FMI: UN ACUERDO ANTIFINFLACIONARIO

Aleardo Laría.

Como es comprensible, alrededor del alcance que tiene el acuerdo alcanzado por el ministro de Economía Martín Guzmán con el FMI se ha desatado una inevitable polémica. Se trata de una negociación compleja, con un organismo internacional muy condicionado por los países que lo integran, y precedido de una triste fama, construida alrededor de políticas de austeridad atadas a los cánones neoliberales. Como en todo acuerdo político, existen ciertos puntos de partida que luego en el curso de la negociación se van cediendo. Los esfuerzos por acercar posiciones obligan a transacciones y renuncias recíprocas hasta que finalmente se alcanzan objetivos medianamente satisfactorios para todos los negociadores. Los observadores externos podrán ver el vaso medio lleno o medio vacío. Pero lo que no se debe perder de vista es el contexto. Aquí, como en el chiste que invita a resignarse frente a la vejez, hay que asumir la realidad teniendo presente cual es  la alternativa.

En general las discusiones giran alrededor de los plazos y montos en que se deben ir acomodando las variables principales, es decir el tamaño del déficit y la asistencia financiera brindada por el Banco Central. La preocupación principal, manifestada en forma constante por el ministro, ha sido la de evitar que los compromisos adquiridos interrumpan el crecimiento actual de la economía y que “el Estado no se tenga que achicar ahora, que no tenga que haber una contracción del gasto real, que quite recursos a la economía y desestabilice la recuperación”.  Naturalmente, cualquier observador externo puede pensar que la negociación podría haber alcanzado un mejor resultado, pero es algo imposible de verificar en la actualidad y habrá que esperar que sea el tiempo quien confirme una u otra opinión.  Por otro lado, iniciativas como la de elevar el tema a la Corte Internacional de Justicia de La Haya carecen de rigor jurídico puesto que la Corte solo interviene en asuntos contenciosos entre Estados y la evacuación de dictámenes o consultas solo está abierta a ciertos organismos y agencias de las Naciones Unidas. En este debate sobre magnitudes macroeconómicas, la atención prestada a los acuerdos en materia de reducción del déficit fiscal o de la emisión monetaria, y las opiniones sobre el esfuerzo que será necesario realizar para alcanzar esos objetivos, han dejado en un segundo plano el aspecto que en nuestra opinión es el más relevante del acuerdo con el FMI: el compromiso para reducir la inflación. La Argentina ha terminado el año con una inflación del 50,9 %, la que la instala entre los tres países con mayor inflación en el mundo, junto con  Líbano (224 %) y Venezuela (686 %). De modo que la decisión política de afrontar el problema de la inflación es, sin duda, el tema más relevante que está detrás del acuerdo con el FMI.

Los efectos de la inflación

Sobre los efectos enormemente perjudiciales de la inflación existe total unanimidad entre todas las corrientes de economía política, sean ortodoxas o heterodoxas, de derecha o de izquierda. Como señala Joseph E. Stiglitz, mentor intelectual del ministro Martín Guzman, en su ensayo El precio de la desigualdad (Ed. Taurus), “la inflación es el impuesto más cruel y afecta a todo el mundo de forma indiscriminada, y sobre todo a los pobres que son menos capaces de soportarla”. La actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, también ha manifestado su preocupación por la excesiva inflación en diversas ocasiones. En la conferencia que dio en la Universidad de Georgetown en septiembre del 2012 ante una pregunta de un estudiante sobre la inflación argentina manifestó que “el país estallaría por los aires si la inflación fuera del 24 por ciento”. En una carta abierta del mes de octubre de 2020, publicada en su sitio oficial, sostuvo que “la economía bimonetaria se ha transformado en el problema más grave del país”. Añadió que “la Argentina es el único país con una economía bimonetaria: se utiliza el peso argentino que el país emite para las transacciones cotidianas y el dólar estadounidense que el país obviamente no emite, como moneda de ahorro y para determinadas transacciones como las que tienen lugar en el mercado inmobiliario. ¿Alguien puede pensar seriamente que la economía de un país puede funcionar con normalidad de esa manera?”. Cabe añadir aquí que cuando Israel decidió abordar el problema de una inflación que en el año 1985 había alcanzado el 480 % también existía un problema de economía bimonetaria dado que el 90 % de las transacciones inmobiliarias se hacían en dólares y se registraba una fuerte fuga de capitales.  Después de aplicar un plan antiinflacionario gradual, basado en metas de inflación consensuadas que se desenvolvió a lo largo de diez años,  consiguieron reducir la inflación al 3 % y a partir de entonces prácticamente  todas las transacciones inmobiliarias se hicieron en shekels. De modo que hay evidencias elocuentes de que si se quiere acabar con la economía bimonetaria, el camino pasa por reducir la inflación.

Las causas de la inflación

Se ha debatido durante muchos años sobre las causas de la inflación, pero en la actualidad existe un cierto consenso. Según el ministro Guzmán, la inflación es “multicausal” y en esa expresión encajan numerosas causas que impulsan la inflación: puede ser estructural, por la existencia de sectores muy concentrados; importada, por el aumento del precio de las commodities; cambiaria, por efecto de una devaluación; puede obedecer a una puja distributiva; o darse de modo inercial, acomodándose a distintas expectativas de los operadores financieros. Finalmente, también hay que incluir entre las causas que la impulsan, la emisión monetaria excesiva para cubrir persistentes déficits fiscales. Todavía hay quienes discuten esta cuestión por lo que conviene detenerse aquí un momento. La ortodoxia neoliberal siempre consideró que el problema de la inflación era una cuestión monetaria, considerando que cualquier aumento de la cantidad de dinero en la economía, por encima del crecimiento del producto, provocaría un aumento proporcional de los precios. De allí que las recetas tradicionales, acogidas por el FMI, llevaban a reclamar la reducción del déficit para evitar la emisión monetaria que lo financia. En realidad, la intención oculta de estas medidas consistía en reducir el tamaño del Estado.  Frente a esta ortodoxia monetaria, se alzaron voces heterodoxas que señalaban que un déficit moderado en momentos de recesión actuaba como estabilizador automático y que una inflación benigna permitía aumentar el consumo, la producción, la recaudación fiscal y el gasto público. En cierto modo, estas políticas heterodoxas han ganado espacio en la última crisis provocada por el coronavirus, y las políticas económicas de las principales economías capitalistas han desbordado ampliamente los límites que imponía la ortodoxia financiera, admitiendo generosos déficit e inyectando enormes cantidades de crédito en la economía para evitar una recesión.  Sin embargo, no se debe caer en el error de considerar que los déficits fiscales se pueden financiar eternamente con emisión. Aquí, como en otras tantas cosas de la vida, el tamaño importa, y es evidente que la herramienta  de monetizar el déficit se agota cuando la inflación alcanza niveles alarmantes.

El problema de reducir la inflación

Cuando un Gobierno quiere abordar el problema generado por una inflación desbocada, las herramientas que tiene a su alcance no son muchas. Para liderar ese proceso los gobiernos deben asumir un compromiso firme en alcanzar en un tiempo razonable un equilibrio en las cuentas públicas reduciendo al mismo tiempo la monetización del déficit. Hacerlo de un modo gradual, a lo largo de varios años, tratando de evitar una recesión de la economía, ha sido el objetivo proclamado por el ministro Guzmán, lo que se ha traducido en una negociación difícil y prolongada. Si tomamos como referencia la estrategia que adoptaron los países que redujeron la inflación, junto con los compromisos que adopta el Gobierno, hace falta contar con el concurso de los agentes sociales para anclar expectativas. Y esta participación tiene efectos reales si el plan presentado por el Gobierno resulta creíble. En esa búsqueda de credibilidad, la presencia de un auditor de las cuentas públicas, como es el FMI, puede ser de suma utilidad. De modo que si se considera que el acuerdo alcanzado puede dar inicio a una estrategia viable para reducir la inflación, debemos considerar que estamos ante una buena oportunidad para resolver “el problema económico  más grave de la Argentina”.