La metáfora del Caballo de Troya

Aleardo Laría.

Jorge Fernández Díaz, en una reciente columna publicada en La Nación, después de reconocer que “a lo largo de muchos años frecuentó el intercambio intelectual con quien hoy es el candidato de Cristina”, evoca la leyenda del Caballo de Troya para asegurar que “la Pasionaria del Calafate nos ha dejado un peligroso presente griego: Alberto Fernández”. Por su parte, el consultor del macrismo, Jaime Durán Barba, considera que la fórmula Fernández-Fernández es una “bomba de tiempo” y que si esa fórmula llegara a ganar, “a los pocos meses uno de los Fernández terminará en la Casa Rosada y el otro en la cárcel”. En estos tiempos preelectorales resulta difícil distinguir la opinión política del deseo de lanzar profecías con el deseo de que se cumplan. Lo único que sabemos es que en política no existe ningún determinismo que justifique excepciones a la predominancia de lo contingente.

Un examen político, hecho con un mínimo de rigor intelectual, debería servir para ofrecer una perspectiva más objetiva del alcance institucional que puede llegar a tener el “enroque de dama” protagonizado por Cristina Fernández de Kirchner. Es comprensible que los habituales críticos del kirchnerismo intenten ridiculizar la decisión tomada en vez de someterla a un análisis objetivo y racional. Es curioso, porque justamente la acusación habitual contra el populismo reside en la supuesta sustitución de la racionalidad por la emotividad. Una debilidad de la que al parecer nadie queda exento en Argentina.

Uno de los ensayistas que abordó con más profundidad las cuestiones vinculadas al liderazgo es el norteamericano John Gardner. Es interesante tener en cuenta sus comentarios porque están pensados desde la realidad política y social de los Estados Unidos de los años 90, aunque no por ello sus observaciones han perdido actualidad. El liderazgo es una consecuencia inevitable de los complejos sistemas de organización social que persiguen determinados fines. En cualquier grupo establecido los participantes ocupan distintos roles o funciones y la necesidad funcional de eliminar las decisiones contradictorias determina que un líder presida toda organización. Esa función de liderazgo puede también ser ejercida por un equipo, como sucede en la moderna empresa capitalista, de modo que no supone necesariamente un protagonismo personal.

En nuestro sistema presidencialista el Poder Ejecutivo es unipersonal. De modo que la propia estructura institucional tiene un diseño que favorece el entronamiento de líderes que detentan enorme poder para tomar decisiones vinculantes. Esta característica del sistema convierte en ridículas las descalificaciones que caricaturizan a Alberto Fernandez como un mero “chirolita” que será manejado por la líder de su espacio político. Es una apreciación insostenible, que solo se puede formular desde el mayor desconocimiento del diseño constitucional argentino.

Es cierto que CFK conservará, al menos por un tiempo, el liderazgo de su movimiento político. Es cierto también que determinados liderazgos políticos alcanzan un elevado grado de simbolismo cuando representan la identidad colectiva de un movimiento político y son, en algún grado, garantía de la continuidad de ese ideario. El carisma obtenido no es trasladable mecánicamente, pero tampoco nada impide que un líder carismático haga un esfuerzo dirigido a ceder a una organización su poder simbólico. El transcurso del tiempo también desgasta a los seres humanos que ocupan posiciones simbólicas y no debe extrañar que vuelquen en otras personas o en una organización el poder carismático acumulado. De un modo habitual esto sucede con los liderazgos de los partidos políticos y es una buena noticia que haya líderes dispuestos a transferir los atributos simbólicos para posibilitar la renovación de las estructuras políticas y de sus programas.

De modo que no hay nada que determine que necesariamente se producirá un conflicto entre el eventual presidente de la Nación y el líder político de su espacio. En diversos sistemas semi-presidencialistas, como es el caso de Francia y Rusia, se produce un reparto de funciones entre el presidente, generalmente líder de su espacio político, y el primer ministro, sin que inevitablemente estallen conflictos. Naturalmente, ninguna actuación política está librada de las contingencias que pueden sobrevenir en el futuro, pero lo que no resulta serio es augurar el fracaso irremediable en ese reparto de roles.

Una función importante del presidente de la Nación es cargar con la responsabilidad de resolver las incertidumbres que siempre están presentes en las decisiones importantes. En el marco de un sistema presidencialista, esa responsabilidad será siempre del presidente de la Nación y es indelegable. Por otra parte, en el marco de un sistema democrático, el imperio de la ley permite que el poder sea ejercido dentro de un conjunto de restricciones explícitas y aceptadas. De modo que las elucubraciones dirigidas a crear la imagen ficticia de que la presidencia será ocupada por un caballo de madera carecen de todo fundamento. Al mismo tiempo, la metáfora no parece que pueda ser recibida con agrado por los partidarios de la alianza de Cambiemos. Si pensamos que el uso del caballo de Troya resultó, al fin de cuentas, una estrategia exitosa para ocupar por asalto la fortaleza enemiga, algunos tomarán la metáfora como un reconocimiento inconsciente y anticipado de que la batalla política ya está perdida.