego con el presidente francés Emmanuel Macron, devaluó un tanto su etiquetado. No obstante, al margen de bromas, es evidente que el perfil que elige Cambiemos para su presentación en sociedad es el propio de una formación moderada de centro derecha.
Esta caracterización general es discutida –en política nunca faltan buenos argumentos-, por aquellos que sitúan a Cambiemos en el polo de la derecha pura y dura. Esto obedece a que desde la óptica del populismo, en el antagonismo perpetuo entre amigos y enemigos, no se contempla la posibilidad de un tercero moderado. De modo que es comprensible que resulte difícil para quienes han participado del ideario emancipador liderado por el matrimonio Kirchner, otorgarle a la nueva coalición la posibilidad de situarse en el centro.
Tampoco debería extrañar a que en el seno de una coalición tan amplia y reciente, que ha absorbido sectores provenientes de los partidos tradicionales, tanto del peronismo como del radicalismo, se refugie un sector que ofreció en su momento cobertura civil a la dictadura militar responsable de las graves violaciones a los derechos humanos. Salvo que imaginemos que ese tradicional sector de la sociedad civil argentina hubiera desaparecido de la escena por arte de birlibirloque.
Ahora bien, denunciar la presencia de un “alma justiciera”, con ansias de revancha, en el interior de Cambiemos no debería escandalizar a nadie y menos a los propios simpatizantes de la coalición, porque reconocer esa realidad sería ayudar a neutralizarla. Algunos podrían considerar más apropiada la expresión «alma gorila», pero la hemos desechado por considerarla algo más controvertida. Es obvio y evidente para cualquier observador imparcial de la realidad política argentina, que se están llevando a cabo, con la colaboración de una brigada de jueces y fiscales federales, más el apoyo de algunos medios de comunicación y algún ministro, operaciones dirigidas a satisfacer los deseos revanchistas de quienes se sintieron víctimas, a veces con toda razón, del gobierno kirchnerista. También se percibe una estrategia oficial dirigida a expurgar al Poder Judicial de jueces y fiscales filo kirchneristas como modo de disciplinar al Poder Judicial y ponerlo al servicio del nuevo Ejecutivo.
Para legitimar esos objetivos políticos se agita la bandera de la corrupción que siempre rinde pingües beneficios electorales. La labor dirigida a terminar con la corrupción política es un objetivo encomiable. Pero para no caer en falsos maniqueísmos, debe tenerse presente que es estructural en Argentina porque todos los partidos políticos han acudido a formas ilegales de financiación. Una metodología que siempre deja una cuotaparte en los bolsillos de los intermediarios. Por consiguiente, mejorar los controles y perseguir judicialmente a los presuntos infractores es inevitable en el marco de un Estado de derecho. Pero hay que tener el suficiente tacto para evitar que la lucha contra la corrupción se convierta en una cruzada que persigue otros objetivos, como aconteció con la lucha por los derechos humanos en el gobierno kirchnerista.
Algunas iniciativas que se han tomado por algunos jueces no son republicanas y no sería bueno para la democracia argentina que se repitieran los excesos que tuvieron lugar en el año 1955 tras la caída del régimen del general Perón. Es innegable que el primer gobierno de Perón, basado en el culto a la personalidad, fue insoportable para buena parte de la ciudadanía y muchos vieron con simpatía las medidas dirigidas a perseguir y castigar a los responsables de aquellos desafueros. Pero en esa labor de retaliación se produjeron nuevos e injustificados excesos.
Hay que terminar con esa Argentina pendular que alienta la presencia sempiterna de una grieta que se filtra en las instituciones e impide su funcionamiento imparcial y democrático. Se debe evitar que se usen las instituciones para canalizar deseos de venganza. No es bueno para el país y no es bueno para el “alma desarrollista” de Cambiemos que busca recuperar la confianza en el sistema institucional argentino para favorecer su reinserción en el mundo. Sería un error que frente al enorme desafío asumido se distraigan esfuerzos jugando en ligas menores y en terrenos extremadamente pantanosos.