Aleardo Laría.
Todas las legislaciones del mundo contemplan el delito de prevaricación que tipifica la actuación de un juez que dicta una resolución injusta a sabiendas de que lo es. Sin embargo, establecer que una resolución es injusta o arbitraria, sobre todo cuando los jueces operan frente a causas de cierta complejidad, resulta hartamente dificultoso porque entramos en un terreno de subjetividades que dan margen a interpretaciones contradictorias. No obstante, hay ocasiones que la lectura de la decisión adoptada por un juez es manifiestamente grosera, clamorosamente absurda, al punto que hiere de manera flagrante el sentido común. Esto se hace aún más evidente cuando frente a los mismos hechos otro juez opina de manera diametralmente opuesta. Entonces es posible comparar un razonamiento con otro y establecer cual es el correcto y cuál es el prevaricador. Este es el problema con el que han tropezado los camaristas Mariano Llorens y Pablo Bertuzzi en el denominado “caso Gestapo” al disponer la anulación del auto de procesamiento. Su burda decisión, elaborada a cuatro manos, aparece después del impecable razonamiento del camarista Eduardo Farah, quien ha construido su voto con técnica impecable, relacionando todos y cada uno de las decenas de indicios que no dejan lugar a dudas acerca de la existencia de un delito de espionaje ilegal. De modo que la decisión de Llorens y Bertuzzi solo puede ser adjetivada como un nuevo “chiste” para usar la expresión utilizada por un periodista para describir el anterior fallo de estos camaristas en la causa de la AFI en que la acción de los espías fue adjudicada a “cuentapropistas”. Dos “chistes” de semejante calibre por los mismos autores significan algo más, y representan una escandalosa burla de la Justicia argentina a todos los ciudadanos de este país.
El cuento de los “cuentapropistas”
Los camaristas Mariano Llorens y Pablo Bertuzzi declararon en diciembre del año 2021 que las acciones de espionaje desplegadas por la AFI dirigida por Gustavo Arribas eran producto de un grupo de “cuentapropistas”. Argumentaron que “más que a un único grupo cohesionado, con estructura y metas claras, la prueba acumulada hasta ahora nos enfrenta con una situación en la que primaba un desorden que era aprovechado para llevar adelante planes delictivos puntuales. Veremos así que algunos de los imputados realizaban las tareas investigadas en razón de órdenes de algún superior, motivaciones personales o pedidos de terceros ajenos a los organismos de inteligencia”. Negando lo evidente, afirmaron que “la prueba reunida hasta ahora no resulta suficiente para demostrar la existencia de un plan masivo de inteligencia ilegal”. Con esos argumentos revocaron el procesamiento del jefe de la AFI, Gustavo Arribas, al considerar que no existían pruebas directas de que el imputado hubiera emitido órdenes concretas o formulara instrucciones o indicaciones verbales que dieran cuenta de la efectiva inserción del interés delictivo que se le indilgó. La mejor respuesta a semejante dislate jurídico lo dio también en aquella ocasión el camarista Eduardo Farah, quien llegó a la conclusión opuesta porque hizo las preguntas correctas: “la solución sobre la materialidad delictiva de las actividades desplegadas estará dada por la respuesta a tres preguntas ¿Por qué se reunió la información?, ¿Para qué se obtuvo y usó la información? y ¿En qué contexto?”.
El “caso Gestapo”
Aquí estamos ante uno de los pocos casos en la historia de la criminalidad donde los autores graban con cámaras el propio accionar delictivo, dejando poco margen a la interpretación judicial. Esta circunstancia no ha sido óbice para que el camarista Eduardo Farah efectuara una minuciosa laboral argumental para ir uniendo los centenares de elementos probatorios reunidos en la causa que dejan en evidencia la labor de inteligencia ilegal realizada por la AFI para reunir pruebas que permitieran la incriminación judicial del dirigente de la seccional La Plata del Sindicato de la Construcción Juan Pablo “Pata” Medina. Se tratan de acciones claramente ilegales porque la Ley de Inteligencia Nacional 25.520, dictada en el año 2001, quiso acabar con la arcaica idea que basaba la actividad de los servicios secretos en el espionaje y vinculó la inteligencia con la actividad consistente en la obtención, reunión, sistematización y análisis de la información referida a los hechos, riesgos y conflictos que afecten la defensa nacional y la seguridad interior de la nación. Como consecuencia prohibió expresamente a los organismos de inteligencia realizar investigación criminal; obtener información o almacenar datos sobre personas por cualquier motivo o influir de cualquier modo en la situación política del país o en la vida interna de los partidos políticos. Todos estos recaudos no han impedido que, como lo evidencian innumerables pruebas que obran en varios expedientes judiciales, durante el gobierno de Mauricio Macri, la Agencia Federal de Inteligencia, dirigida por Gustavo Arribas, realizara una profusa labor de inteligencia ilegal.
Los argumentos de Llorens y Bertuzzi
Los camaristas Llorens y Bertuzzi consideran en su fallo que “es necesario profundizar el análisis de la totalidad de los hechos, cuanto menos para poder agotar todas las hipótesis y dar una respuesta jurisdiccional adecuada que englobe todo el universo de acontecimientos sospechosos de criminalidad que involucran las denuncias acerca del accionar de algunas personas enquistadas en la Seccional La Plata de la UOCRA”. Entienden que las acciones de espionaje realizadas por agentes de la AFI en busca de pruebas incriminatorias “podrían verse justificadas dentro de la categoría de inteligencia criminal, la cual comprende la producción de inteligencia en tanto reunión de información, referida a problemáticas delictivas sensibles y, en particular, a aquellos hechos delictivos complejos de relevancia federal vinculados a categorías de análisis del Crimen Organizado (Convención de Palermo de 2000, ley 25.632). Esta labor podría considerarse contemplada dentro de las funciones de la AFI, quien puede actuar “con medios propios de obtención y reunión de información” (cfr. art. 2, inc. 3 y art. 8, inc. 2 de la ley 25.520, según ley 27.126, vigente al momento de los hechos)”.
Esta pretensión de justificar el espionaje ilegal que, según las abundantes pruebas reunidas, desplegaron los agentes de la AFI para reunir pruebas en contra de Medina, carece de todo respaldo legal por lo que no pueden ser justificadas bajo ningún pretexto. Como señala el camarista Eduardo Farah, “a partir del año 2016, funcionarios públicos nacionales y de la provincia de Buenos Aires tomaron conocimiento a través de empresarios y cámaras vinculadas al rubro de la construcción de la ciudad de La Plata, de graves maniobras extorsivas que venían sufriendo desde tiempo atrás por parte de la dirigencia sindical de la UOCRA con sede en esa ciudad…Dichos funcionarios comprometieron su ayuda para evitar que eso siga ocurriendo. Sin embargo, las vías que escogieron para ello no fueron las legalmente establecidas: no se formuló la denuncia penal correspondiente; se dio intervención a la Agencia Federal de Inteligencia para realizar tareas de investigación criminal sin orden judicial; y con el producido de esas tareas se formuló una denuncia “anónima” ante el Juzgado Federal de Quilmes, dando lugar a un proceso que avanzó sobre la base de un determinado consenso entre los funcionarios y el Juez. Otras dos denuncias “anónimas” más se realizaron ante fiscalías provinciales del Departamento Judicial de La Plata…Creo importante dejar subrayada desde aquí una premisa – por demás básica- que guiará todo mi análisis: ninguna intención, por más legítima y genuina que sea, puede justificar la violación de normas constitucionales y legales y la desnaturalización de funciones públicas como las que han sido probadas”. Añade el camarista que la ley 25.520 (en la redacción vigente al momento de los hechos) fijó el marco jurídico en el que se desarrollan esas acciones, incluyendo las obligaciones, facultades, prohibiciones que existen. Y en esa línea, dice expresamente (art. 4, en lo pertinente) que ningún organismo de inteligencia podrá: “1. Realizar tareas represivas, poseer facultades compulsivas, cumplir, por sí, funciones policiales. Tampoco podrán cumplir funciones de investigación criminal, salvo ante requerimiento específico y fundado realizado por autoridad judicial competente en el marco de una causa concreta sometida a su jurisdicción, o que se encuentre, para ello, autorizado por ley, en cuyo caso le serán aplicables las reglas procesales correspondientes…4. Revelar o divulgar cualquier tipo de información adquirida en ejercicio de sus funciones relativa a cualquier habitante o a personas jurídicas, ya sean públicas o privadas, salvo que mediare orden o dispensa judicial”. El artículo 43 ter prevé que “será reprimido con prisión de tres (3) a diez (10) años e inhabilitación especial por doble tiempo, todo funcionario o empleado público que realice acciones de inteligencia prohibidas por las leyes 23.554, 24.059 y 25.520”.
Valor probatorio de la filmación
Los jueces Llorens y Bertuzzi también ponen en duda el valor probatorio de la filmación que dio inicio a las actuaciones. Señalan que “el escenario expuesto en el punto precedente, en caso de poder esclarecerse, torna difusas y debatibles las conclusiones que puedan extraerse de la reunión filmada, tal como indican las defensas en sus respectivas impugnaciones. Al respecto, no podría descartarse que dicho encuentro pudo haber tenido una finalidad distinta a la que sugiere el a quo en su resolución, siendo este otro grupo de circunstancias que habrán de ser profundizadas. Estas circunstancias han sido omitidas por completo en el análisis del juez y resultan elementos relevantes tanto para despejar las dudas planteadas en torno a quién pudo haber dado la orden para realizar esa filmación -como con qué fecha y por qué repartición habría sido clasificada, que material se usó y a quien le pertenece, etc.- y así garantizar no solo el adecuado ejercicio del derecho de defensa, sino también el acabado y completo esclarecimiento de los hechos antes de ser pasados por los tamices legales”. Añaden -intentando desacreditar esa prueba- que “no es la primera vez que en estos últimos años se han encontrado de “forma casual”, mediante tareas de limpieza, acomodamiento de muebles o de reorganización de espacios: archivos, videos o memorias de computadoras con datos (tal como paso en el caso “Bases Amba” y en “Ara San Juan”) sin ninguna otra información que permita profundizar su contenido, su origen, su trazabilidad, que permita a las partes peritar o conocer la razón de su existencia y permanencia -incluso por años en determinados casos- en un lugar sin control, descartar su contaminación, etc.”
Se trata de un argumento cínico porque las pruebas de los hechos anteriores y posteriores a la filmación son abrumadoras acreditando las tareas de espionaje ilegal que se llevaron a cabo, de modo que la filmación en sí misma es una mera anécdota -impactante por aquello de que una imagen vale más que mil palabras- pero sin que se le pueda dar una relevancia especial. En segundo lugar, exigir al investigador que siga la “trazabilidad” de una filmación ilegal realizada por un servicio secreto del Estado es pedir una prueba imposible, en el fondo, un modo de llevar el proceso a una vía muerta con la inocultable esperanza de que el expediente quede en una vía muerta. Es la misma estrategia de cronoterapia aplicada a las causas “Correo Argentino” y al caso del suicidio de Nisman que lleva el inefable Julián Ercolini.
La lectura de la resolución de los jueces Llorens y Bertuzzi lleva a la convicción de que se trata de una decisión arbitraria, dictada por razones ajenas a las jurídicas. Como señala Norberto Bobbio en su conocida crítica al sottogoverno, “la gravedad de lo que ha permanecido oculto sería aún mayor si una vez descubierto se intentara volver a ocultarlo”. Estamos ante el clásico cierre de filas corporativo para acudir en auxilio de los jefes políticos que designaron a esos camaristas. Es una grave práctica que corroe a la Justicia argentina, resabio de los ancestrales compromisos que en la baja Italia algunos jueces adquirían con sus padrinos políticos. Lo tragicómico es que toda esta labor se hace invocando la defensa de los ideales republicanos.