Aleardo Laría.
Cuando el periodista Alfredo Leuco todavía no había acudido al llamado de la tribu, escribía en 2014 cosas sensatas: “El poder canaliza información a través de algunos medios que iluminan delitos o trampas o picardías de opositores. Es legal pero antiético. Es comunicación pero no es periodismo” (“Tiempos turbulentos”, Ariel, pág.113). Luego sus opiniones han dado un giro radical cuando recibió el llamado a suscribir una solicitada corporativa en la que 300 periodistas denuncian “acusaciones infundadas de espionaje ilegal” en relación con las investigaciones que la justicia lleva a cabo al descubrirse una red de espionaje ilegal que bajo el amparo de la Agencia Federal de Inteligencia, en tiempos del gobierno de Mauricio Macri, espiaba a opositores y a dirigentes de Juntos por el Cambio que no gozaban de la confianza del presidente. Los periodistas que presuntamente difundían ese material obtenido ilegalmente, como es el caso de Luis Majul, no hacían periodismo, sino que eran cómplices del espionaje ilegal, lo que no es solo una vulneración al código deontológico del periodismo, sino también, con alta probabilidad, un delito contemplado en el Código Penal. Es francamente desolador que 300 periodistas que se supone que hacen un culto a la imparcialidad y que saben perfectamente que canalizar información obtenida ilegalmente por los servicios de inteligencia del Estado no es hacer periodismo sino sumarse a campañas de manipulación ordenadas desde el poder del Estado, acudan raudamente al llamado de la tribu. Es una postal penosa y turbulenta que muestra que en Argentina la ética de la convicción reclamada por Weber es un bien escaso, derramado en aras de la solidaridad grupal.
El Código de Ética del Foro del Periodismo Argentino (FOPEA) señala que “los periodistas que integran FOPEA se comprometen a buscar la verdad, a resguardar su independencia y a dar un tratamiento honesto a la información”. Añaden que “son objetivos irrenunciables para el periodista el rigor y la precisión en el manejo de datos con el fin de alcanzar una información completa, exacta y diversa. La distorsión deliberada jamás está permitida.” Más adelante afirman que “el periodista debe evitar ejercer cualquier tipo de acoso”, que “los métodos para obtener información merecen ser conocidos por el público” y que “los periodistas no aplican métodos propios de los servicios de inteligencia para obtener información” (lo que equivale a decir que tampoco deben valerse de esos métodos para difundirla). Son reglas claras, precisas y contundentes. Luego, ¿cómo explicar que esos mismos periodistas de FOPEA salgan en tropel a defender a un periodista que presuntamente se pasó por el arco del triunfo todas esas pautas. Alguno podrá argumentar que estamos ante el inicio de una investigación criminal, que todavía no existe absoluta certeza sobre el grado de compromiso de algunos periodistas en la red criminal pero, justamente, por ese motivo ¿cómo no esperar el resultado de esas investigaciones antes de lanzarse precipitadamente a respaldar a personas que ponen en riesgo el prestigio de su profesión? En una democracia, todos los ciudadanos, sean periodistas o simples obreros de la construcción están sometidos al imperio de la ley y no pueden invocar prerrogativa alguna que lo ponga al amparo de las investigaciones judiciales. Las solicitadas, las columnas de opinión furibundas, el cierre corporativo, lo único que consiguen es poner en evidencia la falta de hábitos democráticos en todos quienes se consideran que están por encima de las leyes.
La utilización por los periodistas de información obtenida a través del espionaje ilegal no es solo una vulneración al código deontológico de los periodistas, sino que supone una clara incursión en el terreno delictivo dado que el Código Penal sanciona toda conducta dirigida a afectar, mediante la intromisión de terceros, la intimidad de cualquier ciudadano pasivo o la comunicación de sus secretos mediante su difusión. Dice el artículo 153.2 del Código Penal que: “Será reprimido con prisión de quince días a seis meses el que abriere o accediere indebidamente a una comunicación electrónica, una carta, un pliego cerrado, un despacho telegráfico, telefónico o de otra naturaleza, que no le esté dirigido; o se apoderare indebidamente de una comunicación electrónica, una carta, un pliego, un despacho u otro papel privado, aunque no esté cerrado; o indebidamente suprimiere o desviare de su destino una correspondencia o una comunicación electrónica que no le esté dirigida. En la misma pena incurrirá el que indebidamente interceptare o captare comunicaciones electrónicas o telecomunicaciones provenientes de cualquier sistema de carácter privado o de acceso restringido. La pena será de prisión de un mes a un año, si el autor además comunicare a otro o publicare el contenido de la carta, escrito, despacho o comunicación electrónica”. Por su parte, el artículo 42 de la Ley de Inteligencia señala que “será reprimido con prisión de tres a diez años…el que participando en forma permanente o transitoria en las tareas reguladas en la presente ley, indebidamente interceptare, captare o desviare comunicaciones telefónicas postales, de telégrafo o cualquier otro sistema de envío o transmisión de imágenes, voces o paquetes de datos no accesible al público o que no le estuvieran dirigidos”.
Fue por ese motivo que la juez federal Sandra Arroyo Salgado –la ex esposa del fiscal Alberto Nisman- dispuso en el año 2008 el procesamiento de Juan Bautista “Tata” Yofre, ex titular de la SIDE durante parte del menemismo, de dos ex agentes de Inteligencia por pinchar e-mails de funcionarios y a los periodistas Carlos Pagni y Roberto García como “encubridores” por hacer uso de ese material. El material adquirido por los periodistas aparecía luego como fruto de investigaciones o proveniente de “fuentes calificadas”. Posteriormente, en el año 2016, la Sala III de la Cámara Federal de Casación Penal dictó el sobreseimiento de los imputados con el discutible argumento de que no se había producido “técnicamente” una violación de secretos de Estado porque el material no era sensible, aunque no descartaron que las conductas imputadas podían constituir otros delitos vinculados a la interceptación de correspondencia privada.
Que periodistas imbuidos de convicciones republicanas acudan en tropel para firmar una solicitada que afirma que las acusaciones de espionaje ilegal son «infundadas» pretendiendo negar así estas prácticas propias de los Estados totalitarios, no debe sorprender. Como señala Steve Pinker (“En defensa de la Ilustración”) “la mendacidad, el ensombrecimiento de la verdad, las teorías de la conspiración, los engaños populares extraordinarios y los delirios multitudinarios son tan viejos como nuestra especie, pero también lo es la convicción de que ciertas ideas son correctas y otras son incorrectas. Cuando los individuos se enfrentan por primera vez con informaciones que contradicen una posición defendida, se comprometen más aún con ella, como esperaríamos a la luz de las teorías de la cognición protectora de la identidad, el razonamiento motivado y la reducción de la disonancia cognitiva. Al sentir amenazada su identidad, quienes profesan una creencia doblan la apuesta y reúnen más municiones para superar el reto”.
Añade Pinker que no debiéramos permitir que la existencia de sesgos cognitivos y emocionales o los arrebatos de irracionalidad en la arena política nos disuadan del ideal ilustrado de buscar incesantemente la razón y la verdad. La ceguera voluntaria, la venda en los ojos ante realidades incómodas, no deberían ser utilizadas como excusas exculpatorias por los profesionales del periodismo. Los medios de comunicación están basados en empresas capitalistas que funcionan como un negocio, pero en una democracia cumplen también funciones institucionales dado que son los lugares donde se organiza el acceso a la información pública. De este modo los medios de difusión forman parte del sistema de cheks and balances y tienen una responsabilidad social que debe entenderse como un servicio público. El derecho a la libertad de expresión de los ciudadanos no puede utilizarse como coartada para que los grandes medios hegemónicos monten campañas de desprestigio apoyados en periodistas nutridos por los servicios de inteligencia del Estado. Retóricamente se dice que el periodismo es un cuarto poder, pero con frecuencia se olvida que un poder puede incurrir también en abusos. De allí que sean los propios periodistas los llamados en una democracia a situarse frente a la opinión pública como cualquier otro ciudadano, sin buscar amparo en fueros medievales o en medias verdades.