Aleardo Laría.
La obsesiva insistencia del presidente norteamericano Donald Trump de asignarle nacionalidad al coronavirus, es una muestra elocuente de la indigencia intelectual del populismo de derecha. En la línea de Donald Trump, algunos intelectuales argentinos también aprovecharon la ocasión para atribuir responsabilidades al gobierno chino. Según Jorge Fernández Díaz, en una nota de La Nación (“A virus revuelto…”), “nadie conoce en detalle todavía qué ocurrió realmente en China durante esta crisis: solo se sabe con certeza que hubo demasiado silencio (allí la libertad de expresión no existe) y que se les permitió a miles de turistas chinos que visitaran e infectaran alegremente Europa durante un mes”. Una muestra elocuente de que nadie queda inmune ante el poder seductor de las ideologías.
No es la primera vez que se intentan asignarle nacionalidad a un virus. Aconteció un fenómeno similar con la “gripe española” declarada en el año 1918, considerada la pandemia más letal de la humanidad ya que según algunas estimaciones, pudo provocar la muerte de 20 a 40 millones de personas. Si bien es incierto el origen de la cepa, la presencia del virus se observó por primera vez en un campamento militar de Kansas (Estados Unidos) al inicio de la Primera Guerra Mundial. El presidente norteamericano Woodrow Wilson, pese a los informes que señalaban la presencia del virus en las tropas que debían desembarcar en Europa para unirse a los aliados de la Triple Alianza, rehusó detener el envío de soldados enfermos. Esta decisión contribuyó decisivamente a la difusión de la pandemia en todo el mundo. La paradoja es que habiendo sido España –en su condición de país neutral- el único Estado que no censuró la información sobre el alcance de la epidemia, quedó asociada nominalmente al virus.
Como señala Ulrich Beck en “La sociedad del riesgo”-una obra escrita en 1986 pero que conserva enorme actualidad- las conjeturas de causalidad frente a las nuevas amenazas son meras creencias sin fundamento porque los riesgos son invisibles y no están ligados al lugar de surgimiento. Por su propia naturaleza, un virus carece de nacionalidad porque es difícil establecerse con precisión el momento en que se produjo el salto a un organismo humano y las complejas circunstancias que se anudaron para que se infectaran células humanas.
En estos momentos se hace necesario recuperar los textos de Ulrich Beck, para reflexionara sobre las consecuencias del nuevo fenómeno que angustia a todo el planeta. Según el pensador alemán, en la modernidad avanzada, la producción social de riqueza va acompañada sistemáticamente por la producción social de riesgos. Estamos frente a un nuevo paradigma que nos obliga a pensar cómo evitar o minimizar los riesgos que se producen de modo sistemático en el proceso de globalización, que deja liberadas fuerzas destructivas que nos sumen en la perplejidad. Estos riesgos tienen un efecto bumerang que hace saltar por los aires el esquema de clases porque los ricos y los poderosos ya no están seguros frente a ellos. Esta nueva situación no significa la prematura desaparición de la sociedad de clases. Solo que los conflictos sociales de una sociedad “repartidora de riqueza”, se solapan con los de una sociedad “repartidora de riesgos”. En los países europeos, que han implantado un fuerte Estado del bienestar, la lucha por el reparto de la riqueza ha ido perdiendo su rol predominante, pero éste todavía se conserva en las sociedades pobres de los países menos desarrollados que ahora enfrentan un doble desafío.
Con la extensión de los riesgos se relativizan las diferencias sociales: “la miseria es jerárquica, el virus es democrático”. Los riesgos se despliegan con un singular efecto igualador y en esto reside su novedosa fuerza política. Las situaciones de riesgo no se pueden pensar como problemas de clase. Tampoco se pueden encerrar en las fronteras políticas porque las cadenas de producción conectan en la práctica a todos los habitantes del planeta. La Tierra se convierte en un espacio político que no respeta las diferencias entre ricos y pobres, amigos y enemigos, negros y blancos, sur y norte. Surge entonces la cuestión de si podemos seguir expoliando impunemente a la naturaleza y la convicción de que los problemas del medio ambiente solo se pueden resolver mediante acuerdos internacionales en los que ningún Estado nacional puede pretender mantenerse al margen.
Otra de las características de los nuevos riesgos es que se presentan de modo universal, en forma incalculable e impredecible, lo que obliga a estudiarlos en una simbiosis aún desconocida entre ciencias de la naturaleza y ciencias políticas. Los problemas ya no pueden ser aislados entre unos y otros expertos y presuponen una colaboración que rompe las viejas barreras de las disciplinas tradicionales. Se abre un foso que hay que cerrar entre la racionalidad científica y la racionalidad social que Beck sintetiza por analogía con una frase célebre: “sin racionalidad social la racionalidad científica está vacía; sin racionalidad científica la racionalidad social está ciega”.
Paradójicamente, el miedo ante los efectos deletéreos de los nuevos riesgos, se convierte en factor de cohesión. Según Beck, la vieja sociedad de clases se reconfigura como una comunidad del miedo. Un miedo que convierte a la solidaridad en una nueva fuerza política. Es aún pronto para predecir si esa necesidad de enfrentar solidariamente los riesgos de la modernidad, terminará rompiendo la lógica económica basada en la captura individual del beneficio. Por el momento, como señala el escritor Fernando Aramburu, “ya se percibe la poca importancia que empieza a tener lo que ayer nos deslumbraba”.